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miércoles, 1 de abril de 2015

¿Funcionan los mercados? Dos experimentos que muestran sus ventajas…y limitaciones

por  PEDRO REY BIEL 



Al leer los comentarios que algunos de nuestros lectores escriben en este blog, llama la atención la vehemencia con la que nos tachan de defender el funcionamiento de los mercados frente a un enfoque “más social” (sic) de la economía. “Neocons”, “ultraliberales” o “capitalistas salvajes” son algunos de los adjetivos que nos han dedicado en alguna ocasión una parte de ustedes. Menos “bonita”, de todo. Por ello, hoy voy a hablarles de dos experimentos, que realizo cada año en mis clases de Microeconomía, que muestran algunas de las bondades de los mercados, y que justifican en parte nuestra defensa de los mismos como mecanismo de asignación de recursos. A su vez, creo que discutiendo las simplificaciones necesarias para que los dos ejercicios muestren propiedades positivas, muchos de ustedes entenderán las limitaciones que los mercados tienen y por qué, en muchas ocasiones, defendemos su correcta regulación.
El objetivo del primer experimento es mostrar cómo en un mercado perfectamente competitivo el precio único al que se vende un bien coincide con el punto en que se cruzan la oferta y la demanda agregada y, por ello, provoca que los mercados se vacíen, es decir, que a ese precios todo lo que se produce, se venda. Para ello, dividimos de forma aleatoria a los alumnos de una clase entre “compradores” y “vendedores” y a todos ellos les damos un número, al que nos referiremos como “valor de reserva”. En el caso de los compradores, este número representa cuál es el mayor valor que están dispuestos a pagar por un bien ficticio, mientras que en el caso de los vendedores representa los costes de producción del mismo bien y, por tanto, el mínimo precio que estarían dispuestos a aceptar por venderlo. Dense cuenta que los valores de reserva asignados son distintos para cada uno de los participantes, lo que representa diferencias en las preferencias de los consumidores y de costes de producción en distintas empresas, y están generados de forma que podemos dibujar curvas de demanda y oferta agregada como las que mostramos en el gráfico. Por ejemplo, a un precio de 53 sólo un consumidor estará dispuesto a comprar el bien, mientras que a un precio de 53-5= 48 dos consumidores querrán comprarlo, tanto el que está dispuesto a pagar 53 y se ahorra 5 euros, como el que está dispuesto a pagar 48. Podemos continuar así hasta dibujar la demanda agregada de todos los consumidores, y hacer el mismo ejercicio, pero con una función creciente, para tener la oferta agregada. Una vez cada individuo tiene su número, les pedimos que encuentren a otra persona, si son compradores a un vendedor, y al revés, y que acuerden un precio por el que harán la transacción. Ofrecemos también un pequeño incentivo (cinco euros, una chocolatina, o unos puntos extras de clase) a aquel alumno que consiga que la diferencia entre el número asignado y el precio acordado sea máxima. Y poco más, con esto ya hemos creado un mercado y estamos dispuestos a estudiar sus resultados.
¿Cuáles son? ¿Ocurre, como en el gráfico, que todas las transacciones ocurren a un mismo precio de 28 euros y que, por tanto, sólo 9 consumidores consiguen intercambiar su bien imaginario, vaciando los mercados? Por supuesto que no, aunque tampoco nos quedamos tan lejos. Como ocurre en mercados reales, nuestro mercado tiene fricciones, que alejan los resultados de las condiciones puras de un mercado perfectamente competitivo. Los estudiantes (como los consumidores) son tímidos o perezosos y no terminan de hacer una búsqueda exhaustiva para encontrar el mejor precio de todos. También carecen de información sobre los precios que ofrecen los demás y, por último, quizá los incentivos ofrecidos en el experimento son demasiado pequeños para esforzarse en encontrar una ganga. Precisamente estas son algunas de las condiciones que nos alejan de tener mercados perfectamente competitivos fuera de las aulas: preferimos comprar a un vendedor concreto (ya sea productor nacional, o una gran cadena, o una empresa con mejor reputación) aunque el producto que vendan sea el mismo, no nos enteramos de que en otros lugares el mismo producto se vende más barato, o los pocos céntimos que nos podamos ahorrar quizá no nos motiven lo suficiente para seguir buscando.
De hecho, Vernon Smith, que recibió el Premio Nobel de Economía por su aportación a la Economía Experimental, fue quien se dio cuenta de lo importante que es que la información fluya para el perfecto funcionamiento de los mercados. Smith fue alumno de Chamberlin, quien precisamente realizaba el experimento que les he contado en sus clases sin mucho éxito. Años después, cuando Smith ya era profesor, replicó el experimento de su juventud pero utilizando una pizarra en la que en todo momento se mostraban los precios de los demás compradores y vendedores. Bajo estas condiciones, es decir, con mucha más información, la predicción de un precio de equilibrio único funcionaba, y funciona ahora en mis clases, casi perfectamente y se intercambia un número de unidades tales que se igualan la oferta y la demanda. Obviamente, esto no implica que los alumnos a los que siendo compradores les toca una valoración baja del bien (o siendo vendedores se les asigne un alto coste de producción) no se enfaden, como ustedes, por el resultado de los mercados…es decir, ¡por no ganar la chocolatina! Para encontrar justicia en el resultado de la asignación de recursos a través del mercado, los recursos deben haber sido preasignados previamente de una manera justa. Si uno, por la razón que sea, o no valora mucho un bien, o le cuesta mucho producirlo, difícilmente va a salir beneficiado del mercado. Pero esto no quita para que el mercado cumpla una de sus funciones principales: ser eficiente. Es decir, los bienes quedan al final en manos de aquellos que más los valoran. Y además, se venden a un único precio, más bajo que el valor que todo slos consumidores (menos el último que lo compra) le asignan al bien, y más alto que el coste de producción de todos los vendedores (menos el último). Es decir, los consumidores se benefician de la competencia entre consumidores que valoran el mismo bien menos que ellos, al igual que los productores se benefician de que el mismo bien sea provisto por productores con mayores costes de producción que ellos mismos.
Un segundo experimento, ilustra no el porqué las cosas valen lo que valen, sino por qué unas cosas valen más que otras, es decir, cómo se determinan los precios relativos. En el experimento doy a los estudiantes bolsitas de plástico que contienen distintas cantidades de judías pintas y judías blancas. En total, suele haber más judías blancas que rojas (dado que en mi supermercado me salen más barato comprar judías blancas). También les doy un objetivo: aquel que al acabar el experimento tenga el número más alto multiplicando el número de judías blancas y pintas que tiene, obtiene un premio. Es importante resaltar que ni siquiera les digo que tienen que intercambiar. Doy unas reglas muy básicas: nadie puede abandonar el aula y no puede haber violencia (recuerden mi anterior entrada). El simple hecho de que los alumnos se dan cuentan de que la única forma de que el producto del número de judías de uno y otro color sea alto es consiguiendo cuantas más judías en total mejor, pero también una proporción equilibrada de las mismas (ejemplo: 10×1=10, 5×6=30), hace que los que tienen pocas judías blancas busquen tener rojas, y al revés. Es decir, el gusto por la diversidad (no me gusta tener sólo de una cosa) hace que los mercados surjan espontáneamente y se de un intercambio que beneficia a todos. No sólo eso, sino que aunque al principio, por falta de información, los estudiantes no se percatan de que uno de los colores de judías escasea y por ello intercambian una judía de un color por una de otro, pronto notan que todos necesitan rojas, lo que hace subir su precio: aquellos que tienen rojas comienzan a exigir dos blancas por su roja, y luego tres… De hecho, el mercado se acaba cuando no hay posibilidad de intercambio mutuamente beneficioso para ninguna pareja de estudiantes, lo que ocurre precisamente con un precio de tres blancas por una roja. Como habrán podido prever, si me han seguido, precisamente ésta es la proporción del número total de judías blancas frente a judías pintas que pongo en total en el mercado.
Otro día les hablo de cómo surgen los mercados negros de otros bienes (cigarrillos, apuntes de clase, teléfonos de alumnos/as más atractivos o populares, judías cortadas por la mitad que parecen una entera…) en este mismo experimento. Pero hoy sólo pretendo ilustrar que la búsqueda del beneficio individual a través de los mercados consigue, al menos, una propiedad que no está garantizada con otros mecanismos de asignación como la planificación centralizada: la eficiencia. El resultado obtenido en este mercado tan abstracto (y hasta cierto punto, poco realista) es eficiente, porque nadie podría mejorar sin que empeorara otro o, lo que  es lo mismo, al nuevo precio de equilibrio, ya no hay nadie que quiera seguir intercambiando. !Ojo! porque los precios de equilibrio a los que se llegan, dependen crucialmente de quien tenga más recursos antes de abrir el mercado. No olviden que el que unos sean muy ricos y otros muy pobres puede ser totalmente eficiente si, a los precios de equilibrio, los ricos ya no quieren intercambiar con los pobres. Por tanto, si queremos que los mercados libres tengan otras propiedades, por ejemplo de carácter distributivo, deberemos imponer más condiciones. Y en eso si que una planificación centralizada de recursos es insuperable… Claro que un planificador central difícilmente pueda beneficiarse de la competencia en los mercados, tanto de consumidores como de productores, para conocer las verdaderas preferencias y valoraciones de los bienes.  Y además, ¿quién nos dice que es más realista creer en la existencia de un “Dictador Benevolente” que de un mercado perfectamente competitivo? Yo, como científico (si quieren “social”), me declaro agnóstico de ambas religiones.

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