por Juan Ramón Rallo
Las quiebras dentro de un sistema capitalista de libre mercado no sólo sirven para redistribuir los recursos de la empresa insolvente hacia otros usos relativamente más valorados por los consumidores. Las quiebras también poseen una función disciplinante y pedagógica para el resto de agentes económicos: muestran qué modelos de negocio han fracasado y, por tanto, qué modelos de negocio no deben ser reproducidos por el resto de compañías so pena de correr una análoga suerte.
Sin embargo, a lo largo de los últimos cien años, los bancos han logrado arrogarse el privilegio estatal de ser rescatados bajo cualquier circunstancia. O más específicamente: los acreedores de los bancos han adquirido la prerrogativa de blindarse frente a cualquier pérdida derivada de la bancarrota de su deudor. Se nos ha dicho que los bancos son “demasiado grandes para caer” y que, por consiguiente, todo auxilio estatal está justificado para evitar un Armagedón financiero. La presente crisis ha supuesto la culminación de todas estas tendencias conducentes a socavar esa institución tan típicamente capitalista como es la quiebra. Prácticamente ningún acreedor de ningún banco europeo (no ya los depositantes, ni siquiera los acreedores subordinados) ha experimentado pérdida alguna por sus malas inversiones.
A efectos prácticos, haber invertido en deuda bancaria ha sido absolutamente equivalente a haber adquirido una especie de Eurobono, esto es, de deuda pública garantizada solidariamente por los contribuyentes de todos los Estados miembros. Rentabilidad con riesgo trasladado a hombros del contribuyente.
Las consecuencias prácticas de esta suspensión estatal de las quiebras bancarias no se limitan a la absoluta injusticia intrínseca a toda socialización coactiva de pérdidas, sino que transmiten un perturbador mensaje a toda la comunidad inversora del futuro: barra libre de riesgo en la adquisición de deuda de grandes bancos.
A la postre, los únicos agentes que han experimentado pérdidas a resultas de la crisis financiera han sido los contribuyentes y los accionistas de los bancos (si los hubiere, no así en el caso de las cajas españolas). ¿Conclusión lógica? Conviértase en acreedor de un banco gigantesco y sistémico, no en su accionista (por desgracia, los Estados no nos ofrecen la opción de dejar de ser contribuyentes-avalistas de las torpezas bancarias).
Sucede que semejante corolario tan sólo coadyuva a reforzar la concentración y el apalancamiento bancario: cuán más grande sea un banco, mayor será la probabilidad de que el Estado fuerce a los contribuyentes a rescatarlo y, por tanto, más atractiva resultará la adquisición de sus pasivos. Avanzamos con paso firme hacia enormes entidades infracapitalizadas que, en consecuencia, vuelven todo el sistema mucho más frágil.
Acaso conscientes de ello, los reguladores estén tratando de combatir estas perversas tendencias que ellos mismos han desatado con sus pasadas intervenciones mediante cambios en la regulación.
Por un lado, Basilea III impone unos requisitos mínimos de capital a los bancos, limitando por esta vía su apalancamiento máximo; por otro, la Unión Europea ha aprobado un nuevo mecanismo de resolución de entidades financieras consistente en trasladarles las pérdidas a los acreedores y no a los contribuyentes (bail-in).
Con todo, falta por saber si, después del generalizado e incondicional rescate financiero al que hemos asistido en los últimos años, los inversores se creerán firmemente las nuevas admoniciones comunitarias o, en cambio, se toman sus recientes amenazas como una falsa amenaza. ¿Acaso no resulta harto verosímil que, en una eventual crisis bancaria futura, las autoridades comunitarias terminen rescatando a los acreedores tal como lo han hecho en la actual? Si esa fuere la expectativa que se universalizase, los inversores optarían por canalizar sus fondos no ya hacia la banca tradicional regulada por Basilea III, sino hacia la no regulada banca en la sombra que, para más inri, también ha sido rescatada durante estos últimos años que hemos sufrido la crisis.
En suma, una vez el Estado opta por privilegiar a un sector económico en concreto aislándolo de la institución de la quiebra, por necesidad abre la caja de Pandora de unos incentivos perversos que no son tan fácilmente encapsulables por regulaciones ad hoc.
La auténtica solución a los problemas financieros pasa por suprimir radical y creíblemente los privilegios que el Estado otorga a la banca privada: a saber, pasa por suprimir el acceso irrestricto a ese prestamista de última instancia llamado banco central, así como todo el conjunto de garantías públicas de tipo explícito o implícito que se otorga a los pasivos bancarios. Que ningún político esté actualmente enarbolando semejante bandera indica con mucha claridad que no tienen ninguna intención de hacerlo y que, por tanto, los inversores pueden seguir confiando en que volverán a ser eventualmente rescatados.
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