por Juan Ramón Rallo
Mi artículo sobre Lo que el liberalismo también es ha generado comentarios de todo tipo, algunos favorables y mucho de ellos críticos. Es normal. Las personas venimos equipadas de fábrica con el sesgo del statu quo y cualquier cambio que atente contra nuestras intuiciones morales básicas o contra nuestras tradiciones es visto, en general, con sospecha y rechazo. Voy a destacar dos críticas: desde el lado no-liberal, Pío Moa; desde el lado autodenominado liberal-conservador, Carlos López.
Pío Moa, como es lógico, rechaza todas las libertades que he propugnado: la de inmigración, (con reservas) la de eutanasia, la de prostitución, la de consumo y producción de drogas y la de maternidad subrogada; Carlos López sólo rechaza algunas (eutanasia, producción de drogas y maternidad subrogada). Como digo, es lógico: Pío Moa (creo que) no se autorreconoce como liberal y, por tanto, no le otorga un valor intrínseco a que el principio de libertad impregne, informe y limite las instituciones sociales y, muy en particular, la acción del Estado. Carlos López, en cambio, sí se autorreconoce como liberal, pero quiere tamizar su concepción de la libertad por sus juicios morales conservadores (él mismo se califica como liberal-conservador).
Dado que el debate puede alargarse ad infinitum y podemos llegar a debatir sobre las mismas bases de la filosofía moral, ya adelanto que —salvo revisable excepción ulterior— esta va a ser mi única contestación a ambas críticas. No es que considere que el debate no pueda ser fructífero y de elevado interés: simplemente carezco del tiempo que necesitaría para ello. Vamos a ello.
- Inmigración
Señala Pío Moa que el concepto de igualdad moral es anterior al liberalismo y no convalida necesariamente sus conclusiones a favor de la libertad migratoria. Si he entendido bien, el núcleo de su argumento es que de la igualdad moral de los seres humanos también participa el Estado-nación —“las naciones y las culturas y estados nacionales, con sus diferencias unos de otros, son asimismo manifestaciones de la igualdad moral de los humanos, lo mismo que la formación de asociaciones, peñas o clubs que exigen determinadas normas de pertenencia”— y por ello ese Estado-nación tiene derecho a protegerse a sí mismo y a los suyos —“el estado-nación tiene, no ya el derecho sino la obligación de impedir la libre circulación de mercancías peligrosas y dañinas, así como de capitales relacionados con ellas. Asimismo, la de proteger al país de una invasión “pacífica” de inmigrantes moralmente iguales, pero con culturas, costumbres y valores que pueden entrañar graves conflictos”—.
Debido a lo anterior, Moa se niega a admitir que quienes se oponen a la libre inmigración sean moralmente inferiores a los liberales: más bien, en coherencia les reclama a los liberales que acepten la obligación moral de acoger a los inmigrantes a sus casas: “quienes defienden la inmigración en nombre de la moral, tienen, por esa razón, obligación también moral de compartir su domicilio y su trabajo con esos inmigrantes, al menos mientras estos no encuentren otro. Y no tienen derecho a imponer su postura y que el estado-nación, es decir, los demás que no comparten sus ideas, carguen con los costes de sus propuestas”.
Ciertamente, uno puede defender la igualdad moral de los seres humanos sin, a priori, suscribir conclusiones liberales. Sin embargo, se me hace muy complicado imaginar que uno defienda coherentemente la igualdad moral de los seres humanos oponiéndose a las implicaciones políticas del liberalismo. A la postre, la igualdad moral de las personas simplemente establece que, prima facie, no podemos considerar que los fines existenciales de ninguna persona posean prevalencia moral sobre los fines de ninguna otra persona. Uno puede considerar que ello es así porque todos somos hijos de Dios o porque formamos parte de la especie humana, compuesta por agentes autónomos y autopoiéticos. Sea cual sea el fundamento último, las consecuencias son obvias: si tus fines no gozan de prevalencia moral sobre los míos (ni los míos sobre los tuyos), tú no puedes imponerme a mí tus fines (ni yo puedo imponerte a ti los tuyos). En ese sentido, y dado que ambos deberemos no ya convivir sino coexistir, necesitaremos de un conjunto de normas que permitan coordinarnos y resolver nuestras disputas imparcialmente: normas que no pueden ser ni las tuyas ni las mías (pues en tal caso tú estarías imponiéndome tus fines a través de tus normas y viceversa) sino que han de ser las de ambos. ¿Y cómo alcanzar normas comunes y universales dentro de un grupo? Sólo a través del consentimiento unánime dentro de un grupo o reconociendo la existencia de meta-normas que minimicen la interferencia de unos individuos sobre otros (o de unos grupos sobre otros).
El Estado-nación es la organización política de un grupo (el grupo que se autorreconoce a sí mismo como nación), pero es un grupo que ni ha surgido del consentimiento unánime de sus integrantes (al contrario, ha surgido de la expansión territorial vía conquista anexionista o vía alianza de las élites políticas de otros subgrupos que tampoco contaban con la unánime adscripción de sus miembros) ni, mucho menos, minimiza la interferencia de unos individuos sobre otros. A este último respecto, el propio Moa reconoce que el Estado-nación debe protegerse a sí mismo de la invasión cultural de otras comunidades: pero nótese que a quien se protege es a la legitimidad de la que se dice que emana el poder político del Estado (de la nación organizada políticamente) no a los propios individuos que están obligados a someterse a la autoridad política del Estado-nación ni, tampoco, a extranjeros que desean relacionarse con miembros díscolos del Estado-nación. En tanto en cuanto el Estado-nación no es la única forma de organización política de las sociedades (no lo es ni en cuanto a Estado, ni en cuanto a fundamentar el Estado en la nación), su mera existencia coactiva no minimiza sino que maximiza la interferencia de unos seres humanos sobre otros (nacionales que quieren dejar de serlo; extranjeros arbitrariamente excluidos del territorio) y, por tanto, es contrario a la igualdad moral de las personas. El Estado-nación no tiene nada que ver con una peña o una asociación, pues la filiación a estas últimas es voluntaria: deriva del consentimiento individual de cada miembro. La filiación al Estado-nación es coactiva y fruto de unos vínculos naturales que engendran obligaciones jurídicas no consentidas por una persona: es decir, una comunidad históricamente arbitraria se organiza políticamente para decidir que sus miembros tendrán un fuero y unas obligaciones especiales frente al resto del mundo, incluso aunque esos miembros deseen dejar de formar políticamente parte de esa comunidad.
No, no hay igualdad moral: el Estado-nación sólo reconoce la igualdad moral entre los nacionales que se sientan nacionales; el resto de personas o son extranjeros con derechos separados o son nacionales que deben someter sus fines vitales a las obligaciones superimpuestas por la mayoría.
El argumento de Moa, frecuente entre los filósofos comunitaristas (Michael Sandel, Charles Taylor o Alasdair MacIntyre), cae además en una conocida circularidad: ¿de dónde deriva la desigualdad moral entre los individuos? De la pertenencia a distintos grupos. ¿Cómo sabemos que un individuo pertenece a un grupo y no a otro sin atender a su consentimiento? Porque el individuo ha nacido imbricado en una cultura y tradición que lo convierten en miembro natural de ese grupo. ¿Y cuáles son los rasgos que definen objetivamente esa cultura o esa tradición, esto es, que la diferencian de culturas o tradiciones extranjeras? Las que se desprendan de la historia. ¿Y cuál de las posibles múltiples lecturas históricas es la correcta? La que tras un proceso de deliberación honesta termine imponiéndose a través del Estado, como forma política del grupo. Es decir, en última instancia es el grupo el que se define a sí mismo y el que obliga a los individuos que no se sienten parte del mismo a que sigan integrándolo. Es el consenso mayoritario el que se impone sobre el disenso minoritario: la desigualdad moral se justifica por la simple desigualdad moral.
Por último, el argumento de que quienes defendemos la libertad migratoria tenemos la obligación moral de compartir nuestro domicilio o nuestro empleo con los inmigrantes es incorrecto. Moa defiende la igualdad moral entre los españoles, ¿tiene la obligación de compartir su domicilio o su trabajo con todos ellos? No lo creo: lo que la igualdad moral entre las personas requiere es no tratar distinto a quienes son iguales (los seres humanos). Nada más. Si no existe una obligación positiva a compartir nuestro domicilio con españoles, tampoco la habrá con los no españoles.
Eutanasia
En este punto, Pío Moa se muestra más prudente que en el resto: sugiere que sería posible entender que no somos dueños de nuestra vida y remarca que la idea de “muerte digna” no es necesariamente liberal, sino que era compartida por nazis o comunistas. En este punto, Carlos López muestra su marcada oposición: no es lo mismo matarse a uno mismo que matar a otro con su consentimiento y no lo es porque no podemos separar nuestra concepción moral de la ideología. A su entender, tan válido y fundamentalista es caracterizar la vida humana como sagrada que hacerlo al revés.
El punto del que parten ambos pensadores es la idea de que no somos dueños de nuestra propia vida, pues ésta nos ha sido dada. Si, además, la vida nos ha sido dada por Dios, habrá que concluir que tiene un carácter sacro contra el que no podremos atentar. Desde luego, se trata de una legítima concepción metafísica de nuestra existencia pero que no todo el mundo necesariamente ha de compartir. No creo que nadie razonable y que acepte la igualdad moral entre las personas defienda la necesidad de imponerle por la fuerza unas creencias religiosas determinadas a otras personas sin creencias religiosas o con unas creencias religiosas diferentes. Por tanto, fundamentar el derecho humano en la religión es controvertido: no porque el derecho no pueda fundamentarse en la religión, sino porque no debe fundamentarse sólo en la religión (la justicia ha de ser objeto de lo que Rawls llamaba un “consenso entrecruzado amplio”, defendible desde concepciones filosóficas muy heterogéneas).
Y siendo así, el punto a dilucidar ni siquiera se refiere a si somos propietarios de nuestra vida (¿es la vida como proceso biológico un objeto apropiable? No termino de verlo), sino si una persona puede realizar acciones que pongan en riesgo —o que de facto supriman— los procesos biológicos de su cuerpo que sustentan su vida. Parece que tanto Pío Moa como Carlos López aceptan el suicidio, aunque sólo sea por la imposibilidad de sancionarlo. Pero expresan dudas (o se oponen) al suicidio asistido, que sería la eutanasia. Es Carlos López quien de manera más enérgica rechaza que nuestro consentimiento sirva para dotar de legitimidad a las acciones de otra persona que conducirán a poner fin a nuestra vida: es decir, Carlos López considera legítimo reprimir el acuerdo voluntario entre dos personas por el que una pondrá fin a la vida de la otra. Y lo hace por entender que la vida es sagrada. Sin embargo, no queda claro por qué esas dos personas, que tal como admite Carlos pueden entender legítimamente que la vida no es sagrada, tienen por qué aceptar sus incomprobables juicios morales. Especialmente, porque existen opciones más prudentes: si la vida es sagrada (si Dios es existe y es dador de la vida), quien haya cometido la eutanasia responderá ante Dios; si la vida no es sagrada (si Dios no existe y no es dador de vida), no hay argumento alguno para oponerse a la eutanasia. Además, si una persona no puede colaborar con otra en acciones que puedan conducir a la muerte de esta otra, no sólo deberíamos prohibir la eutanasia, sino las tiendas de deportes de alto riesgo, los estancos, los alimentos insalubres e incluso los concesionarios de automóviles.
A este respecto, de hecho, un comentario final: si fundamentamos la oposición a la eutanasia en la sacralidad de la vida, también deberíamos oponernos al suicidio. Es verdad que no podemos sancionar al suicida exitoso (sí a quien lo ha intentado y fracasado: y la sanción, en coherencia, debería ser la propia de un homicidio), pero sí podemos sancionar a todos aquellos que negligentemente no evitaron el suicidio. Por ejemplo, si un adolescente está deprimido y se suicida, una concepción sacra de la vida debería llevarnos a condenar a sus padres por homicidio negligente: deberían haber sido capaces de inferir el riesgo de suicidio y haber puesto los medios para evitarlo. No sé si los que rechazan la eutanasia estarían dispuestos a convalidar esta extensión lógica de sus razonamientos.
Drogas
En este campo, Pío Moa y Carlos López coinciden parcialmente: aunque, a mi entender, sólo Pío Moa está siendo coherente con su argumento de partida. Me explico: ambos autores rechazan la producción y distribución de drogas apelando al argumento de que las drogas no sólo dañan a su usuario, sino a terceros —según Moa: “El argumento contra las drogas no puede ser ese: el drogadicto no solo se daña a él, daña también a todo su entorno familiar y social. El individuo no es una isla, y lo que hace repercute inevitablemente en ese entorno”—; pero extrañamente Carlos López acepta como válido el consumo de drogas, cuando siguiendo ese argumento debería oponerse a él. En todo caso, Carlos López también aporta otro argumento para oponerse específicamente a la distribución de drogas: es una asistencia progresiva al suicidio.
Bien, comencemos con el argumento de que las drogas afectan a terceros y, por tanto, deben prohibirse. Si leyéramos el debate desde una perspectiva económica diríamos que las drogas tienen externalidades negativas y, por tanto, deben prohibirse. Así enunciado, se trata de un argumento débil.
Primero, ¿cualquier uso de las drogas afecta negativamente a terceros? No. Existen usos responsables de las drogas que no hacen que una persona caiga en la adicción extrema y que sea incapaz de llevar una vida plena. Muchas más personas de las que seríamos capaces de reconocer conviviendo con ellas toman o han tomado drogas ilegales (dejo fuera de momento las legales) y, sin embargo, ni sus familias o amigos lo saben. ¿En qué sentido este consumo de drogas daña a terceros? En ninguno. Por tanto, al menos este uso de las drogas sí debería ser permisible.
Segundo, ¿todo lo que afecta negativamente a terceros debe ser prohibido? No. Vivir en sociedad implica que todos nos vemos afectados de múltiples maneras por todos (todos somos emisores y receptores de externalidades ajenas). Prohibir toda externalidad negativa llevaría a conculcar libertades básicas (una persona que odie España puede verse muy emocionalmente afectada por algunos artículos de Pío Moa y ello no es argumento válido para censurar a Moa) e incluso llevaría a la extinción de la sociedad. Asimismo, una familia podría verse más decepcionada por el hecho de que su hijo deje sus estudios y se convierta en dependiente del McDonalds (aunque no se drogue) que porque se convierta en un filósofo habituado a fumar cannabis o en un empresario cocainómano. ¿Deberíamos prohibir el empleo en el McDonalds por el daño moral que causan a muchas familias decepcionadas? No: el punto a resolver es si una persona debe soportar una determinada externalidad negativa o no, esto es, si tienen derecho a usar la coacción para poner fin a esas externalidades. Así pues, replanteo la pregunta: ¿deben las familias soportar las externalidades negativas que se deriven de sus familiares adultos y emancipados? Sí, porque carecen de derechos sobre los planes vitales de ese familiar adulto y emancipado (en todos los sentidos: ni pueden impedirle trabajar en el McDonalds, ni mantener relaciones homosexuales, ni viajar al extranjero, ni consumir drogas). Nótese que el argumento de que “las externalidades negativas que deben prohibirse son aquellas que determine el Estado” es un argumento harto inquietante, ya que ahí dentro cabe tanto prohibir las drogas como censurar los comentarios que otros juzguen ofensivos.
Por último, ¿cabe entender la venta de drogas como un suicidio asistido a plazos? Tanto como la venta de tabaco o de alcohol… o de azúcares refinados. Como ya dije en el epígrafe anterior, defender la legitimidad de prohibir todo comportamiento consentido entre adultos por el mero hecho de que una de las partes esté poniendo en riesgo su vida a través de esa relación consentida abre la puerta a conclusiones harto inquietantes: prohibición de deportes de riesgo, prohibición de transporte por carretera, prohibición de relaciones sexuales con personas con problemas de corazón (o con ETS, sabiendo y consintiendo ambas partes acerca de esta circunstancia), prohibición de las misiones humanitarias al Tercer Mundo o en zonas de guerra, etc. Todas ellas pueden caracterizarse como asistencia al suicidio y no creo que nadie que defienda la prohibición de la distribución de drogas esté dispuesto a aceptar que debemos prohibir todas estas actividades.
Prostitución
Pío Moa emplea con respecto a la prostitución el mismo argumento que con las drogas: “La prostitución no es solo incumbencia de dos (o más) personas en una alcoba, y suele ir ligada a las drogas y diversas formas de degradación personal y social, a menudo también a enfermedades”. Así que no tiene demasiado sentido reiterar mis argumentos previos. Acaso convenga apuntalarlos: un individuo o una mayoría de individuos podría entender que la edición y lectura de las obras de Marx, de Primo de Rivera o incluso de Hayek van ligadas a la degradación personal y social, pero ello no parece constituir un argumento sólido para prohibirlas.
Gestación subrogada
Carlos López califica la gestación subrogada de “tráfico de bebés”, algo que él considera malo objetivamente y que daña a terceros. Aunque Pío Moa no explicita su argumento, también constata que no todo lo posible es bueno o aceptable. Aquí, de nuevo, nos topamos con dos tesis: 1) la maternidad subrogada es mala; 2) todo lo que es malo debe o, al menos, puede prohibirse.
Primero, no veo qué de objetivamente malo tiene la maternidad subrogada. Al contrario, no sólo no lo veo como algo malo, sino como un proceso tremendamente bueno, bello y humanamente enriquecedor. La maternidad subrogada es un método reproductivo que permite a dos padres —normalmente incapaces de tener hijos por sí solos— engendrar vida. ¿Hay algo malo en alumbrar vida? Diría que al contrario. Pero, además, engendran vida cooperando con otra persona, la cual muy generosamente presta su útero para que esos padres puedan cumplir sus sueños vitales. ¿Hay algo malo en que una persona ayude a terceros a cumplir sus sueños? Tampoco termino de verlo.
A este respecto, los argumentos empleados parecen ser dos: la gestación subrogada implica arrebatarle un hijo a su madre; la gestación subrogada se envilece cuando las gestantes cobran por sus servicios.
Primero, debemos distinguir entre dos conceptos de madre (o padre): madre genética y madre jurídica. La primera es aquella que le ha transmitido al hijo su genotipo: se trata de una filiación objetiva y científicamente determinable. La segunda se refiere a quien goza de la patria potestad sobre el niño y no necesariamente ha de coincidir con la maternidad genética: nuestras sociedades admiten, por ejemplo, que unos padres puedan adoptar a un niño con el que no guarden parentesco genético (incluido el caso en el que la fecundación se realiza con material genético obtenido de un banco de gametos). Sea como fuere, lo que no tiene ningún sentido es considerar madre (genética o jurídica) a la gestante: ésta ni le ha transmitido sus genes al bebé, ni ha adquirido en ningún momento la patria potestad sobre el mismo. Por tanto, de ninguna manera puede calificarse la gestación subrogada como tráfico de bebés: como mucho, se lo podrá calificar como tráfico de úteros. Es verdad que la gestante, precisamente por haber tenido nueve meses al bebé en su vientre, desarrolla una relación afectiva particular con él, pero esa relación afectiva no le transfiere la maternidad: las tatas o las profesoras también pasan muchas horas diarias y desarrollan relaciones afectivas especiales con los niños pero no por ello devienen madres.
Segundo, si lo que se considera degradante es que la gestante cobre por “alquilar” durante nueve meses su útero, entonces lo malo no es la maternidad subrogada en sí misma, sino la maternidad subrogada comercial (la altruista sería buena o no mala). Siendo así, habrá que buscar argumentos para oponerse a que una mujer que presta durante nueve meses su útero (con todas las molestias que ello implica) no se vea compensada por aquellos padres a los que ha auxiliado a engendrar vida (para una defensa más desarrollada de la maternidad subrogada comercial puede leerse mi artículo).
En todo caso, mis anteriores reflexiones no buscan tanto demostrar que la maternidad subrogada es objetivamente buena cuanto que no veo la rotundidad de la evidencia de que sea objetivamente mala. Más bien, me parece un asunto sobre el que caben visiones subjetivas muy plurales sobre su moralidad: y si caben esas visiones plurales, lo razonable es respetarlas y no querer imponerse sobre ellas.
Precisamente, este es el segundo error al respecto: no todo lo que consideramos malo estamos legitimados a prohibirlo. A mí me parece malo el comunismo, el falangismo, la socialdemocracia o el tradicionalismo: pero no por ello debo prohibirlos. A otros les parecerá malo el catolicismo o el judaísmo, pero no por ello están legitimados a prohibirlo. Todas las ideas y modos de vida dañan real o potencialmente a terceros (“daño moral”, como poco), pero eso no es en sí mismo argumento para usar la violencia contra ellos.
En el caso de la gestación subrogada, tres personas consienten en dar vida a una cuarta. Es obvio que esas tres personas tienen un entendimiento similar sobre la bondad del proceso. ¿Deberíamos prohibirlo en protección a la cuarta que nacerá como fruto de ese acuerdo? El argumento sería perfectamente aplicable para prohibir la maternidad tradicional: un hombre y una mujer engendran a una tercera persona que no ha consentido nacer y lo insertan en una sociedad en la que no ha aceptado vivir. ¿Prohibimos la maternidad tradicional en protección a los nasciturus? No: al bebé se le protege reconociéndole derechos frente a sus padres y frente al resto de la sociedad, permitiendo que conforme crezca y madure escoja los proyectos vitales que considera más conformes a su concepción de buena vida (incluso para volverse un crítico sobre la inmoralidad de la maternidad subrogada o de la maternidad tradicional). Nada más, pero tampoco nada menos.
Reflexiones finales
El hilo argumental compartido por Pío Moa y Carlos López es el siguiente: las acciones de ciertas personas afectan a los valores morales de terceros y, por tanto, generan un daño que el Estado debe impedir o reparar. Creo haber aportado razones suficientes por las cuales este argumento o es arbitraria y selectivamente aplicado o degenera en un totalitarismo absoluto. Los conservadores no suelen ser totalitarios y, por eso, defienden una aplicación selectiva de este criterio: el Estado debe defender mis valores. “No me gusta —me da asco— la prostitución, las drogas, la maternidad subrogada, la eutanasia o la cultura extranjera y, por tanto, el Estado debe protegerme del daño moral reprimiendo tales comportamientos”. El liberal parte de la más minimalista postura de la igualdad moral de las personas: “Si no te gusta la prostitución, las drogas, la maternidad subrogada, la eutanasia o la inmigración, no las practiques y reduce al mínimo tu contacto personal con ellas, pero no impidas que otros que no coinciden contigo sí lo practiquen”. El liberal no pretende imponerle la experimentación con las drogas a quien considera inmorales las drogas: sólo reclama respeto a quien sí considera morales las drogas.
La razón de fondo ya la hemos explicitado: el liberalismo parte de la igualdad moral de las personas y, por tanto, promueve la coexistencia pacífica entre sus heterogéneos y plurales planes vitales. A este respecto, Pío Moa replica que “la convivencia pacífica y mutuamente respetuosa no existe ni puede existir, al menos con carácter general: las relaciones humanas son inevitablemente conflictivas y generadoras de violencias de mil tipos. Y es el estado nación con sus leyes –y no buenas intenciones de paz y respeto que todo el mundo puede tener sin gasto alguno– el que procura impedir [imagino que Pío Moa quería escribir “el que procura lograr”, aunque me gusta la textualidad de la frase], sin lograrlo nunca del todo, que la convivencia sea aceptablemente pacífica y respetuosa”.
Pero así enunciado, el razonamiento no es correcto. Quien se encarga de minimizar los conflictos y de proporcionar pautas regladas para la pacífica resolución de éstos no es el Estado, es el derecho —o la justicia o la ética del respeto, llamémoslo como queramos—. Una sociedad sin derecho —sin normas jurídicas— es un entorno de violencia potencial permanente: cualquier disputa no se resuelve apelando a principios no violentos mutuamente compartidos y de carácter general, sino a la violencia que uno puede ejercer sobre todo para imponer sus intereses y preferencias. El Estado, en todo caso, podrá ser una forma política adecuada para generar normas jurídicas, pero es concebible que haya derecho sin Estado y que no haya derecho con Estado.
Así, convertir al Estado en un mecanismo institucional para que las élites dominantes (sean mayorías electorales o no) impongan normativamente sus valores morales al conjunto de la población es una forma de imponer una solución violenta a las controversias humanas: aquella norma engendrada por el Estado —por el mero hecho de haber sido engendrada por el Estado como aparato militar— es válida y ha de ser acatada por todos. Si toda la ratio de la norma es ésa —el Estado tiene el poder y el Estado manda—, entonces los mandatos estatales no se diferencian en nada de los de una mafia o de los la famosa “ley de la selva”: quien tiene el cetro dirige los ejércitos y por tanto gobierno. En ese escenario, no es que la violencia se haya minimizado socialmente, sino que se ha aplacado mediante la intimidación estructural. No hay derecho, sino ordeno y mando de unos sobre otros.
El liberalismo constata la irreductible diferencia entre las concepciones de buena vida de las personas y lejos de querer erradicar esas diferencias, sometiéndolas a una unidad orgánica o espiritual, tiene como único objetivo que convivan y coexistan. Es decir, busca aquellas condiciones sociales que permiten la convivencia universal en condiciones de simetría entre todos los seres humanos: no porque considere que esa convivencia vaya a darse en tanto el ser humano es bueno, sino al contrario: precisamente porque el ser humano puede ser malo, necesitamos unos principios que nos permitan efectuar un reproche social universal y no arbitrario contra determinados comportamientos. Y esos principios no pueden ser, sin más, “aquellos que determine la mayoría”, porque si el ser humano individualmente puede ser malo, gregariamente también puede serlo.
El conservadurismo político es un intento de organizar el imperium estatal para imponer coactivamente a los demás mi propia concepción de la buena vida. Es, en cierta medida, un reconocimiento de impotencia y de derrota: si los valores morales que predican los conservadores son universal y objetivamente buenos, no debería costarles demasiado persuadir a los demás mediante la palabra en lugar de mediante la fuerza. Pero no los persuaden a todos, en gran medida porque no existe una única forma de ser feliz y autorrealizarse. La cuestión es qué legitima a los conservadores a reprimir otras concepciones legítimas de la buena vida que no afectan ni a su concepción legítima de buena vida ni a la concepción legítima de buena vida de terceros (o, mejor dicho, sólo los afectan en la medida en que querrían impedir que una persona se comporte de un determinado modo): y no encuentro otra razón que la fuerza, esto es, la organización y la imposición de su moralidad a través de la violencia estatal. Justamente contra esa coacción arbitraria y facciosa —venga de un Estado, de una mafia o de una banda— es contra la que luchamos los liberales.
PD: Una argumentación filosófica mucho más desarrollada y contrastada con otras corrientes de pensamiento podrá encontrarse en mi próximo libro Contra la renta básica, en librerías el 19 de mayo. Quizá el título sea confuso, dado que el 80% de la obra está dedicado a la filosofía política y sólo el 20% a criticar la renta básica desde esas premisas filosóficas previas.
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