La mayor parte del debate sobre la corrupción desbocada a la que nos enfrentamos se plantea en términos de los problemas legales y morales que supone. Pero muchos ciudadanos están dispuestos a cerrar los ojos ante estos problemas si el corrupto genera aparente bienestar y puestos de trabajo. Este pacto con el diablo (“es un chorizo, pero es nuestro chorizo”) lo seguimos viendo en España, donde personas corruptas siguen ganando elecciones, y evitando dimitir, confiados en que los votantes se olvidarán de su mala conducta.
Contrariamente a esta visión tolerante, la investigación económica muestra que la corrupción tiene enormes costes económicos. Incluso olvidándonos de los problemas morales y legales que plantea, la corrupción nos cuesta bienestar. Les cuento un estudio muy relevante para España.
En una reciente conferencia internacional en el Banco de España, el joven (y prometedor) economista Enrique Moral Benito presentó un excelente trabajo de investigación (con García Santana, Pijoan-Mas y Ramos) sobre las causas de la falta de crecimiento de la productividad en España durante los años del boom. El punto de partida es la observación de que, entre 1995 y 2007, España creció muchísimo, pero cada unidad de trabajo y de capital cada vez producía menos. Es decir, crecíamos a base de añadir más trabajadores (por la participación de la mujer, y la inmigración) y más máquinas, pero no a base de que cada trabajador y cada máquina produjeran más; al contrario, producían menos cada año.
Esta prolongada caída de la productividad es un hecho insólito desde una perspectiva comparada. Y además es algo muy preocupante para el largo plazo: una vez que, dadas las realidades demográficas, España no tiene capacidad para aumentar la fuerza laboral o la participación de mujeres y emigrantes, el crecimiento económico necesario para sustentar el Estado de bienestar solo puede resultar del crecimiento de la productividad.
La explicación habitual de esta caída de la productividad es el boom de la construcción: si crecíamos a base de engordar un sector con poco crecimiento de la productividad, no es raro que la economía no experimentara aumentos de productividad. Pero el trabajo de Moral Benito y sus coautores muestra que no es así, porque esta caída se produjo dentro de cada sector productivo, en lugar de por la reasignación de recursos de un sector a otro. A medida que el boom progresaba, en cada sector las empresas que más crecían no eran, a menudo, las más productivas, sino las menos productivas. En muchos casos, las mejores empresas se quedaban al margen del crecimiento, y eran las “malas” en el sentido de las menos productivas las que aprovechaban la gran cantidad de recursos, el “dinero gratis” de la burbuja, para crecer.
Para tratar de explicar este resultado, Moral y sus coautores buscan, y rechazan, diferentes explicaciones. Solo encuentran una explicación con fuerte poder predictivo en los datos: la importancia del capitalismo de amiguetes en el sector (crony capitalism) y la incidencia de la corrupción (Bribe Payers Index). En definitiva, la única variable que explica cuánto empeora la asignación de recursos es cómo de corrupta es esta asignación.
Este análisis coincide con el que hace a veces intuitivamente el ciudadano enfadado. Es donde las empresas están protegidas de la competencia, donde predominan los enchufes, el acceso a licencias tramposas, contratos con truco y favores, donde se produce este deterioro de la asignación de recursos. Es la corrupción y el amiguismo los que llevan a que sean las malas empresas las que aprovechan la burbuja, absorbiendo el capital y el trabajo disponible, a costa de las más cautas y menos conectadas.
Pensándolo bien, estos números no deberían sorprendernos. ¿Cuánto más rica sería España si las licencias fueran a quien lo merece, si los contratos fueran al mejor, si los trabajos no se los llevara el del enchufe?
Ante magnitudes así, no vale seguir con el que “los españoles somos así” o “no tenemos remedio”. La corrupción es un problema de primer orden y tenemos que hacer lo necesario para cambiar el caldo de cultivo en el que florece, con imaginación, con valentía y con reglas que se cumplen.
Ray Fisman, profesor de la Universidad de Columbia, en Nueva York, y un gran experto mundial en el tema, sugiere en un libro que saldrá más adelante en este año que el éxito en la lucha contra la corrupción radica en la combinación de sanciones legales e incentivos económicos por un lado con el rechazo moral y social por otro.
Como argumento, cuenta el increíble e inspirador ejemplo de Antanas Mockus. Este filósofo y matemático colombiano hizo en dos cortos mandatos como alcalde de Bogotá (dos años cada uno, 1995-1997 y 2001-2003) más por acabar con la corrupción y por reforzar el imperio de la ley que la mayoría de los políticos harán en décadas.
Cuando llegó Mockus a la alcaldía, el Gobierno municipal de Bogotá estaba completamente corrompido, el crimen desbocado. Bogotá era la capital mundial del crimen, con 4.200 homicidios en 1993. ¿Cómo hacer cambiar actitudes y hacer cumplir la ley en un lugar así? Mockus empezó por un lugar sorprendente, las normas de tráfico, y de una forma sorprendente: usando mimos (sí, mimos con mallas y cara pintada de blanco) por la ciudad. Cuando un peatón cruzaba en rojo, un miembro del ejército de 400 mimos (estudiantes de teatro, la mayoría) cruzaba detrás, haciéndole burla con muecas y gestos. Cuando un conductor bloqueaba una calle, el mimo le enseñaba una tarjeta con un pulgar hacia abajo y repartía otras a los transeúntes para que le ayudaran. En unos meses, de acuerdo con Fisman, la proporción de peatones que obedecían las reglas de trafico subió del 26% al 75%.
Por supuesto, el trabajo de Mockus no fue solo de actitudes. Por ejemplo, cerró la policía de transporte público (2.000 agentes), notoriamente corrupta, e instauró un programa de recompra de pistolas en manos de particulares.
Esta combinación, cambiar reglas y cambiar actitudes, tuvo éxito también en otras áreas. Su campaña para la reducción del uso del agua incluyó tanto incentivos y precios como un vídeo de sí mismo duchándose, pero apagando la ducha para enjabonarse.
Los españoles no hemos tomado aún la decisión de acabar con la corrupción. Seguimos siendo tolerantes con los que usan sus cargos públicos para sus fines privados, sobre todo si son “de los nuestros”. Esto tiene un indudable y elevado coste en términos de bienestar. Debemos priorizar cambiar las reglas, los incentivos y las actitudes para eliminar estos comportamientos.
Luis Garicano es catedrático de Economía y Estrategia de la London School of Economics y coordinador del programa económico de Ciudadanos.
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