El reciente libro de José Antonio Marina, Despertad al diplodocus: una conspiración para transformar la escuela… y todo lo demás, ha copado rápidamente no sólo las primeras planas de todos los medios de comunicación, sino también de algunos programas electorales. Sin ir más lejos, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, le ha encargado a Marina la elaboración del Libro Blanco sobre la profesión docente.
La tesis del libro
La tesis esencial del libro es que nuestro sistema educativo es un enorme diplodocus —una enorme maquinaria de recursos humanos, materiales y financieros— que está dormido y al que hay que despertar para transitar hacia una sociedad del aprendizaje donde la escuela coopere con el resto de actores educativos (la familia, la ciudad, la empresa y el Estado) en la promoción e un aprendizaje continuo de las personas.
Marina es consciente de lo controvertido y ambicioso de su proyecto. Controvertido, porque no existe unanimidad en cuáles deben ser las metas del sistema educativo; ambicioso, porque una reforma tan amplia se topa con muchas inercias e intereses creados. Para superar el primer obstáculo, el filósofo propone recurrir a lo que denomina una “ciencia de la evolución cultural”, donde se aúnen los saberes de muchas otras disciplinas para estudiar “cómo los sistemas dinámicos progresan, es decir, cómo aprenden lo que necesitan aprender”; para superar el segundo obstáculo, se propone una movilización de “conspiradores educativo”, esto es, de personas que sean conscientes de la necesidad y de las metas de este cambio educativo y se dediquen a ello desde sus muy diversos ámbitos personales.
¿Y cuáles han de ser, según Marina, las principales metas del sistema educativo? En esencia, “preparar a nuestros alumnos para estar en buenas condiciones de alcanzar su felicidad personal y de colaborar en la felicidad social”. La primera es el “sentimiento intenso de bienestar”, mientras que la segunda es “el conjunto de condiciones sociales, económicas, institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad subjetiva”, hallándose la justicia —el marco social en el que todo “podamos emprender nuestros propios proyectos de felicidad— en el centro de esa felicidad social. La felicidad subjetiva podrá alcanzarse perfeccionando el carácter de los alumnos, esto es, su inteligencia ejecutiva para ser capaces de seleccionar metas y de tomar decisiones en un contexto social donde la disponibilidad de información va a crecer de manera exponencial; la felicidad social se logra transmitiendo un marco ético beligerante contra la pobreza extrema, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo y el odio al vecino.
Como decía, los cinco motores del cambio educativo son, para Marina, la escuela, la familia, la ciudad, la empresa y el Estado. Su libro ha alcanzado una gran popularidad en esencia por sus propuestas de reforma de la escuela, ya sea internamente o en relación con los otros cuatro actores. Para el filósofo toledano, la clave para un mejor funcionamiento de los centros de enseñanza pasa por cambiar el comportamiento del profesorado y del resto del personal: mejorar la formación de los docentes (por ejemplo, a través de un MIR aplicado a la educación), modificar los procedimientos de contratación (el profesorado ha de proceder de una élite intelectual: en concreto, del tercio de mejores estudiantes), incrementar las inspecciones y las evaluaciones (para controlar su grado de cumplimiento), vincular sus remuneraciones al cumplimiento de objetivos (los mejores profesores han de cobrar más) y someter al profesorado a un consejo directivo profesionalizado que se encargue de hacerlos cooperar y trabajar en equipo para formar al alumno.
A su vez, Marina también considera imprescindible lograr una mayor implicación de las familias a la hora de coordinar la formación en el ámbito familiar y en el ámbito escolar (influyendo en la gestión de las escuelas, coordinándose con el centro o aprendiendo en la escuela a ser buenos tutores); de las ciudades en el cuidado del capital social (el conjunto de instituciones que favorecen la sociabilidad humana y que, en el campo educativo, favorecen un mejor aprendizaje del alumno: entorno escolar, seguridad, actividades extraescolares, existencia de referentes sociales, participación en servicios comunitarios, etc.); de las empresas (las cuales no sólo pueden invertir en mejorar el capital social, sino también orientar a la escuela y a la universidad a mejorar sus planes de estudio, de modo que los estudiantes se vuelvan empleables y ello redunde en su mayor felicidad subjetiva); y… del Estado. Es en este apartado donde se concentran los problemas más graves de la obra.
El papel del Estado
El quinto motor del cambio educativo promovido por Marina es el Estado, al que califica como “red de redes”. Ya de entrada, esta definición es sumamente problemática: una red de redes sería aquella donde cada nodo estuviera compuesto por una red, convirtiéndose así en la más general descripción de todas las interacciones sociales. Pero parece obvio que el Estado no es esa red de redes: el Estado es en sí mismo una red que interactúa con otros nodos (sean estos individuos, organizaciones u otras redes) y, por tanto, constituye un nodo más dentro de la verdadera red de redes (no todas las relaciones sociales dentro de una misma comunidad política guardan relación con el Estado; además, también existen relaciones internacionales que desbordan al Estado; e incuso existen relaciones entre Estados). Candidatos más naturales para convertirse en esa red de redes serían la sociedad global o, incluso, el mercado (si no limitamos su significado a interacciones estrictamente mercantiles).
Marina, sin embargo, rechaza que el mercado —el orden social espontáneo de la gran sociedad global— pueda ser el encargado de construir la sociedad del aprendizaje: “El mercado no tiene capacidad para hacerlo. Es el Estado quien debe encargarse de la tarea”. Como ejemplo de esta incapacidad del mercado, el filósofo se remite a la obra de Mariana Mazzucato para ilustrar el activo papel que ha de tener el Estado a la hora de promover la ciencia básica en áreas como la biotecnología o la informática. De hecho, basándose en Mazzucato, Marina rechaza el Estado mínimo de los liberales o el Estado planificador de los socialistas, y defiende un Estado emprendedor o un Estado gestor que se convierta en la inteligencia ejecutiva de la sociedad: un Estado dedicado a “movilizar energías, fijar metas, animar, promover, incitar, corregir, seleccionar las ideas, proyectos, ocurrencias, innovaciones promovidas por el resto de la sociedad”. La misión del Estado no es “inventar iPods, pero debe crear las condiciones para que se inventen. Debe promover la educación, financiarla, gestionarla y conseguir que las aulas sean centros privilegiados de aprendizaje”.
En suma, el Estado debe marcar las metas a las que debe tender el sistema educativo y movilizar los medios para lograrlo. Las metas educativas, como ya hemos indicado, deben ser las de aumentar las probabilidades del alumno de lograr la felicidad subjetiva (fomentar la inteligencia ejecutiva de los alumnos) y la felicidad objetiva (marco ético que promueva una “ética transcultural”). Los medios para lograrlo se traducen en un conjunto de obligaciones estatales para con la educación: obligaciones económicas (proporcionar financiación suficiente para el sistema escolar, que Marina identifica con una horquilla entre el 5% y el 5,4% del PIB); obligaciones de diseño organizativo (trazar la arquitectura escolar: años de estudio, red de centros, inspecciones, becas, etapas formativas, grado de centralización o descentralización…); obligaciones de movilización (lograr la integración y coordinación de todos los actores que influyen en la educación); y las obligaciones curriculares (fijar el currículo, establecer criterios de evaluación y aprobar mecanismos de selección del profesorado).
La contradictoria tesis de Marina
El libro de Marina va conduciendo inadvertidamente al lector desde tesis no demasiado controvertidas (la educación debe orientarse a facilitar el aprendizaje adaptativo del alumno en un mundo crecientemente complejo e interdependiente) a tesis puramente ideologizadas (el Estado debe gestionar el sistema educativo).
Marina explica en la primera parte de su libro que la sociedad del aprendizaje necesita de un sistema educativo que sea adaptable — “en entornos dinámicamente complejos, las fuerzas del cambio se presentan de improviso, por eso es esencial la capacidad de vivir en un estado de desequilibrio constante”— y expuesto a la experimentación continuada —“es necesaria una actitud más tolerante hacia la experimentación. Hay una tensión entre la necesidad de cambios radicales y la de mantener un sistema estable y que funcione para enseñar a los niños”—. Pero el sistema que propone el filósofo toledano, especialmente en lo que se refiere a la intervención estatal en la educación, no cumple ninguno de estos dos requisitos.
Por un lado, Marina asigna a los políticos la tarea de gestionar, mediante un pacto de Estado, las bases del conjunto del sistema educativo según de las metas compartidas por la sociedad; por otro, el resto de agentes sociales deberá implicarse mediante la movilización educativa para asegurarse de que el Estado está cumpliendo con su tarea y para contribuir a desarrollarla desde sus propios ámbitos personales. A este respecto, diría que el sistema propuesto por Marina ni es realista, ni es adaptable, ni favorece la experimentación continua.
Primero, el sistema no es realista. Por mucho que pudiéramos ponernos de acuerdo en unos principios educativos muy generales —la búsqueda de la felicidad subjetiva y objetiva, que es casi tanto como decir que el propósito de la educación es educar—, su plasmación hasta el nivel de concreción que le exige Marina al Estado —currículo general, ética transcultural, horarios lectivos, procesos de selección del profesorado, monto del gasto público, etc— dista mucho de constituir una meta compartida por el conjunto de la sociedad. Los principios éticos de un socialdemócrata no son los de un liberal o los de un anarquista; el monto de mis recursos o de mi tiempo que quiero dedicar a mi educación no tiene por qué ser idéntico al que quieren dedicar el resto de personas; la demanda de asignaturas impartidas, de tiempo destinado a cada una de ellas o de contenido específico que las define no tiene por qué ser idéntico para todos los alumnos (¿quiero reforzar las aptitudes matemáticas de mi hijo a costa de conocimientos históricos algo menores o al revés?). En suma, no existe una única solución óptima que quepa imponer a todo el mundo.
El gobierno no es el córtex prefrontal del conjunto de la sociedad, encargado de coordinar sus preferencias agregadas y tomar las decisiones pertinentes: la sociedad, también en materia educativa, carece de una función de preferencias sociales bien definida. Lo que en cambio sí tenemos son heterogéneas preferencias educativas particulares que, según las decisiones que adopte el gobierno, pueden verse socavadas. Por eso, los planes educativos estatales han estado sometidos en España a ciclos Condorcet según las diversas mayorías electorales: de acuerdo a la oscilante mayoría parlamentaria, las preferencias que se imponían al conjunto de la sociedad eran las de un subconjunto del electorado o la de otro subconjunto. Pero la esencia de esa imposición no cambiaría por el hecho de que pudieran alcanzarse pactos de Estado con mayorías más estables: los procesos de negociación política —entre políticos y entre políticos y burócratas educativos— no son un mecanismo para armonizar los planes educativos heterogéneos de todas las personas, o para impulsar gregariamente aquellos fines educativos comunes, sino para imponerles a unos individuos las preferencias educativas de otros individuos.
Segundo, el sistema no es adaptable con rapidez ante cambios del entorno: un sistema que es fruto de la negociación política y de la negociación burocrática es un sistema que se va a resistir al cambio siempre que éste vaya en perjuicio de políticos y burócratas. Por ejemplo, si Marina tiene razón en uno de sus pronósticos futuristas y Google Translate “va a hacer innecesario el aprendizaje de idiomas al traducir la voz en tiempo real”, ¿alguien cree que el sistema educativo que propone será veloz a la hora de prescindir (o al menos redimensionar muy considerablemente) de los profesores de inglés o francés? En absoluto: la burocracia se resistirá tanto tiempo como sea posible a ese cambio que la perjudica. Acaso el filósofo toledano crea que estas tendencias extractivas de los políticos y de la burocracia educativa podrán contrarrestarse con una movilización permanente de una sociedad que vele por sus propios intereses y no por los de políticos y burócratas: pero, dejando de lado que no existe tal interés compartido en toda la sociedad hacia el que tender como un bloque unitario, no es realista esperar una sociedad permanentemente movilizada con respecto a la correcta trasposición técnica de las últimas tendencias pedagógicas y educativas.
Tan rígido es el sistema propuesto por Marina que su reforma parece aspirar a sentar las bases del modelo educativo de todo este siglo. Su objetivo más ambicioso es el de “fomentar la adquisición de las habilidades del siglo XXI, necesarias para aumentar las posibilidades de felicidad personal y de felicidad social”. ¿Se imaginan a un filósofo a comienzos del s. XX tratando de anticipar qué habilidades serían necesarias durante toda esa centuria? Pues habría fracasado, aunque en menor medida que si intentamos hacerlo hoy (pues el propio Marina dice ser consciente de que estamos en un período de aceleración tecnológica). No necesitamos un sistema que hoy dé respuesta a las preguntas de mañana, sino que pueda encontrar la respuesta con rapidez tan pronto como esas respuestas emerjan.
Y tercero, el sistema educativo de Mariana tampoco permite la experimentación continuada para encontrar nuevos métodos educativos más eficientes. Por definición, en todas aquellas materias consensuadas por un pacto de Estado e impuestas al conjunto de la población, las posibilidades de experimentación descentralizada desaparecen. Sólo cabe que sean los políticos quienes, a través de un nuevo pacto de Estado, prueben alternativas educativas. Pero, como el propio Marina indica, un cambio continuado de esta magnitud iría en contra de la también deseable estabilidad y de los intereses de políticos y burócratas: por tanto, apenas tendrían lugar (como no lo han tenido durante las últimas décadas).
Por consiguiente, sin adaptabilidad ni capacidad de experimentación continua, el sistema se convertiría, en el mejor de los casos, en un consenso educativo fosilizado. En un escenario más realista, terminaría siendo lo que actualmente es: un campo de batalla donde coaliciones de intereses enfrentados tratan de imponerse para medrar a costa de las preferencias educativas de los demás. ¿Hay alternativa? Sí: una que conecta naturalmente con los principios expuestos por Marina en la primera parte de su libro pero que el autor descarta apresuradamente, a saber, la privatización y liberalización del sistema educativo.
Por una educación privada y libre
El mercado es una red social distribuida: una auténtica red de redes donde se producen ajustes continuados entre las preferencias educativas de los diversos nodos sin que ninguno de ellos se imponga a los demás (netocracia). Estas características hacen innecesario, en primer lugar, imponer un mismo plan educativo para el conjunto de la red: es cada nodo quien escoge su propio itinerario educativo, respetando los itinerarios escogidos por los demás. A su vez, el sistema permite un alto grado de experimentación descentralizada: basta con que un nodo pruebe por su cuenta nuevas metodologías educativas para que los restantes lo emulen si tiene éxito o eviten seguir por ese mismo camino en caso de que fracase: así es cómo, según Clayton Christensen, se producen las innovaciones disruptivas; no con macroplanes globales de los actores asentados que afecten al conjunto del sistema, sino con microexperimentaciones de partes marginales del sistema que, cuando tienen éxito, terminan extendiéndose al conjunto de la red. Y, por último, esta enorme capacidad para la experimentación descentralizada es lo que permite que, ante un cambio exógeno a la red, cada uno de los nodos se ponga a trabajar en soluciones diversas y competitivas, extendiéndose finalmente al conjunto de la red aquellas con un mayor éxito (por eso, los sistemas descentralizados son, en palabras de Taleb, sistemas “antifrágiles” capaces de reaccionar y mejorar ante los cambios).
Un sistema educativo privado y libre es uno donde los distintos centros compiten entre sí para descubrir cuál es la oferta educativa que mejor se adapta a los distintos perfiles de los alumnos. Es un sistema donde, además, las familias, las empresas o las comunidades también compiten con las escuelas si éstas son incapaces de hallar una buena solución. Y es un sistema donde no sólo se compite, sino donde todos estos agentes también cooperan para proporcionar soluciones integrales superiores. En este sistema, no es necesario planificar un currículum general: los distintos programas compiten entre sí y aquellos que se muestren mejores tienden a desplazar al resto; tampoco hace falta fijar los horarios, ya que éstos podrían adaptarse a las necesidades de las distintas familias y comunidades; tampoco es necesario unificar los métodos de selección de personal: aquel centro que seleccione mal a su personal docente tenderá a ser desplazado; y tampoco es necesario imponer un código ético intrusivo, ya que es legítimo cualquiera que sea compatible con una ética mínima del respeto a las personas.
Ciertamente, una persona con una ideología socialdemócrata podría defender algún grado de intervención estatal dentro de este sistema privado y libre: por ejemplo, proporcionar un cheque escolar para aquellas minorías con menores ingresos o certificar la ausencia de éticas totalitarias en los centros de enseñanza. El debate académico sobre este tipo de micro-intervenciones es razonable y pertinente: pero ello no justifica el salto al vacío que realiza Marina cuando, contradiciendo sus propias premisas, promueve una amplia gestión estatal de un sistema complejo y dinámico como es el educativo.
A la postre, ¿qué argumentos ofrece el filósofo toledano para rechazar una educación privada y liberalizada? Como hemos dicho, tan sólo remite a la obra de Mariana Mazzucato para demostrar que el mercado no puede encargarse de este asunto. Pero, incluso aceptando la tesis central de Mazzucato (lo cual es un “incluso” gigantesco), no queda claro en qué sentido es aplicable el argumento de la economista italiana al sistema educativo. Mazzucato sostiene que el sector privado no puede encargarse de la investigación básica por estar orientado a la búsqueda inmediata de beneficios, lo que le lleva a ser demasiado cortoplacista y a negarse a asumir tantos riesgos como son necesarios para promover productos radicalmente nuevos e innovadores. Pero, como digo, esto encaja mal con la justificación del intervencionismo estatal en la educación: la misión que Marina le atribuye al Estado no es la de asumir con nuestros hijos unos riesgos enormes en materia educativa que ninguna familia se atreve a asumir —es decir, Marina no pretende convertir a nuestros hijos en conejillos de indias para proyectos educativos altamente inciertos—; y tampoco queda claro que los políticos sean más largoplacistas que las familias, que las empresas o que los propios alumnos, sobre todo porque los retornos de la educación son suficientemente evidentes incluso para los ciudadanos de países en desarrollo (lo que hace que la educación sea, también en los países más pobres, la principal inversión de las familias).
¿Cuál es entonces el argumento de fondo contra la educación privada en el libro de Marina? No lo hay. Como decía antes, el autor traslada inadvertidamente al lector desde posiciones poco controvertidas a conclusiones muy ideologizadas: el amplio intervencionismo gerencial que Marina le asigna al Estado es una postura ideológica de Marina que los demás no tenemos por qué compartir y a la que tampoco tendríamos por qué someternos. Sobre todo cuando, además, es una postura contradictoria con los objetivos y argumentos expuestos en el resto del libro.
Conclusión
El diplodocus es un dinosaurio que se extinguió hace unos 152 millones de años, cuya inteligencia se estima de las más bajas entre los dinosaurios y con una movilidad extremadamente lenta. Hoy, ciertamente, nuestro sistema educativo hiperregulado por el Estado se parece a ese diplodocus: su tiempo ha pasado, su adaptabilidad es exasperadamente parsimoniosa y su capacidad para generar y transmitir conocimientos útiles a los alumnos es muy baja. Alguno, como Marina, atribuye estos problemas a que el diplodocus está dormido y por eso aspira a despertarlo. Yo, en cambio, observo que el diplodocus está bien despierto, pero que es una especie que ha sido sobradamente superada por otras: por eso, no debemos despertarlo, sino permitir que se extinga.
No necesitamos un sistema educativo jurásico, sino en sistema educativo moderno: no uno burocratizado, centralizado y politizado, sino otro adaptable, descentralizado y focalizado en las necesidades reales del estudiante. Extingamos el diplodocus —olvidémonos del sistema de enseñanza heredado de la revolución industrial— y empecemos a buscar en libertad cuál es el conjunto de instituciones educativas que mejor se ajustan a nuestras necesidades presentes y futuras. Para ello necesitamos libertad de asociación, desasociación, experimentación, cooperación y competencia. Un libre mercado educativo. Lo peor que podría sucedernos en este campo es que cambiáramos la fachada del edificio para que toda la estructura carcomida siguiera igual.
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