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sábado, 28 de febrero de 2015

La Acción Humana de Ludwig von Mises

La Acción Humana de Ludwig von Mises.pdf by Javier De Ory Arriaga

Principios de Economía Política - Carl Menger.

Principios de Economia Politica - Carl Menger.epub by Javier De Ory Arriaga

Friedrich Hayek - Camino de servidumbre

Camino de servidumbre - Friedrich Hayek.epub by Javier De Ory Arriaga

La paz y el libre comercio



Introducción
Desde el primer establecimiento del [intercambio] que servía intereses recíprocos pero no comunes, se inicia un proceso que lleva ya varios milenios y que ha permitido, al crear normas de conducta independientes de los propósitos de las partes interesadas, extender dichas normas a círculos cada vez más amplios de personas indeterminadas y que eventualmente podría hacer posible un orden mundial de paz universal.
F. A. von HAYEK, Studies in Philosophy, Politics and Economics, Chicago University Press, 1967, p. 168.
La frase de Hayek abre un interesante debate en torno al modo de alcanzar la paz universal. Muchos economistas liberales han pensado que el libre comercio y la división internacional del trabajo tenderían a disminuir y eliminar los conflictos y la violencia. Sin embargo, tal tesis merece ser objeto de revisión y clarificación. Por lo general, los beneficios del libre comercio para la paz suelen presentarse de manera muy intuitiva, sin profundizar en las verdaderas causas. Pero además, esta ausencia de un análisis sólido lleva a que muchos economistas sostengan la tesis de que la consecuencia del libre comercio sería la de eliminar la violencia para siempre.

Ante este escenario, hemos dividido el presente trabajo en dos partes. En la primera analizaremos la verosimilitud de lo que podríamos denominar "interpretación ingenua" del párrafo de Hayek. En efecto, la extensión universal de la paz a la que se refiere nuestro autor, puede ser entendida por muchos como una reelaboración capitalista de la paz perpetua kantiana. ¿Realmente el libre comercio es capaz de instaurar una paz perpetua? Como veremos, tal conclusión es del todo acientífica y no puede ser aceptada como una de las ventajas del libre comercio.

En la segunda parte, en cambio, nos centraremos en la "interpretación realista" del párrafo propuesto. Veremos cómo el libre comercio y el orden institucional espontáneo sí generan instrumentos que facilitan la instauración de la paz, sin que ello implique ni mucho menos su inexorabilidad ni perpetuidad.

1. La irrelevancia praxeológica de la paz perpetua

La violencia como elección
Desde un punto de vista praxeológico la paz vendría a coincidir con la ausencia de violencia en una relación social. En este sentido, diremos que una relación es violenta cuando una de las partes no desea el resultado de la misma pero se ve compelido a aceptarlo. Esto es, la violencia consiste en una acción exterior destinada a eliminar la teleología de la acción ajena, a sustituir la acción por dirección[1].

La paz perpetua, por consiguiente, coincidiría con el irreversible predominio de la paz, esto es, de las relaciones sociales voluntarias y no basadas en la violencia. En una sociedad donde prevaleciera esta paz perpetua, reinaría una completa armonía de intereses, ya que los individuos interactuarían en la medida en que sus fines fueran compatibles.

Además, en esta sociedad la única fuente de insatisfacción vendría dada por el error de los actores: o bien porque la estructura de medios no es capaz de alcanzar el fin (error tecnológico) o porque el fin, una vez alcanzado, no satisface realmente al actor (error praxeológico).

Lo que nos interesa analizar en este punto es si un fenómeno como la paz perpetua es realmente alcanzable y tiene algún sentido desde un punto de vista económico, es decir, si podemos prever algún conjunto de circunstancias que al concurrir imposibiliten la subsiguiente utilización de la violencia en las relaciones sociales.

Para ello debemos tener presente que la violencia puede ser tanto un medio como un fin de la acción humana. Como medio tratará de facilitar la consecución del fin; como fin le reportará utilidad directamente al actor.

En cuanto a medio, la violencia se empleará siempre que el beneficio de utilizarla sea mayor que su coste. Contrario sensu, la violencia dejará de utilizarse cuando su coste sea superior al beneficio; y esto último puede lograrse a través de incrementos del coste o reducciones del beneficio de carácter permanente.

Así, por ejemplo, una mejora de la defensa reduce el beneficio esperado del uso de la violencia al hacer más improbable su éxito; un aumento de la eficiencia en la lucha contra la delincuencia y de la severidad de los castigos, o una modificación de los valores morales de los individuos hacia posturas contrarias a la violencia, incrementan el coste esperado.

En principio, pues, si lográramos una situación donde incidiéramos sobre los beneficios para que fueran constantemente inferiores a los costes (por ejemplo, una sociedad con imponentes sistemas defensivos) o sobre los costes para que fueran permanentemente superiores a los beneficios (por ejemplo, una organización policial muy eficiente combinada con un sistema retributivo caracterizado por el "dos ojos por ojo") la violencia debería desaparecer como medio.

Sin embargo, este análisis reviste un error estático fundamental. Aun cuando fuera posible que en un momento dadotodos los individuos consideraran la violencia como un medio inadecuado para lograr sus fines, estos juicios de valor están sujetos a continua revisión. Los individuos pueden descubrir nuevos mecanismos que les permitan burlar los sistemas de defensa o esquivar la captura policial, de modo que la antigua reducción de beneficios o el incremento de costes desaparezcan. El futuro es una creación de la acción humana y, por tanto, confrontamos una incertidumbre relativa que no puede erradicarse.

No podemos predecir hoy, con nuestro conocimiento actual, cuál será el nivel de conocimientos de mañana; la información va generándose a través del proceso empresarial y no puede conocerse ex ante. Nada nos permite concluir que una eliminación temporal de la violencia se convierta en un estado final de reposo pacífico y así en una pazperpetua.

Por tanto, desde un punto de vista praxeológico es imposible predecir que los individuos no vayan a encontrar nuevas oportunidades de beneficio para el uso de la violencia, lo que significa que no puede descartarse a priori como un medio de la acción.

En cuanto a fin, la violencia queda fuera del dominio praxeológico. La ciencia económica toma los fines como datos últimos de su análisis; no pretende explicar cómo llegan a formarse o como puede obstaculizarse su formación, simplemente acepta la subjetividad del valor como determinante y movilizador de la acción.

Y dado que la praxeología debe aceptar la posibilidad de que uno de los fines de la acción humana sea la violencia, tampoco en este punto podemos descartar que la violencia siga existiendo.

En definitiva, desde un punto praxeológico no puede afirmarse que la violencia vaya a desaparecer de manera permanente de las relaciones sociales. Tanto como medio, cuanto como fin, el proceso social le permite volver a emerger. No se trata de un resultado inexorable, sino tan sólo posible, pero suficiente para quitarle cualquier carácter apodíctico a la desaparición de la violencia.
Todo esto significa, por tanto, que la paz perpetua es un ideal imposible de alcanzar desde un punto de vista praxeológico, pues forma parte del núcleo irreductible de la elección en la estructura de la acción, y por tanto no es predeterminable[2]. La paz será más o menos duradera, pero nunca perpetua o, al menos, nunca necesariamente perpetua.

La violencia como evento no asegurable

Si bien no es posible evitar que el ser humano recurra a la violencia, podría pensarse que existe otro modo de alcanzar una paz perpetua de facto: los seguros. En efecto, aunque un determinado acontecimiento no sea evitable, sí podemos eliminar su peligrosidad recurriendo a la institución de los seguros. Por ejemplo, no podemos eliminar la sucesión de terremotos pero sí podemos eliminar su incidencia; basta con acumular un pool de recursos destinado a restituir los daños causados por los terremotos.

Para constituir un seguro basta con calcular la probabilidad de que suceda el evento y estimar el daño causado para así obtener la prima de riesgo. Si de cada mil unidades del bien X sabemos que una será defectuosa (probabilidad), sólo tenemos que reservar una milésima parte del valor de cada bien (prima de riesgo) para eliminar la incidencia dañina de la unidad defectuosa.

En otras palabras, tenemos que estudiar si podemos constituir un pool de recursos entre todos los medios de la sociedad que permita eliminar la incidencia de los daños de la violencia y, de esta manera, alcanzar la paz perpetua.

Para ello, debemos recurrir a la famosa distinción de Ludwig von Mises entre "probabilidad de clase" y "probabilidad de caso". Según el economista austriaco, en el primer tipo de probabilidad sólo podemos saber en relación con un elemento singular que forma parte de una clase de la que sí conoces su comportamiento. En el segundo tipo, sin embargo, sólo conocemos que la existencia o ausencia de ciertos factores dará lugar a que se produzca o no el evento, pero desconocemos la configuración de esos elementos por ser únicos e irrepetibles.

En la probabilidad de caso no podemos recurrir ni a la comprensión causal ni a la frecuencia histórica del evento. Cada resultado depende de un conjunto de circunstancias históricas que afectan a cada suceso de forma distinta. En una probabilidad de caso sólo podemos tratar de estimar o comprender el futuro a través de nuestra intuición y conocimiento del pasado, pero no podemos asignarle una probabilidad al suceso porque no forma parte de ninguna clase con idénticas características y regularidades.

Frank Knight denominó a la probabilidad clase "riesgo" y lo caracterizó por la posibilidad de asignar probabilidades a cada uno de los resultados acerca de su futuro acaecimiento. Al pertenecer a una clase de fenómenos que presenta una inexorable regularidad, podemos calcular la regularidad con la que deben suceder (probabilidad a priori) o la frecuencia relativa con la que históricamente han sucedido (probabilidad a posteriori).

Por otra parte, el economista estadounidense llamó "incertidumbre pura" a lo que Mises denominó "probabilidad de caso". En estos casos era imposible asignar una probabilidad a un resultado porque depende esencialmente de la volición humana. Ni puede determinarse la elección a través de leyes a priori (ya que tomamos los fines de los individuos como punto de partida de la acción)[3] ni cabe calcular frecuencias a posteriori (pues cada acción humana es única, basada en un conocimiento y unas circunstancias espaciales, temporales y teleológicas irrepetibles).

Por consiguiente, dado que en los casos de incertidumbre pura no existe manera de obtener una la probabilidad de que el evento suceda, no es posible calcular la prima de riesgo y, de este modo, asegurar a los participantes frente a la incidencia negativa del evento.

La violencia, como ya hemos visto, constituye o un medio o fin para el individuo, pero en todo caso una acción humana. Y en cuanto a tal no se le puede asignar una clase sobre la que calcular la recurrencia y, con ella, la probabilidad.

De hecho conocemos los elementos que provocan la aparición de la violencia, en concreto, un beneficio esperado superior al coste de oportunidad; también conocemos elementos que refrenan el uso de la violencia (incrementos en la defensa, mayor eficiencia policial, cambio de las actitudes morales...), pero ni sabemos el modo en que cada uno de esos elementos influye en la decisión de los actores, ni cabe asumir que esa influencia vaya a mantenerse a lo largo del tiempo.

Es más, también hemos visto como la violencia puede ser un fin en sí mismo, en cuyo caso depende de la libérrima voluntad del individuo[4].
En definitiva, el evento "violencia" es un suceso no asegurable, por lo que su riesgo no puede reducirse, ni mucho menos eliminarse, a través de la constitución de un pool de recursos que, en todo caso, tendrá un carácter puramente arbitrario[5].

Conclusión
La paz perpetua, entendida como el necesario predominio de las relaciones sociales no violentas, representa un objetivo inasequible para la ciencia económica.

La violencia no puede eliminarse de manera permanente –porque constituye una elección humana siempre posible- ni sus efectos pueden desaparecer a través de la institución de los seguros –ya que es un evento no asegurable.
La interpretación ingenua de Hayek, según la cual el libre comercio necesariamente traerá la paz universal debe ser rechazada de plano por acientífica. Ningún razonamiento económico nos permite alcanzar tal conclusión. Aun cuando el libre comercio y el orden internacional espontáneo medren, la violencia podrá seguir emergiendo, poniendo fin a cualquier situación pacífica.

2. Cómo el libre comercio promociona la paz

El hecho de que la paz perpetua sea imposible no significa, sin embargo, que no podamos adquirir ningún tipo de conocimiento económico acerca de la promoción de la paz.

Ya hemos visto que todo acto violento comienza cuando sus beneficios esperados exceden a sus costes, ya sea por constituir un medio adecuado para el fin del actor o, en última instancia, por ser el fin mismo. Por tanto, todos aquellos instrumentos que permitan reducir los beneficios o aumentar los costes de la violencia promocionarán la paz.

Ahora bien, desde un punto de vista económico no nos interesa estudiar los instrumentos que hipotéticamente puedan surgir en el libre mercado. El análisis de los progresos tecnológicos concretos es tarea de los historiadores y los empresarios, pero no de los economistas.

Nuestro cometido, por consiguiente, es buscar los instrumentos pacificadores que surjan a modo de implicaciones necesarias de la acción y, en este caso, de la acción interpersonal que permite la libertad internacional.

Entramos, de esta forma, en el análisis de cómo las instituciones sociales que se derivan del libre comercio inciden sobre la violencia. Para ello comenzaremos examinando el papel genérico que juegan las instituciones a través de su génesis y evolución, y luego desarrollaremos la influencia específica de las tres instituciones por excelencia: el lenguaje, el derecho y la moneda.

Instituciones y violencia

Las instituciones sociales, como decía Ferguson, son fruto de la acción humana pero no del diseño humano; emergen como consecuencia no intencionada de la interacción humana. Aun cuando nadie las ha planificado conscientemente son útiles para todos los individuos que de manera voluntaria deciden emplearlas.

La participación en la institución, de hecho, da paso a un proceso descentralizado de prueba y error que permite purgar los defectos y extender por mimetismo los rasgos más favorables de las instituciones. De este modo se produce un proceso de realimentación: la interacción da paso a la institución que a su vez constituye un medio para la acción que permite perseguir fines superiores, lo que provocará una evolución institucional más eficiente. Las instituciones facilitan la compatibilidad de los diversos fines de los individuos, de manera que sus acciones se aúnan y coordinan.

El libre comercio expande el ámbito de estas interacciones, ya que permite que se incorporen a la institución un mayor número de personas, lo que significa un incremento en las posibilidades de interrelación[6] y un aumento del número de experimentos descentralizados. En otras palabras, la libertad internacional permite que las instituciones se vuelvan más eficientes y útiles para los individuos.

De la misma manera, cada individuo puede acceder de forma pacífica a los recursos y capacidades de otros individuos. No es necesario someter al vecino para utilizar sus características especiales en beneficio propio; a través de los intercambios los recursos exclusivos de unos y otros pueden ponerse en común de acuerdo con sus distintas valoraciones[7].

Sin embargo, todo este proceso depende de forma crucial de que las interacciones sociales continúen siendo voluntarias. En caso contrario, la institución se convierte en una estructura de dominación violenta que no evoluciona para generar instrumentos que beneficien a los usuarios, sino a los violentos que dirigen el comportamiento de los individuos.

Dado que la violencia consiste en disociar las acciones de los individuos de sus fines y dado que la acción tiene como consecuencia no intencionada el surgimiento de instituciones útiles para los fines a los que se encamina, la dirección violenta del comportamiento humano dará lugar a estructuras de servidumbre que serán útiles para quienes hayan impuesto los fines.

La violencia, por consiguiente, destruye las instituciones y las sustituye por estructuras de poder[8]. El uso de la violencia implica detener parcialmente el proceso de cooperación social del que todos los usuarios salían beneficiados.

Esto significa que el uso de la violencia padece el coste de oportunidad de renunciar a todos o parte de esos beneficios derivados de la cooperación pacífica. Por ello, cuanto mayores sean estos beneficios, mayor será el coste de oportunidad de transgredir la cooperación pacífica[9].

El libre comercio favorece el desarrollo institucional y, por tanto, incrementa el coste de ejercer la violencia. Una mayor intensidad de las relaciones internacionales significa una mejora y expansión más rápida de las instituciones y esto, a su vez, un nuevo incremento en la intensidad de las relaciones.

La globalización sienta las bases para un ejercicio más eficiente de la función empresarial y con ella un alza continuada de la utilidad de la cooperación pacífica; la división internacional del trabajo se expande y los individuos se vuelven interdependientes. De esta manera, se produce un incremento progresivo del coste de oportunidad de quebrar esa cooperación y división del trabajo, es decir, un incremento del coste de la violencia.

Esto no significa, como ya hemos visto, que los beneficios esperados de la violencia no sean sistemáticamente superiores a un coste de oportunidad creciente. Tan sólo constatamos que, salvo para aquellos individuos que tienen como fin la propia violencia, el coste de no recurrir a las instituciones sociales para satisfacer los fines propios se incrementa gracias al libre comercio.

El lenguaje

La institución del lenguaje surge de la formalización de ciertos gestos o palabras que, en principio, se dirigían a satisfacer otras necesidades. El lenguaje surge derivado de la necesidad social de transmitir información codificada. Una vez los individuos asocian determinados gestos o palabras con objetos o ideas, el lenguaje se convierte en una representación de la realidad.

Así, por ejemplo, el apretón de manos servía originariamente para mostrar que los individuos estaban desarmados y que, por tanto, ninguno de los dos transgrediría mediante la violencia los términos de un pacto. Con el paso del tiempo, el apretón sobrepasó esa intención inicial y se convirtió en un mecanismo para concluir los contratos.

La institución del lenguaje tiene una poderosa incidencia sobre la violencia. Si dos individuos son incapaces de comunicarse y de entenderse, resulta prácticamente imposible que lleguen a acuerdos pacíficos. Ante cualquier conflicto, la única vía de resolución consiste en imponer la voluntad del más poderoso.

Sin lenguaje, el coste de no ejercer la violencia viene representado por las pérdidas causadas por el conflicto. En tanto no existe posibilidad de conciliación de intereses, quien no lo emplea sufrirá las inclemencias de todos los conflictos.
El individuo, por tanto, compara el coste de oportunidad de utilizar la violencia (las consecuencias nocivas del combate) con el coste de oportunidad de no utilizarla (las pérdidas del conflicto); siempre que éste sea superior a aquél, la violencia entrará en escena.

Esto significa, claro está, que en ausencia de lenguaje prevalece siempre la ley del más fuerte. Los individuos débiles siempre tendrán un coste de batallar superior al de permanecer en paz.

El lenguaje, en cambio, permite iniciar una negociación entre las partes para solucionar el conflicto de un modo que satisfaga a ambas. Los individuos pueden ceder en determinados aspectos a cambio de otros fijando, de este modo, la regla contractual.

Una vez comienza a utilizarse el lenguaje, el coste de oportunidad de no emplear la violencia deja de coincidir inevitablemente con la asunción de las consecuencias negativas del conflicto y pasa a ser aquellos beneficios dejados de percibir por no poder obtenerse a través del diálogo; es decir, el provecho de utilizar la violencia se reduce asimismo a aquellos resultados únicamente alcanzables mediante la fuerza.

Sin embargo, hay que tener presente que el coste de alcanzar dichos resultados se reduce, ya que el lenguaje facilita la coordinación entre delincuentes. En otras palabras, el coste de no ejercer la violencia disminuye pero también el coste de ejercerla.

La aportación del lenguaje, por tanto, consiste en posibilitar la colaboración humana sin recurrir a la violencia; en proporcionar alternativas sólidas a la guerra: la negociación. Sin lenguaje existen enormes incentivos para la violencia, con lenguaje pueden existir, aunque no de manera necesaria. Más que cerrar puertas a la violencia, el lenguaje abre el camino a la no violencia.

Y en este sentido, la labor del libre comercio en unificar el lenguaje es esencial; conforme se extiendan los intercambios entre los individuos situados en diversas partes del mundo, será necesario emplear términos y expresiones comunes que den soporte a esos intercambios.

Quien quiera participar en los beneficios de la división del trabajo deberá ser capaz de transmitir y recibir información con el resto de individuos, esto es, deberá esforzarse por aprender una lengua que le permita comunicarse con sus congéneres. Este incremento del número de usuarios, a su vez, permitirá incrementar la utilidad de la institución (ya que cuantos más usuarios hablen una misma lengua más conveniente será aprenderla) y mejorar sus características gracias al mayor número de experimentos descentralizados.

El libre comercio, por consiguiente, favorece la expansión del lenguaje por todo el mundo[10] y, de esta manera,posibilita que los individuos recurran a la negociación y al diálogo en lugar de a la violencia para solucionar sus conflictos, aun cuando los delincuentes también dispongan de un mejor instrumento para cometer sus fechorías.

El derecho

La institución del derecho emerge como extensión de unos comportamientos pautados entre varios individuos que coordinan sus acciones para colaborar y alcanzar sus respectivos fines; coordinación que pasa por la correcta ordenaciónde la acción y de las propiedades de las partes.

Surge, por tanto, para permitir la interacción humana ordenada de acuerdo con unas reglas que respeten la libertad y la propiedad de cada una de las partes. La norma jurídica se refiere a los derechos y obligaciones que adquiere un individuo con respecto al resto; los derechos consensuales son posibilidades de acción sobre las acciones y las propiedades ajenas, y las obligaciones son tolerancias de acciones ajenas sobre las acciones y propiedades propias.

El derecho es un fenómeno social que presupone la voluntariedad de los acuerdos en relación con los medios y los fines; en otro caso no tenemos una norma jurídica, sino un mandato coactivo. Entre el dominus y el esclavo no existe derecho, ya que no hay posibilidad de que las partes fijen los derechos y obligaciones; una de ellas los impone unilateralmente.

La relación del derecho con la violencia es una de las más evidentes que podemos trazar. Ya hemos afirmado que la violencia consiste en que un individuo controla la acción ajena para dirigirla hacia unos fines que no desea. El derecho, por el contrario, permite a un individuo valerse de la acción ajena para conseguir los fines de ambos. El derecho, por tanto, vendría a ser el reverso de la violencia.

El derecho crea instrumentos jurídicos de colaboración para permitir que los individuos alcancen sus diversos fines de manera pacífica. En ausencia de derecho, aun cuando la negociación sea posible merced al lenguaje, los individuos tienen que incurrir en un largo proceso de discusión para fijar en cada caso la regla contractual. Las partes deben prever todas las posibles contingencias del contrato –acerca del cumplimiento de la otra parte, del método de solución de discrepancias interpretativas o de la inclusión de cláusulas que pudieran utilizarse más adelante en su contra– y sólo entonces estarán dispuestas a perfeccionarlo.

Una negociación jurídica ad casum significa un poderoso obstáculo a la colaboración, en tanto requiere de un tiempo y de unas habilidades de las que no todos los sujetos disponen.

La aparición del derecho como institución espontánea –esto es, la difusión y extensión de contratos típicos para las distintas operaciones del tráfico jurídico– permite una continua revisión y mejora de los contratos y su progresiva estandarización voluntaria. Los sujetos negocian tomando como partida unos instrumentos jurídicos que ya se han acreditado eficientes; pero será además un punto de partida en continuo perfeccionamiento gracias al experimento descentralizado que supone toda institución.

El derecho, así mismo, también desarrolla mecanismos para lograr que los contratos sean autoejecutables. Así, como medidas preventivas, las partes pueden recurrir al establecimiento de prendas o hipotecas[11] y, como medidas represivas, a la exclusión social del incumplidor[12].

En otras palabras, las personas violentas e incumplidoras se pueden ver forzadas a afianzar sus compromisos, renunciar a los instrumentos de crédito, o incluso ser expulsados del ámbito jurídico.

Todo esto significa que el derecho, por un lado, reduce el coste e incrementa el beneficio de no utilizar la violencia: proporciona vías alternativas para alcanzar los fines de los individuos (coste) y favorece una cooperación social más productiva (beneficio). Por otro lado, incrementa el coste y reduce el beneficio de emplearla: añade a los inconvenientes ya estudiados, los mecanismos preventivos que pueda desarrollar el derecho (coste) y la amenaza de exclusión social y restringe las ganancias relativas de la violencia a aquellos resultados que no puedan alcanzarse mediante el derecho (beneficio).

El libre comercio favorece la extensión y mejora del derecho. Los intercambios requieren contratos que fijen cuáles son los derechos y obligaciones de cada una de las partes. La necesidad de resolver los problemas de interpretación y de cumplimiento facilita la constitución de tribunales de arbitraje cuya jurisprudencia puede incorporarse luego a los nuevos contratos para prevenir la aparición de problemas.

El libre comercio permite que un mayor número de personas pueda recurrir al derecho en lugar de a la agresión y que se practiquen un mayor número de experimentos descentralizados que permitan evolucionar las normas.

Así mismo, la generalización de la institución del derecho posibilita que las agresiones contra los pactos nacidos de ese derecho sean vistos por los agentes como agresiones a su propio derecho, de manera que los efectos nocivos de los mecanismos preventivos y represivos se ven amplificados para el violento; los comportamientos antijurídicos ya no se refieren solamente a un territorio determinado, sino al ámbito de aplicación de la norma.

En definitiva, el libre comercio promueve un derecho más amplio y eficiente como alternativa al uso de la violencia.

El dinero

La institución del dinero aparece como uso generalizado de los bienes más líquidos para facilitar los intercambios. En efecto, las limitaciones del trueque llevaron a que ciertos individuos observaran que una gran cantidad de personas solían aceptar cualquier cantidad de cierto bien en un intercambio sin que perdiera valor (liquidez), de manera que les resultaba beneficioso adquirir esos bienes líquidos por la reducción de la complejidad de las operaciones mercantiles. Cuanta más gente use y acepte un determinado bien, más líquido se vuelve éste y, por tanto, más útil para los individuos.

El dinero simplifica los mecanismos para alcanzar los fines de los individuos al reducir enormemente el proceso de obtención de los medios gracias a la liquidez.

En ausencia de dinero, si un sujeto quiere lograr un fin para el que requiere la colaboración ajena, tiene dos opciones: o esclavizarlos o descubrir qué productos concretos desean las otras personas a cambio de su trabajo. Dado que la segunda opción es muy gravosa, el coste de no utilizar la violencia es muy elevado.

El intercambio se dificulta y los instrumentos jurídicos pierden eficacia. De hecho, sin dinero, las compensaciones para resarcir los daños causados pueden ser tan difíciles de lograr que favorecen la no aceptación de las sentencias y el uso de la fuerza.

El dinero, por consiguiente, hace que las relaciones humanas sean mucho más flexibles y veloces. Los individuos pueden tanto alquilar su trabajo a cambio de una suma que les permita conseguir sus fines cuanto enajenar porciones alícuotas de su propiedad en forma de acciones (cuyo valor necesariamente debe estar expresado en dinero).

La colaboración se extiende en el espacio y en el tiempo: puedo dirigirme a otras zonas con la seguridad de que aceptarán mi dinero y puedo perder temporalmente su disponibilidad a cambio de una retribución futura en forma de interés.

En otras palabras, el dinero reduce enormemente el coste de no utilizar la violencia, ya que en conjunto con el lenguaje y el derecho conforman un sistema de colaboración social alternativo a la satisfacción de las necesidades mediante la violencia.

Sin embargo, el dinero también permite que los delincuentes ataquen de forma más sencilla la propiedad ajena. El dinero es fácilmente transportable, y, sobre todo, fungible, esto es, no resulta individualizable, lo que dificulta la reipersecutoriedad del objeto robado, en tanto hay el delincuente ya no puede identificarse por el botín, sino por las circunstancias que han rodeado la escena del crimen (pruebas e indicios). Además, la fungibilidad facilita enormemente su falsificación, lo que provoca un incremento no respaldado de la oferta monetaria y, por tanto, inflación sufrida por el resto de propietarios de la moneda.

Con todo, estos mismos defectos del dinero –la transportabilidad y la fungibilidad– poseen sus grandes virtudes como contrapartida. Que el dinero sea transportable permite depositarlo y guardarlo en los lugares más seguros. Los bienes ya no quedan vinculados a un lugar geográfico concreto, por lo que pueden protegerse con mayor facilidad.

Que el dinero sea fungible significa que las restituciones por los daños causados pueden hacerse también en dinero. En su ausencia, todos los delincuentes tendrían grandes incentivos en hacer uso de los bienes consumibles para que no cupiera restitución; en presencia de dinero, esto resulta imposible, ya que basta con devolver una suma equivalente del mismo.

No sólo eso, la fungibilidad tiene un carácter relativo, ya que las distintas casas de acuñación monetaria pueden diferenciar el dinero a través de signos distintivos, que promocionen a aquellas empresas o, en su caso, gobiernos que mejor combatan el fraude inflacionista. Es decir, la distinción entre las monedas supone un proceso competitivo que selecciona a aquellas monedas que mejor cumplan con su finalidad.

Y si el dinero modifica los incentivos de la violencia, el libre comercio promueve la difusión y la mejora del dinero, ya que los intercambios internacionales tenderán a efectuarse en una misma moneda, cuya liquidez se acrecentará conforme más gente la utilice –siempre que, al mismo tiempo, no se destruya su respaldo.

Conclusión

El libre comercio, esto es, la extensión de los intercambios voluntarios en la esfera internacional, promueve la expansión de las instituciones sociales entre un número mucho más amplio de personas. Este fenómeno facilita la cooperación social destinada a alcanzar los fines de los individuos y, por esta vía, convierte a los seres humanos en más interdependientes y les proporciona alternativas al recurso a la fuerza.

Desde perspectiva, puede decirse que el libre comercio impulsa un proceso pacificador de la sociedad al modificar los beneficios y los costes de emplear la violencia. El lenguaje, el derecho y el dinero –así como otras instituciones que no hemos tratado pero que son igualmente relevantes: la contabilidad, los mercados de capitales o la religión– conforman un poderoso mecanismo para satisfacer las necesidades humanas en comandita que además se realimenta –se vuelve más útil– conforme más gente lo vaya utilizando.

La paz no está predeterminada pues forma parte de la elección humana. Desde un punto de vista praxeológico no puede afirmarse que el libre comercio erradicará toda violencia, pero sí podemos comprobar cómo incide en la reducción de incentivos para emplear la violencia como medio.

El párrafo de Hayek, así como la famosa frase de Bastiat[13], deben interpretarse en este sentido: la eliminación del libre comercio incrementa enormemente los costes de no utilizar la violencia para satisfacer las necesidades individuales. Si un asentamiento humano no guarda ningún tipo de relación con otro asentamiento humano, si son incapaces de colaborar por el insuficiente desarrollo institucional que les permita coordinarse, la guerra aparecerá como una opción provechosa ante cualquier conflicto.

Cada uno de estos asentamientos sólo podrá extraer beneficios del otro mediante el expolio y el esclavismo; ni la negociación, ni los contratos, ni los intercambios existirán como alternativas sensatas a la violencia.

El libre comercio no es una garantía de la paz, pero sí uno de sus más leales aliados.

Bibliografía
  • Benson, Bruce, Justicia sin Estado, Unión Editorial, 2000.
  • Calzada, Gabriel, Análisis Económico e Institucional de la Teoría de la Defensa Privada a través de Compañías de Seguros (Inédito)
  • Hayek, Friedrich, La Contrarrevolución de la Ciencia, Unión Editorial, 2003
  • Hayek, Friedrich, Individualism and Economic Order, The University of Chicago Press, 1980
  • Hülsmann, Jörg Guido, Facts and Conterfactuals in Economic Law, Journal of Libertarian Studies, 17-1
  • Jasay, Anthony de, Justice and its Surroundings, Liberty Fund, 2002
  • Leoni, Bruno, Freedom and the Law, Liberty Fund, 1991
  • Mises, Ludwig von, La Acción Humana, Unión Editorial, 2001.
  • Mises, Ludwig von, Sobre Liberalismo y Capitalismo, Unión Editorial, 1995.
  • Le Goff, Jacques, Mercaderes y Banqueros de la Edad Media, Oikos-tau, 1991


[1] En puridad un actor que acepta voluntariamente que su acción sea dirigida sigue actuando, ya que valora en cada momento la conveniencia de sus movimientos.
[2] La elección es un elemento esencial del comportamiento humano que no está determinada por otros elementos al margen de la acción humana. La acción humana está, por tanto, en cierta medida autodeterminada, por lo que no puede ser enteramente explicada por otros factores. Hay un núcleo duro de libertad en la acción humana. Jörg Guido Hülsmann, Facts and Conterfactuals in Economic Law, Journal of Libertarian Studies, 17-1
[3] Podría aducirse que aunque la praxeología no se encargue de estudiar las leyes que determinan la formación de los fines y, por tanto, el resultado de la elección, otras ciencias sí pueden hacerlo, de modo que la incertidumbre pura es erradicable. Sin embargo, hay que recordar que aun cuando la formación de los fines estuviera predeterminada por acontecimientos naturales, la reacción humana es esencialmente creativa, generadora de nueva información. Esto significa que las reacciones futuras pueden estar condicionadas por una información que todavía no existe y de la que, por tanto, nada podemos anticipar. La incertidumbre pura en el campo de la elección humana sigue existiendo aun cuando adoptemos una perspectiva determinista.
[4] De nuevo, si asumimos una perspectiva determinista, el recurso a la violencia dependerá de una reacción frente a una información que desconocemos pero que puede crearse a través de las actuaciones empresariales del individuo.
[5] Para un desarrollo más exhaustivo de esta tesis puede leerse “Gabriel Calzada, Análisis Económico e Institucional de la Teoría de la Defensa Privada a través de Compañías de Seguros”.
[6] En teoría de redes se conoce como “Ley de Metcalfe” al incremento de la utilidad del sistema institucional que se produce al aumentar su número de usuarios.
[7] La idea del Lebensraum nazi consistía en recurrir a la conquista militar con el objetivo de acceder a los recursos exclusivos de otros países. En ausencia de libre comercio e instituciones, la única manera de aprovecharse de las cualidades ajenas pasa por someterlo.
[8] Por supuesto, es posible la coexistencia y la interrelación de las instituciones espontáneas con esas estructuras de poder. En un sistema esclavista los dominus pueden relacionarse pacíficamente entre ellos y dar lugar a instituciones, aun cuando su relación con los esclavos sea de tipo violento. La estructura de dominación de la esclavitud se integra y orienta la evolución de las instituciones entre los dominus.
[9] Mises vio claramente este coste en el caso de la esclavitud: Sólo hay un razonamiento válido contra la esclavitud, desarbolando toda otra dialéctica, a saber, que el trabajo del hombre libre es incomparablemente más productivo que el del esclavo. En efecto, carece éste de interés personal para producir lo más posible. Aporta a regañadientes su esfuerzo y sólo en la medida indispensable que le permite eludir el correspondiente castigo. El trabajo libre, en cambio, sabe que cuanto mayor sea su productividad mayor será también, en definitiva, la recompensa que le corresponda. Ludwig von Mises, Sobre Liberalismo y Capitalismo, pág. 38, Unión Editorial, 1995.
[10] Así, por ejemplo, Jacques Le Goff al hablar sobre el mercader medieval comenta que: Para entrar en contacto con sus clientes al mercader le es indispensable el conocimiento de las lenguas vulgares (…) No debe sorprendernos que los progresos de las lenguas vulgares estén vinculados al desarrollo de la clase mercantil y sus actividades. Jacques Le Goff, Mercaderes y Banqueros de la Edad Media, pág. 111, Oikos-tau, 1991.
[11] Bruce Benson, por ejemplo, relata que: Había terceros (los bancos, por ejemplo) que facilitaban crédito a los compradores, y se desarrollaron instrumentos como la prenda hipotecaria para proteger a los acreedores del impago por parte de los deudores. De esta forma, los acreedores se aseguraban de que, si no se les reembolsaba su crédito, podrían vender la prenda para cobrar. Bruce Benson, Justicia sin Estado, , Unión Editorial, 2000, pág. 49
[12] De nuevo Bruce Benson nos ofrece un ilustrador ejemplo histórico: La fuerza ejecutiva de las sentencias se basaba en la amenaza de exclusión social, una medida de presión muy efectiva. Si un tribunal de mercaderes dictaminaba que un mercader residente en Londres habría incumplido un contrato con otro de Colonia celebrado en la feria de Milán, por ejemplo, el mercader londinense tendría buenas razones para pagar la indemnización que el tribunal juzgara apropiada. Si no lo hacía, los demás mercaderes jamás volverían a hacer tratos con él. Ibídem pág. 46.
[13] Si las mercancías no pueden cruzan las fronteras, lo harán los soldados.

La función del ahorro


Annals of the American Academy, volumen 17 (1901)
Bajo el título que aparece más arriba, Mr. Bostedo ha criticado, en el ejemplar de Enero de los Annals[1] algunas opiniones que expresé en mi obra “Teoría positiva del capital”[2] relativas a la influencia del ahorro en la formación del capital. Aunque ya adelanté e ilustré mediante varios ejemplos la opinión de que un incremento en el capital de una comunidad sólo puede producirse como consecuencia de un equilibrio entre el ahorro y el gasto, Mr. Bostedo llega a la conclusión diametralmente opuesta, esto es, que “el ahorro, como el término se conoce generalmente, no tiene influencia alguna en la formación del capital”.
Mi mejor defensa consistiría, no me cabe duda, en pedir al lector que estudie punto por punto la exposición detallada acerca de este asunto en mi “Teoría Positiva”. La solución a un problema de esta naturaleza sólo puede mostrarse creando en la imaginación de los lectores, en lugar de una visión superficial del fenómeno monetario que se les presenta cotidianamente, una perspectiva completa y al mismo tiempo plástica de las relaciones reales de la sociedad industrial moderna. Esa perspectiva completa es la que he tratado de esbozar en mi “Teoría Positiva”, y no puedo, por razones obvias, repetir la empresa en estas páginas. Deberé conformarme con comentar los puntos y dificultades particulares a los que Mr. Bostedo se refiere en su crítica.
Mr. Bostedo fundamentalmente me acusa de haber cometido tres errores: Haber hecho un uso ambiguo del término “ahorro”, haber elegido un ejemplo “no natural”, y por tanto inadmisible, para el desarrollo de mi doctrina y haber cometido un error lógico de bulto en el curso de este desarrollo.
En primer lugar, mantiene que he considerado indiferentemente dos conceptos muy distintos como “ahorro”. A veces habría designado con este término los motivos que determinan la dirección de la producción y, en este sentido, mi teoría en relación con la influencia del ahorro sobre la formación del capital, aunque seguiría siendo correcta, es en algunos casos de muy poca importancia. Sin embargo, habría empleado el término para un propósito completamente distinto, dejando de lado por tanto lo que todo el mundo entiende por “ahorro” y en este sentido usual mi teoría sería falsa.
En respuesta me gustaría simplemente insistir en que no he confundido dos conceptos de “ahorro” en mis escritos, sino que sencillamente he procurado analizar completamente un concepto y presentar al lector una visión exhaustiva del proceso del “ahorro”. Para concretar, que lo que “todo el mundo conoce como ahorro” tiene en primer lugar su lado negativo, esto es, el no consumo de una porción de nuestros ingresos o, en términos aplicables a nuestra sociedad que utiliza el dinero, el no gasto de una porción del dinero recibido anualmente. Este aspecto negativo del ahorro es que es más evidente en las conversaciones cotidianas y a menudo es el único que se tiene en cuenta, puesto que comparativamente pocas personas consideran el destino subsiguiente de las sumas de dinero ahorrado, más allá de la ventanilla de caja del banco o la compañía financiera. Pero es aquí justamente donde comienza la parte positiva del proceso del ahorro, para completarse lejos del campo de visión del ahorrador, cuya acción, sin embargo, ha dado el primer impulso a toda la actividad posterior: el banco recoge los ahorros de sus depositantes y los pone a disposición de la comunidad empresarial de una forma u otra –a través de préstamos hipotecarios, empréstitos a compañías ferroviarias y a otras compañías a cambios de los bonos que éstas emiten, alojamientos para gestores de negocios, etc.-, para su empleo en posteriores iniciativas productivas, que sin esa ayuda no podrían tener éxito o al menos no lo alcanzarían con la misma eficiencia. Si aquéllos que ahorran hubieran evitado hacerlo y, en cambio, hubieran vivido más lujosamente, esto es, hubieran comprado y consumido más o mejor comida, vinos, ropa u otros objetos de lujo, habrían estimulado su producción, a través del incremento de la demanda de estos productos; frente a ello, el resultado de ahorrar y depositar en los bancos porciones de sus ingresos, hubiera sido dar un impulso a la producción en forma de incremento en la manufactura de dispositivos productivos, en ferrocarriles, fábricas, máquinas, etc. Acerca de si tengo razón en este análisis del efecto del ahorro, se verá en relación con mi argumentación sobre la tercera de las críticas mencionadas más arriba. En este momento, sólo me gustaría insistir en que mi teoría no implica dos conceptos diferentes de ahorro, sino que el ahorro que actúa como impulso o motivo en una determinada dirección de la producción es exactamente el mismo “ahorro como se entiende comúnmente”. Simplemente dirijo la atención hacia la otra parte del proceso, hacia las consecuencias positivas del primer paso negativo, que es el no consumo.
En relación con el segundo punto, Mr. Bostedo declara que el ejemplo mediante el que yo pretendía aclarar la influencia del ahorro en la formación del capital “es un caso muy poco natural”.He supuesto, simplemente mediante un ejemplo, que “cada individuo en la comunidad consume, de media, sólo tres cuartas partes de sus ingresos y ahorra el resto”. Si Mr. Bostedo quiere decir con esta crítica que es muy improbable que en una gran comunidad cada individuo, sin excepción, ahorre de sus ingresos al mismo tiempo y en la misma proporción, sin duda tiene razón. Pero, de hecho, como indica la frase de introducción, “de media”, no otorgo importancia alguna a los detalles concretos de mi ejemplo, y si le diera, la mera improbabilidad del caso propuesto no lo invalidaría en forma alguna como ayuda en la exposición de un principio general. Más aún, me gustaría aquí aventurar la afirmación paradójica de que los buenos ejemplos que se utilizan para resolver fenómenos complejos, deben siempre implicar un grado importante de improbabilidad. Esto ocurre porque los buenos ejemplos deben se siempre simples, detallados y llamativos y deben por tanto diferenciarse significativamente de los confusos y monótonos hechos de la vida real. Creo que debería admitirse que el clásico ejemplo de Hume en el que cada persona en el país al levantarse por la mañana encuentra una pieza de oro en su bolsillo es más improbable que el que yo he utilizado, y que la misma afirmación de Mr. Bostedo, con la que concluye su crítica, “que todos los miembros de la comunidad produjeron todas sus vidas y todas sus vidas se vivieron de acuerdo con sus ingresos” es ciertamente, desde el punto de vista de las condiciones reales, no más probable que la mía.
Pero, y esto nos lleva a la tercera crítica, que ataca a la vez el más importante y más interesante punto de controversia, mi ejemplo es calificado no únicamente de “no natural”, sino de “imposible”, y la explicación que se construye a partir de él se describe simultáneamente como “confusa y contradictoria”.
Sobre la “imposibilidad” de mi ejemplo, Mr. Bostedo intenta probarla mediante el siguiente silogismo: si todos los miembros de una comunidad ahorran simultáneamente una cuarta parte de sus ingresos, reducen consecuentemente en una cuarta parte la demanda de bienes de consumo. La menor demanda lleva a los productores a restringir la producción en la misma medida. Pero si la producción decae a la vez que el consumo, entonces es evidente que no habría demanda de los ahorros; llevar a cabo el ahorro supuesto de una cuarta parte de los ingresos de la comunidad se demuestra por tanto como imposible.
Sospecho que este silogismo hará aparecer en las mentes de la mayor parte de los lectores la sospecha de que se ha probado demasiado. Si fuera verdad, no sólo el ahorro simultáneo de una cuarta parte de los ingresos de la comunidad sería imposible, sino que cualquier ahorro real sería imposible. Si cada intento de restringir el consumo debe efectivamente ocasionar una restricción inmediata y proporcional de la producción, entonces no podría producirse ningún incremento a la riqueza acumulada de la sociedad a través del ahorro. Los individuos particulares podrían ahorrar parte de sus ingresos, pero sólo a condición de que otros individuos de la misma comunidad consuman el exceso de los mismos; la sociedad como un todo nunca podría dejar aparte porciones de su ingreso social y las acumulaciones que puedan realizar ciertas naciones como Francia u Holanda como consecuencia de de su mayor porcentaje de ahorro en comparación con España o Turquía debe ser descrito, aunque pueda parecer un fenómeno universal, como una mera ilusión. Creo que Mr. Bostedo estaría realmente dispuesto a adherirse a esta opinión con todas sus consecuencias; a cualquier nivel, sus conclusiones me parece que armonizan con esta perspectiva, puesto que dice con especial énfasis que cada ahorro es sólo una transferencia de poder de compra de los ahorradores a otros miembros de la comunidad. Sin embargo, tengo más confianza en que los lectores rechazarán aceptar este análisis como correspondiente a su experiencia y que en su lugar concluirán que hay algo incorrecto con la cadena de razonamientos que nos lleva a una conclusión tan improbable.
En realidad, el fallo en el razonamiento no es difícil de encontrar. Está en que una de las premisas, la que afirma que una restricción del “consumo para disfrute inmediato” debe implicar a su vez una restricción en la producción, es errónea. La verdad es que una restricción en el consumo implica, no una restricción en la producción en general, sino sólo, a través de la acción de la ley de la oferta y la demanda, una restricción en determinadas ramas de la misma. Si como consecuencia del ahorro, se compra y consume una menor cantidad de comida de lujo, vino y encajes, se producirá posteriormente –y quiero poner énfasis en esta palabra- una menor cantidad de estos bienes. Sin embargo, no habrá una menor producción de bienes en general, puesto que la menor producción de bienes listos para su consumo inmediato puede ser y será compensada por un incremento n la producción de bines “intermedios” o de capital.
La última proposición es justamente la que Mr. Bostedo rehúsa expresamente admitir. Para defender su posición añade a su primer silogismo un segundo diseñado especialmente para probar que mi suposición es incorrecta e incluso que es inconsistente con las premisas sobre las que descansa mi propia teoría.
Su argumentación es esencialmente la siguiente: La producción es universalmente reclamada y guiada por la demanda. Esto es verdad, incluso en la producción de capital, puesto que el capital consiste, de acuerdo con mi propia teoría como se cita por Mr. Bostedo, simplemente en bienes inacabados. Éstos se demandan, no hace falta decirlo, sólo en la medida en que sean demandados los bienes acabados o de consumo que se espera que se fabriquen a partir de los mismos. Se deduce que, en un análisis final, la producción de bienes de capital es igualmente reclamada y guiada sólo por la demanda de los bienes de consumo. Ahora, si como consecuencia del ahorro universal, la demanda de bienes de consumo se reduce en una cuarta parte, no se explica cómo puede ser posible que se demanden y produzcan más bienes de capital que antes. ¿Quién tendría algún aliciente para producir una cantidad adicional de bienes inacabados cuando la demanda de bienes acabados, en lugar de ser mayor, en realidad es menor? ¿Qué tipo de productos se fabricarían a partir de la oferta incrementada de bienes inacabados? ¿Quién los va a comprar?
El razonamiento de mi honorable crítico se presenta ciertamente con un gran habilidad dialéctica. Tiene, si embargo, un punto débil. Falta algo de una de sus premisas, un sola palabra, pero muy importante. Mr Bostedo asume, y me representa igualmente sumiendo en mi ejemplo, que el ahorro significa necesariamente una restricción en la demanda de bienes de consumo. “Ha asumido”, dice, refiriéndose a mí, “que todas las personas han restringido su demanda de bienes de consumo en una cuarta parte”. Aquí ha omitido la pequeña palabra “presentes”. El hombre que ahorra restringe su demanda de bienes de consumo presentes pero, en ninguna forma, su deseo de bienes de disfrute, en general. Esta es una proposición que, bajo un título ligeramente distinto, ya ha sido discutida repetidamente y, creo, de forma concluyente en nuestra ciencia tanto por los escritores antiguos como por la literatura contemporánea. Los economistas están actualmente de acuerdo, pienso, en que la “abstinencia” referida al ahorro no es en realidad abstinencia absoluta, esto es, no supone renuncia definitiva a bienes de disfrute, sino, como acertadamente lo describe el Profesor Macvane, una mera “espera”. La persona que ahorra no desea dejar sus ahorros sin devolución, sino que requiere que le sean devueltos en algún momento futuro, normalmente con intereses incluidos, sean para él o para sus herederos. A través del ahorro no se extingue absolutamente ni siquiera una pequeña parte de a demanda de bienes., sino que, como J.B. Say demostró de manera magistral hace más de cien años en su famosa teoría de la “venta o demanda de productos” (des débouchées)[3], la demanda de bienes, el deseo de medios de disfrute, es en cualquier circunstancia humana, insaciable. Un apersona concreta puede tener bastante, o incluso demasiado, de un tipo particular de bienes en un momento concreto, pero no de los bienes en general, ni para siempre. Esta doctrina se aplica particularmente al ahorro. Porque el principal motivo para aquéllos que ahorran es precisamente proveer para su futuro o para el futuro de sus herederos. Esto no quiere decir otra cosa que desean asegurarse la obtención de los medios de satisfacción de sus futuras necesidades, mediante bienes de consumo en un momento futuro. En otras palabras, aquéllos que ahorran restringen su demanda de bienes de consumo en el presente, simplemente para incrementar proporcionalmente su demanda de bienes de consumo en el futuro.
Pero si esto es cierto, y creo que el mismo Mr. Bostedo no tiene un concepto distintos del ahorro, puesto que él mismo, hacia el final de su exposición, reconoce que aquéllos que ahorran esperan un beneficio futuro, sea para ellos o para sus herederos, por lo que éstos no “renuncian” sino que simplemente “esperan”, entonces la situación en que se produce una restricción en la producción tal y como la describe Mr. Bostedo, no existe, puesto que la demanda de bienes en general no ha disminuido. Sin embargo, es verdad que la situación puede cambiar la dirección de la producción tal y como he descrito; puesto que si se demandan menos bienes de consumo en este momento y más en el futuro y la producción va a adelantar a la demanda, ambos admitimos que las fuerzas productivas deben asumir que se fabricarán menos bienes de consumo en este momento y proporcionalmente más se pondrán en el mercado en el futuro. La manera principal de conseguir este resultado es invertir las fuerzas productivas, tierra y trabajo, en procesos más extensos o eficaces de producción o producir “productos intermedios” en una mayor cantidad, a partir de los cuales, en un momento posterior, los bienes listos para su consumo puedan ser puestos en el mercado, en otras palabras, incrementar la producción de bienes de capital.
Cuando Robinson Crusoe en su isla guarda (ahorra) un parte de las provisiones para ganar tiempo para perfeccionar sus armas de caza, con ello esperaba obtener posteriormente una mayor cantidad de provisiones, estas relaciones se aprecian claramente. Es obvio que el ahorro de Crusoe no es una renuncia, sino una simple espera, no una decisión de no consumir en absoluto, sino simplemente una decisión de no consumir todavía; que por lo tanto no hay una falta de estímulo a la producción de bienes de capital, ni de la demanda de bienes de consumo que se producirán mediante los mismos.
En una sociedad industrial compleja con una división diferenciada del trabajo, las relaciones son las mismas, aunque no son tan fáciles de entender. Una dificultad en este último caso está relacionada con el hecho de la variedad de bienes de consumo demandados y de que los periodos de tiempo en que se demandan, ya sea por el ahorrador o sus herederos, no están normalmente predeterminados. La persona que ahorra tiene en su mano, como si fuera, y creo que la opinión de Mr. Bostedo coincide muy exactamente con esta perspectiva, una orden para medios de disfrute futuros, que puede determinar a su gusto en una u otra forma de bienes de consumo, viviendas, ropa, equipamiento, vinos, etc. y que puede solicitar para una satisfacción parcial o completa cuando lo desee, o incluso puede renovarse. A partir de estas circunstancias, no puede negarse que resulta una cierta complejidad desde el punto de vista de la producción. Pero me parece que Mr. Bostedo no sólo exagera el grado de complejidad, sino que confunde completamente su naturaleza real. Aunque normalmente no es posible designar por adelantado hacia qué tipos de bienes de consumo se dirigirá la demanda de los ahorradores, Mr. Bostedo supone, sin más justificación, que esa demanda, que va a servir como estímulo y motivación para la producción posterior, no existe. Esta suposición es tan indefendible como lo sería la de un banquero que haya recibido depósitos y haya emitido a cambio certificados pagables a la vista en cualquier tipo de divisa que elija el depositante, que no tenga responsabilidades de depósito algunas, y por tanto no tenga la necesidad de hacer provisiones para redimir los certificados de depósito guardando una reserva de medios de pago. Es seguro que no sabrá en qué tipo de divisa concreto o en qué momento se reclamará el depósito, pero sí sabe que el depósito se reclamará. Exactamente de la misma manera es seguro que los que ahorran no sólo no renuncian a reclamar esos bienes en el futuro, sino que en algún momento los pedirán tanto en lo que refiere a capital como a los intereses, y que tomarán aquellos bienes que elijan en la cantidad que deseen, hasta el límite fijado por la cantidad de su reclamación, y que la producción puede y debe tener en cuenta esta demanda futura.
¿Pero cómo puede la producción tener en cuenta la demanda si no se conoce todavía hacía dónde se dirige? Esta dificultad aparece a primera vista como muy grande, pero en realidad no es importante en absoluto y en cualquier caso no es diferente ni mayor que las dificultades análogas con las que cualquier sistema de producción dependiente de la división del trabajo debe considerar más allá del fenómeno del ahorro. La dificultad no es muy importante porque, de acuerdo con la ley de las grandes cifras, las idiosincrasias y caprichos particulares hasta cierto punto se compensan entre sí. El caso de los depositantes en un banco sirve de nuevo en este caso como un buen ejemplo. Cada uno de los depositantes puede reembolsarse todo o parte de su depósito, en el momento que quiera, pero si el banquero tiene un gran número de depositantes, su experiencia le enseña que nunca todos ellos quieren recuperar sus depósitos a la vez., sino que las retiradas de dinero obedecen, más o menos perfectamente, a una regla regular y, como consecuencia de este hecho, como es bien sabido, sólo necesitan mantener como reserva de dinero disponible una pequeña proporción de los depósitos y pueden invertir el resto en su negocio. Ocurre exactamente lo mismo en el caso del ahorro. Aquí también la producción puede contar con que sólo una determinada proporción de las reclamaciones de capital e intereses se transformarán en demandas de bienes de consumo en cada periodo productivo y que se mantendrá el resto como títulos de propiedad sobre productos intermedios o bines de capital. La producción, consciente o inconscientemente, se ajusta por sí misma a la situación, cuando, como debe ocurrir en cada comunidad organizada de manera capitalista, las cosas se ordenan de forma que en cada periodo una cierta cantidad de bienes listos para su consumo salgan al mercado, mientras que una mayor existencia de bienes en forma de capital se mantiene para servir en momentos posteriores.
Pero uno puede preguntarse ¿hacia qué tipo de bienes de consumo se dirigirá la producción si no se conoce por cuáles se decidirán los ahorradores? La respuesta es muy simple: quienes dirigen la producción no lo saben mejor, pero tampoco peor, acerca de la especial demanda de los ahorradores, que lo que saben de la demanda de los consumidores en general. Un sistema de producción altamente complejo, capitalista y subdividido normalmente no espera a las solicitudes que les hagan antes de proveer, sino que tiene que anticiparse a ellas con tiempo suficiente. Su conocimiento de la cantidad, el tiempo y la dirección de la demanda de bienes de consumo no se basa en información positiva, sino que solamente puede adquirirse mediante un proceso de prueba, suposición o experimentación. Por supuesto, la producción puede cometer serios errores en esta conexión y cuando esto ocurre lo expía a través de la situación de crisis que no es familiar. Sin embargo, a menudo encuentra su camino, generando suposiciones para el futuro a partir de la experiencia del pasado, sin grandes contratiempos, aunque a veces pequeños errores se corrijan con dificultad mediante una desagradable redistribución de las fuerzas productivas mal empleadas. Estos reajustes se facilitan materialmente, como tratado de demostrar en detalle en mi “Teoría positiva”, mediante la gran movilidad de muchos productos intermedios.
Más aún, la ley de los grandes números actúa aquí otra vez como un agente de equilibrio y compensación. Es sin duda muy improbable que los ahorradores liquiden sus depósitos en exactamente los mismos bienes de consumo. Es mucho más probable que sus demandas de bienes de disfrute se dividirán entre las distintas ramas de la producción en la misma proporción que haya ya determinado la dirección de procesos productivos previos o a un ritmo que no se apartará repentina y violentamente del estándar ya establecido. El efecto compensatorio de la ley de los grandes números se refuerza posteriormente por el hecho de que la demanda de bienes de consumo que aparece por la nueva demanda de los ahorradores no está sujeta a ninguna influencia aislada, sino que se funde con las demás demandas de bienes de consumo de todas las otras clases presentes en una sociedad industrial para formar una gran demanda compuesta.
Finalmente un consideración más, cuya influencia me parece que Mr. Bostedo ha ignorado sin la más mínima justificación, y que no debe pasarse por alto. Es la eficacia incrementada que adquiere la producción como consecuencia de la prolongación del periodo de producción que es posible mediante el ahorro. Con o sin una demanda incrementándose por parte del público, cada productor individual se esfuerza por mejorar sus métodos de producción., puesto que de esta forma puede mantenerse a la cabeza de sus competidores y obtener para sí una mayor cuota de mercado. Si se ofrece ahora la oportunidad a los gestores de negocio de mejorar sus instalaciones productivas a través de la oferta de los ahorros de terceros, ninguna necesidad tendrá problema alguno en el sentido de que aquéllos no estén dispuestos a aprovechar esta oportunidad o de que la “inducción a una mayor inversión de capital”, que Mr. Bostedo no es capaz de descubrir, no se presentará. Y si la mejora técnica acaba rindiendo resultados en el sentido de una producción más eficiente o productos más baratos, tampoco necesidad alguna se verá afectada, puesto que la bajada de precios permite dirigirse a nuevos estratos de demanda, y puesto que el incremento global de la oferta de productos lleva por otro lado a un incremento proporcional de las ventas en el sentido de la famosa teoría de Say de “venta o demanda de productos”.
Es por tanto mi opinión que los fenómenos relativos al ahorro están interrelacionados. El asunto se muestra a mi perspectiva de manera distinta que a Mr. Bostedo, pero espero que no por causa de que mi visión sea menos completa o más superficial.
Me parece que Mr. Bostedo ha dejado un serio resquicio en su explicación de la formación de capital, cuando decide no tener en cuenta en absoluto el papel que juegan los ahorros en el proceso y confiar exclusivamente en la capacidad de los bienes de capital para aparecer por sí mismos tan pronto como la demanda de bienes de consumo se dirija hacia aquéllos en los cuales la producción de bienes de capital requeridos jueguen un papel útil. No tiene en cuenta el hecho de que todos los tipos de bienes de disfrute pueden ser creados mediante una enorme variedad de maneras; el grano, el producto más necesario universalmente para la vida puede producirse mediante la llamada agricultura “extensiva” en cortos periodos y con poco capital o mediante la llamada “intensiva”, de periodo largo con un correspondiente mayor capital y una persona puede viajar a lomos de una mula, en silla de manos, en carro, en automóvil o por ferrocarril. Cuando una nación adquiere el gusto por viajar, afortunadamente no puede tener la más mínima confianza en la capacidad en que las vías de tren aparezcan espontáneamente en el suelo, pero si desea construirlas con sus propios recursos debe haber ahorrado previamente las sumas necesarias de sus ingresos, y si no la ha hecho, debe llamar en su ayuda a los ahorros de otras naciones; así, sin los ahorros de ingleses y franceses, Egipto no hubiera construido jamás el Canal de Suez.


[1] Volumen XVII, Págs. 95-99.
[2] Editorial Aosta, 1998 (N. del T.)
[3] “Tratado de economía política”. Tomo 1, capítulo XV.