por Juan Ramón Rallo
La superioridad de un sistema de educación privada y libre sobre la actual estructura burocrática de educación estatal resulta lo bastante contundente como para que pocos se atrevan seriamente a negarlo: un sistema educativo libre constituye un marco descentralizado de experimentación orientado a buscar cuáles son los mejores métodos docentes y los óptimos contenidos curriculares para cada alumno en distintos momentos del tiempo. El mercado como antifrágil institución para innumerables ensayos-errores-rectificaciones, como macrolaboratorio de millones de hipótesis empresariales distintas, como proceso de descubrimiento y ajuste dinámico, es simplemente insuperable: también en educación.
Imaginen una sociedad donde la organización de horarios, personal, recursos e incentivos de colegios, institutos y universidades no estuviera planificada por nuestros políticos estatales, autonómicos o locales; donde el plan de estudios no se hallara homogéneamente diseñado y encorsetado por el BOE y por los diarios oficiales de cada autonomía; donde cada año o incluso cada mes pudiesen revisarse los métodos y procedimientos que no funcionan y reemplazarse flexiblemente por otros que sí lo hacen; donde el profesorado y la dirección recibiera una realimentación continuada de los alumnos y de los antiguos alumnos para impulsar reformas; donde padres, asociaciones, fundaciones o empresas tuviesen la opción de implicarse de un modo más directo y continuado en la formación de los alumnos; donde las ideas funcionales e innovadoras que adoptara por su cuenta y riesgo una escuela fueran rápidamente copiadas e incorporaras por el resto; donde, en definitiva, la misión de cada centro fuera la de conseguir el aprendizaje más amplio y comprensivo posible de cada alumno mediante la búsqueda continuada de los mejores caminos para ello y no, como sucede ahora, la de ajustarse a la rígida normativa de mandatos estatales alumbrados por la refriega ideologizada y electoralista de esas máquinas de poder que son los partidos políticos.
Es difícil siquiera concebir cuál sería el aspecto de un sistema educativo que se ajustara a estos parámetros institucionales basados en la libre competencia por el lado de la oferta. Sí es relativamente factible prever que la diversidad de opciones educativas sería muchísimo más amplia, que la innovación en técnicas y contenidos, y su adaptación a los nuevos tiempos, sería mucho más acelerada, que la personalización de la enseñanza a las necesidades concretas de cada alumno sería notablemente superior y que los choques culturales o morales sobre qué y cómo enseñar se diluirían. Como decía al comienzo, no es difícil comprender por qué una educación desencadenada de los politizados grilletes regulatorios resulta preferible a la actual.
Sin embargo, el desacuerdo sobre las bondades de la educación privada y libre no se halla tanto (que también, por supuesto) en el lado de la oferta cuanto en el lado de la demanda: a saber, ¿y qué pasaría con los pobres si la educación fuera privada?
La educación privada: al alcance del ciudadano mediano
Antes de adentrarnos en los sectores más desfavorecidos de una sociedad, conviene despejar un mito: la educación privada preuniversitaria no es inherentemente cara ni queda fuera del alcance del ciudadano mediano. Unos simples cálculos bastarán para demostrarlo.
El principal gasto de la educación es el de personal: en la última encuesta de financiación y gastos de la enseñanza privada, el 70% de los desembolsos educativos fueron a costear los salarios del personal docente. A un salario medio por profesor de 25.000 euros anuales más Seguridad Social (superior en más de un 10% al salario medio español) y a una media de 15 alumnos por profesor (la media actual de Alemania), tenemos un gasto medio por alumno de 2.150 euros para cubrir los costes salariales del profesorado. Añadiendo el resto de gastos no vinculados a los salarios del personal docente, nos vamos a un coste medio de aproximadamente unos 3.100 euros por alumno, lo que añadiendo un margen por alumno del 10% podría llevarnos hasta 3.400 euros por alumno para la enseñanza preuniversitaria (los costes reales de la educación concertada en 2010 fueron de 3.950 euros por alumno, debido a que disponemos de mayores profesores por alumno que Alemania). Actualmente, la enseñanza pre-universitaria consta de 12 años, lo que elevaría el coste total de instruir a un niño hasta la universidad a 41.000 euros, los cuales repartidos a lo largo de la vida laboral de una persona (35 años) nos periodifica un coste anual medio de 1.100 euros.
¿Son 1.100 euros anuales mucho? Con la actual presión fiscal confiscatoria, sin duda. Pero pongámoslo en perspectiva: el salario mediano de España son actualmente 19.200 euros: eso implica que el ciudadano mediano está pagando unos 2.900 euros anuales en IRPF y unos 2.500 euros por impuestos indirectos, es decir, cerca de 5.400 euros anuales en impuestos (dejamos fuera los cerca de 7.000 euros en cotizaciones a la Seguridad Social). Una pareja de trabajadores medianos, por tanto, está abonando unos impuestos de casi 11.000 euros anuales. Dado que, a día de hoy, el gasto en educación no universitaria representa el 15% de todos los impuestos directos e indirectos abonados, esa pareja de trabajadores medianos está destinando a educación pública unos 1.600 euros anuales como media a lo largo de su vida laboral.
En contra del muy popular mito, el Estado no nos está regalando nada. Tampoco en educación. Una pareja de trabajadores medianos están destinando algo más de 1.600 euros anuales a financiar la educación no universitaria de sus hijos, que es bastante más de lo que destinarían si la educación fuera privada. No hay ninguna multiplicación de los panes y los peces. No vivimos encaramados a la rapiña de los ricos (de esos que “no pagan impuestos”). Simplemente hemos optado por financiar la educación a través de impuestos y gasto público en lugar de abonando directamente la matrícula. Eso sí, con una esencial diferencia más allá del sobrecoste: no podemos escoger el centro educativo para nuestros hijos.
¿Y los más desfavorecidos?
Evidentemente, los resultados anteriores son medios: por supuesto que hay familias que tienen tres hijos por mucho que la media española esté en 1,3; pero esas mismas familias también podrían ingresar más que la mediana o podrían disfrutar de centros con un coste inferior a la media. Son, repito, cálculos medios. No son datos que cubran toda la casuística concreta, sino sólo unos cálculos sencillos para mostrar que el Estado de Bienestar omnicomprensivo que padecemos no está diseñado para proteger al ciudadano medio, ni siquiera al mediano. En general, y en contra de lo que tendemos a pensar, la gente podría vivir fuera de la bota del Estado sin merma alguna en la accesibilidad a servicios básicos.
Pero más allá del ciudadano mediano, ¿qué sucedería con los que se hallan sustancialmente por debajo de la mediana? ¿Acaso quedarían fuera del sistema educativo? ¿Sería un mercado libre excluyente para porciones muy importantes de la sociedad? No hay motivo para que sea así. Una primera opción, bastante moderada y gradualista, sería mantener el actual Estado redistributivo sólo para las rentas más bajas y no para todos los restantes ciudadanos que no quieran mantenerse bajo su paraguas “protector”: bastaría con entregarles a las rentas bajas un cheque escolar costeado con los impuestos de todos los ciudadanos, pero sin obligar a todos los restantes ciudadanos a financiar tributariamente el coste de su plaza escolar no deseada en el sistema público.
Sin embargo, salvo casos excepcionales, es dudoso que siquiera necesitáramos de la coacción estatal para resolver semejante problema. Por un lado, una educación privada y liberalizada sería una educación que tendería a mantener la calidad optimizando costes: todos aquellos gastos que son burocracia, redundancias y superfluidades tenderían a ser barridos por la competencia (incluido las redundancias y superfluidades de tiempo educativo). A su vez, los restantes gastos esenciales serían reorganizados y flexibilizados, incorporando nuevos y más baratos métodos docentes (por ejemplo, la educación online para la secundaria superior). Por consiguiente, el coste medio de la educación libre de calidad podría ser incluso inferior al anteriormente estimado.
Por otro, el sector privado —educativo y no educativo— también podría ofrecer becas y ayudas para tales familias: si somos ciudadanos verdaderamente preocupados por el bienestar del resto de la sociedad no deberíamos limitar nuestra predisposición a ayudar a los más desfavorecidos cuando esa ayuda nos viene impuesta coactivamente por la fiscalidad, sino sobre todo cuando no nos obligan a ello. Esto último debería ser particularmente cierto para los profesores y maestros: ser profesor es una profesión con la que uno espera ganarse la vida, pero también es deseable y esperable que la única motivación del profesorado no sea la crematística. Dado que la educación no universitaria sería un sector en el que, debido a su estructura de costes, predominarían las cooperativas de profesores, cabe prever que muchos de estos colegios regentados por maestros vocacionales optarían por ofrecer precios subsidiados (o incluso gratuitos) a los alumnos de familias con rentas bajas.
Sólo si creemos que nuestra sociedad está moralmente podrida y que somos incapaces de organizarnos sin coacción para ayudar a quien lo necesita, tendría algo de sentido que fiáramos el bienestar de los más desfavorecidos al Estado. Pero, en tal caso, habrá que justificar cómo una sociedad moralmente podrida puede engendrar, a través de los comicios electorales, un Estado moralmente virtuoso.
¿Y la universidad?
He dejado la universidad para el final por cuanto merece un tratamiento diferenciado, en espacial porque el perfil del estudiante y del centro de enseñanza es muy diferente al de la educación preuniversitaria.
En cuanto al estudiante: no todos los ciudadanos acuden a la universidad y, por tanto, no todos deberían costearla. No parece una redistribución muy progresiva de la renta el que familias con rentas bajas estén costeándoles los estudios superiores a los hijos de familias de rentas medias o medias-altas. Quien acude a la universidad, de hecho, es (o debería ser) porque espera terminar percibiendo un salario superior no ya a la mediana, sino a la media: por tanto, es del todo razonable que el estudiante (ni siquiera su familia) se endeude para costearse sus matrículas presentes con cargo a sus sobresueldos futuros. A la postre, el diseño tributario actual tiene un propósito y efectos parecidos a éste: los salarios altos pagan tipos marginales del IRPF más elevados que los salarios más bajos, pero la compensación dista de ser perfecta (ni todo el que tiene un título universitaria cobra salarios altos ni todo el que cobra salarios altos dispone de un título universitario). ¿Por qué sí es progresivo que el estudiante universitario con altos salarios pague altos impuestos pero no que pague bajos impuestos y, en cambio, amortice el crédito con el que costeó sus estudios (sin cargar con tal coste al resto de la sociedad)?
En cuanto al centro: las universidades no sólo son mucho más fácilmente adaptables a otras modalidades más asequibles como la enseñanza online, sino que, sobre todo, son (o deberían ser) un centro de captación, de generación y de cultivo de talento. Como crisol de conocimiento que son (o deberían ser), su principal materia prima es el capital humano y, por tanto, debería estar interesadas en captarlo. Dado que el nivel de renta familiar no es un buen señalizador del talento de un estudiante, las universidades deberían ser las principales interesadas en no discriminar a sus alumnos por renta, sino por talento. Por eso, las principales universidades estadounidenses otorgan anualmente becas que representan alrededor del 50% de todos sus ingresos por matrículas y por eso Stanford ha dado recientemente un paso tan significativo como declarar el gratuidad de la matrícula para los estudiantes que provengan de familias con ingresos inferiores a 125.000 dólares anuales (así como cubrir todos sus otros gastos a quienes provengan de familias con ingresos inferiores a 65.000 dólares anuales).
Un mercado libre no es un espacio insolidario ideado exclusivamente para el disfrute de los más ricos. El mercado está compuesto por la sociedad y la inmensa mayoría de la sociedad no está integrada por ricos ni es indiferente hacia los más desfavorecidos, de modo que es absurdo suponer que el mercado tan sólo se adaptaría a las necesidades y capacidades de los ricos. Puede que creamos que la educación es tan importante que debe estar en manos del Estado. Yo diría que es demasiado importante como para dejarla en manos del Estado y de sus burócratas.
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