Ludwig von Mises
Al ocuparnos de los inútiles intentos de explicar las fluctuaciones cíclicas de los negocios mediante una doctrina no monetaria, debe destacarse un punto que hasta ahora ha sido inapropiadamente olvidado.
Había escuelas de pensamiento para las que el interés era meramente el precio pagado por obtener la disposición de una cantidad de dinero o sustitutivos del dinero. A partir de esta creencia deducían con bastante lógica que abolir la escasez de dinero y de sustitutivos del dinero aboliría completamente el interés y generaría gratuidad en el crédito. Sin embargo, si uno no apoya esta opinión y entiende la naturaleza del interés originario, se presenta un problema cuyo tratamiento no debe evitarse. Una oferta adicional de crédito, producida por un aumento en la cantidad de dinero o medios fiduciarios, tiene ciertamente el poder de rebajar el tipo bruto de interés del mercado. Si el interés no es simplemente un fenómeno monetario y en consecuencia no puede rebajarse permanentemente o eliminarse con ningún incremento, por muy grande que sea, en la oferta de dinero y medios fiduciarios, va contra la ciencia económica demostrar cómo se restablece por sí mismo el nivel del tipo de interés conforme al estado de los datos no monetarios del mercado. Debe explicarse qué tipo de proceso elimina la desviación de tipo de mercado inducida por el efectivo respecto del estado que es conforme con la relación de valoración de bienes presentes y futuros de la gente. Si la economía no pudiera lograrlo, admitiría implícitamente que el interés es un fenómeno monetario y podría incluso desaparecer completamente en el curso de cambios en la relación monetaria.
Para las explicaciones no monetarias del ciclo económico, lo primero es la experiencia de que hay depresiones recurrentes. Sus defensores primero no ven en su esquema de la secuencia de eventos económicos ninguna pista que pueda sugerir una interpretación satisfactoria de estos enigmáticos desórdenes. Buscan desesperadamente una respuesta provisional para parchear sus enseñanzas con una supuesta teoría del ciclo.
Es distinto con la teoría monetaria o del crédito de circulación. La teoría monetaria moderna finalmente ha clarificado todas las ideas de una supuesta neutralidad del dinero. Ha probado irrefutablemente que hay en la economía de mercado factores operativos sobre los que una doctrina ignorante de la fuerza directora del dinero no tiene nada que decir. El sistema cataláctico que incluye el conocimiento de la no neutralidad y la fuerza directora del dinero plantea las cuestiones de cómo los cambios en la relación monetaria afectan al tipo de interés, primero a corto y luego a largo plazo. El sistema sería defectuoso si no pudiera responder a estas cuestiones. Sería contradictorio si tuviera que ofrecer una respuesta que no explicara simultáneamente las fluctuaciones cíclicas de los negocios. Incluso si no hubieran existido nunca los medios fiduciarios y el crédito de circulación, la cataláctica moderna se habría visto obligada a plantear el problema referido a las relaciones entre cambios en la relación monetaria y el tipo de interés.
Ya se ha mencionado que toda explicación no monetaria del ciclo está condenada a admitir que un aumento en la cantidad de dinero y medios fiduciarios es una condición indispensable para la aparición de un auge. Es evidente que una tendencia general de los precios a aumentar que no venga causada por una caída general en la producción y en la oferta de productos puestos a la venta, no puede aparecer si la oferta de dinero (en sentido amplio) no ha aumentado. Ahora podemos ver que quienes luchan contra la explicación monetaria se ven también forzados a recurrir a la teoría que denuestan por una segunda razón. Porque esta teoría por sí sola responde a la pregunta de cómo una inyección de dinero o medios fiduciarios adicionales afecta al mercado del préstamo y al tipo de interés del mercado. Sólo a aquéllos para los que el interés es simplemente el resultado de una escasez de dinero condicionada institucionalmente pueden prescindir de un reconocimiento de la teoría del ciclo del crédito de circulación. Esto explica por qué ningún crítico ha adelantado nunca ninguna objeción sostenible contra esta teoría.
El fanatismo con el que los defensores de estas doctrinas no monetarias rechazan reconocer sus errores es, por supuesto, una muestra de partidismo político. Los marxistas han iniciado el uso de la interpretación de la crisis comercial como un mal inherente del capitalismo, como el necesario fruto de su “anarquía” de la producción. Los socialistas no marxistas y los intervencionistas no están menos deseosos de demostrar que la economía de mercado no puede evitar el retorno de las depresiones. Son los más dispuestos a atacar la teoría monetaria, pues la manipulación del dinero y el crédito y hoy el principal instrumento por el que los gobiernos anticapitalistas intentan establecer la omnipotencia del gobierno.
Los intentos de relacionar las depresiones de los negocios con las influencias cósmicas, cuya teoría mas destacable fue la de las manchas solares de William Stanley Jevons, fracasaron completamente. La economía de mercado ha funcionado de una forma bastante satisfactoria en ajustar la producción y el marketing a todas las condiciones naturales de la vida humana y su entorno. Es bastante arbitrario asumir que hay un solo factor natural (es decir, una supuesta variación rítmica en las cosechas) con la que la economía de mercado no sabe cómo enfrentarse. ¿Por qué los empresarios no conocen el hecho de las fluctuaciones de las cosechas y no ajustan las actividades de negocio de una forma tal que descuenten sus desastrosos efectos para sus planes?
Guiadas por el eslogan marxista “anarquía de la producción”, las actuales doctrinas no monetarias del ciclo explican las fluctuaciones del comercio en términos de una tendencia, supuestamente inherente a la economía capitalista, a desarrollar desproporcionadamente el volumen de las inversiones realizadas en distintos sectores de la industria. Aún así, incluso estas doctrinas de la desproporcionalidad no responden al hecho de que todo empresario desea evitar dichos errores, que deben producirle serias pérdidas financieras. La esencia de las actividades de empresarios y capitalistas es precisamente no embarcarse en proyectos que consideren no rentables. Si suponemos que prevalece una tendencia de los hombres de negocios a fracasar en este empeño, queremos decir que todos ellos son cortos de vista. Son demasiado tontos como para evitar ciertos riesgos y fallan una y otra vez en cómo conducir sus asuntos. Toda la sociedad tiene que pagar la factura de los errores de los especuladores, promotores y empresarios cabezotas.
Bueno, es evidente que los hombres son falibles y los empresarios sin duda no están libres de esta debilidad humana. Pero no deberíamos olvidar que en el mercado está operando continuamente un proceso de selección. Ahí prevalece una tendencia incesante a eliminar a los empresarios menos eficientes, es decir, a quienes fracasan en sus intentos de anticipar correctamente las demandas futuras de los consumidores. Si un grupo de empresarios fabrica productos que excedan la demanda de los consumidores y consecuentemente no puede venderlos a precios remunerativos y sufre pérdidas, otros grupos que produzcan esas cosas que el público reclama obtendrán los grandes beneficios. Algunos sectores de los negocios sufren mientras otros prosperan. No puede producirse una depresión general del comercio.
Pero los defensores de las doctrinas de las que tenemos que ocuparnos argumentando forma diferente. Suponen que no sólo toda la clase empresarial, sino toda la gente se ve golpeada por la ceguera. Como la clase empresarial no es un orden social cerrado al que se niegue el acceso a extraños, como todo hombre con iniciativa está virtualmente en situación de desafiar a quienes ya pertenecen a la clase empresarial, como la historia del capitalismo ofrece innumerables ejemplos de recién llegados sin un penique que triunfan brillantemente al iniciar la producción de bienes que de acuerdo con su propio juicio eran apropiados para satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores, la suposición de que todos los empresarios caen regularmente presa de ciertos errores implica tácitamente que prácticamente a todos los hombres les falta inteligencia. Implica que nadie que realice negocios (y nadie que considere realizar negocios si se le ofrece una oportunidad por los errores de los que ya los realizan) es suficientemente astuto como para entender el estado real del mercado.
Pero por otro lado los teóricos, quienes no son activos en el asunto y simplemente filosofan acerca de las acciones de otra gente, se consideran los suficientemente inteligentes como para descubrir las falacias que desorientan a los que hacen negocios. Estos omniscientes profesores nunca se ven engañados por los errores que nublan el juicio de todos los demás. Saben precisamente qué tiene de malo la empresa privada. Sus reclamaciones de ser investidos con poderes dictatoriales para controlar los negocios están por tanto completamente justificadas.
Los más asombros de estas doctrinas es que además implican que el empresario, en la pequeñez de su mente, se aferra obstinadamente a sus procedimientos erróneos a pesar del hecho de que los estudiosos hace tiempo que desenmascararon sus fallos. Aunque les explotaran el cara todos los libros de texto, los empresarios no pueden sino repetirse. Manifiestamente no hay medio de impedir la repetición de la depresión económica que no sea otorgar (de acuerdo con las ideas utópicas de Platón) el poder supremo a los filósofos.
Examinemos brevemente las dos variedades más populares de estas doctrinas de la desproporcionalidad.
Primero está la doctrina de los bienes duraderos. Estos bienes mantienen su servicio durante algún tiempo. Mientras dura su periodo de vida, el comprador que ha adquirido una pieza se abstiene de reemplazarla comprando otra. Así que una vez que toda la gente ha hecho sus compras, la demanda de nuevos productos decae. Los negocios van mal. Sólo es posible una recuperación si, después del paso de algún tiempo, las viejas casas, coches, neveras y similares se abandonan y sus propietarios compran otras nuevas.
Sin embargo, los empresarios en general son más previsores de lo que supone esta doctrina. Están decididos a ajustar el volumen de su producción al tamaño previsto de la demanda de los consumidores. Los panaderos tienen en cuenta el hecho de que todos los días una ama de casa necesita una nueva barra de pan y los fabricantes de ataúdes tienen en cuenta el hecho de que la venta anual no puede exceder al número de gente fallecida durante este periodo. La industria de la maquinaria calcula la “vida” media de sus productos igual que hacen sastres, zapateros, fabricantes de automóviles, radios y neveras y las empresas de construcción. Por supuesto, siempre hay promotores que, sintiéndose equivocadamente optimistas tienden a expandir excesivamente sus empresas. Siguiendo esos proyectos, quitan factores de producción a otras fábricas del mismo sector y otros sectores. Así, su sobreexpansión genera una restricción relativa de producción en otros campos. Una rama continúa expandiéndose mientras que otras encogen hasta que la falta de rentabilidad de las primeras y la rentabilidad de los segundas reordenan las condiciones. Tanto el auge precedente como el declive posterior sólo afectan a parte del negocio.
La segunda variedad de estas doctrinas de la desproporción se conoce como el principio de aceleración. Un aumento temporal en la demanda de cierto producto genera un incremento en la producción del producto afectado. Si luego la demanda vuelve a caer, las inversiones hechas por esta expansión de la producción se muestran como malas inversiones. Esto se hace especialmente pernicioso en el campo de los bienes durables de los productores.
Si la demanda de los bienes de consumo a aumenta un 10%, los negocios aumentan el equipo p necesario para su producción en un 10%. El aumento resultante en la demanda de pcuanto más trascendental sea en proporción a la demanda previa de p, más durará el servicio de una pieza de p y menor será consecuentemente la demanda previa de reemplazo de piezas desechadas de p. Si la vida de una pieza de p es de 10 años, la demanda anual de ppara reemplazos sería del 10% del stock de p previamente empleados en la industria. El aumento de un 10% de la demanda de a dobla por tanto la demanda de p y genera una expansión del 100% en el equipo r necesario para la fabricación de p. Si entonces la demanda de a deja de aumentar, el 50% de la capacidad de producción de r permanece ocioso. Si el aumento anual en la demanda de a cae del 10% al 5%, el 25% de la capacidad de producción de r no puede usarse.
El error fundamental de esta doctrina es que considera las actividades empresariales como una respuesta automáticamente ciega al estado de la demanda en el momento. Siempre que aumenta la demanda y hace a una rama de los negocios más rentable, se supone que las instalaciones de producción se expanden en proporción. Esta opinión es insostenible. Los empresarios yerran a menudo. Pagan duramente sus errores. Pero quien actuara en la forma en que describe el principio de la aceleración no sería un empresario sino un autómata inanimado. El empresario real es un especulador,[1] un hombre dispuesto a utilizar su opinión sobre la estructura futura del mercadeen operaciones de negocio que prometan beneficios. Esta comprensión anticipadora específica de las condiciones del futuro incierto desafía cualquier regla y sistematización. No puede enseñarse ni aprenderse. Si fuera de otra forma, todos podrían hacerse empresarios con la misma perspectiva de éxito.
Lo que distingue al empresario y promotor de éxito de otra gente es precisamente el hecho de que no se deja guiar por lo que había y hay, sino que ordena sus asuntos de acuerdo con su opinión respecto del futuro. Ve el pasado y el presente como el resto de la gente, pero juzga el futuro de forma distinta. En sus acciones se rige por una opinión respecto del futuro que se aparta de la que tiene la masa. El impulso de sus acciones es que valora los factores de producción y los precios futuros de los productos que pueden producir de forma distinta de otros.
Si la estructura actual de precios hace muy rentable los negocios de quienes están hoy vendiendo los artículos referidos, su producción sólo se expandirá hasta el nivel que crean los emprendedores que la constelación favorable del mercado durará lo suficiente como para hacer que rindan las nuevas inversiones. Si los empresarios no lo esperan, incluso beneficios muy altos de empresas ya operando no llevarían a una expansión. Es precisamente esta reticencia de capitalistas y empresarios a invertir en líneas que consideran no rentables lo que es violentamente criticado por gente que no entiende la operativa de la economía de mercado. Los ingenieros de mente tecnocrática reclaman que la supremacía del motivo del beneficio impide que los consumidores se vean bien suministrados con todos estos bienes que el conocimiento tecnológico podría ofrecerles. Los demagogos gritan contra la avaricia de los intentos capitalistas por preservar la escasez.
No puede desarrollarse una explicación satisfactoria de las fluctuaciones de negocio a partir del hecho de que empresas individuales o grupos de empresas juzguen mal el estado futuro del mercado y por tanto hagan malas inversiones. El objetivo de la teoría del ciclo económico son el aumento general de las actividades de negocio, la propensión a expandir la producción en todas las ramas de la industria y la consiguiente depresión general. Estos fenómenos no pueden producirse por el hecho de que los mayores beneficios en algunas ramas de los negocios generen su expansión y una correspondiente inversión desproporcionada en las industrias que fabrican el equipamiento necesario para dicha expansión.
Es un hecho bien conocido que cuanto más progrese el auge, más difícil es comprar máquinas y otro equipamiento. Las fábricas que producen estas cosas están saturadas de órdenes. Sus clientes deben esperar mucho tiempo hasta que las máquinas encargadas son enviadas. Esto demuestra claramente que las industrias de bienes de producción no son tan rápidas en la expansión de sus propias instalaciones de producción como supone el principio de aceleración.
Pero incluso si estamos dispuestos a admitir, a efectos de hipótesis, que capitalistas y empresarios se comportan en la forma en que describen las doctrinas de la desproporcionalidad, sigue siendo inexplicable cómo pueden continuar en ausencia de expansión del crédito. El esfuerzo después de esas inversiones adicionales aumenta los precios de los factores de producción complementarios y el tipo de interés en el mercado del préstamo. Estos efectos podrían torcer las tendencias expansionistas muy pronto si no hubiera expansión del crédito.
Los defensores de las doctrinas de la desproporcionalidad se refieren a ciertos eventos en el sector primario como confirmación de su afirmación relativa referente a la falta de provisión por parte de la empresa privada. Sin embargo, es intolerable demostrar características propias de una empresa en libre competencia operando en una economía de mercado apuntando a condiciones en la esfera de la agricultura pequeña y media. En muchos países, en este ámbito se eliminó institucionalmente la supremacía del mercado y los consumidores. La interferencia del gobierno pretende proteger al agricultor frente a las vicisitudes del mercado. Estos agricultores no operan en un mercado libre: se ven privilegiados y cuidados de diversas maneras. La órbita de sus actividades de producción es, por así decirlo, una reserva en la que se preservan artificialmente el atraso tecnológico, la obstinación estrecha de miras y la ineficiencia empresarial a costa de los estratos no agricultores del pueblo. Si yerran al ocuparse de sus negocios, el gobierno obliga a los consumidores, los contribuyentes y los hipotecados a pagar la factura.
Es verdad que existe el ciclo cerdo-maíz y acontecimientos similares en la producción de otros productos de granja. Pero la repetición de dichos ciclos se debe al hecho de que las sanciones que aplica el mercado contra empresarios ineficientes y torpes no afecta a gran parte de los granjeros. Estos granjeros no son responsables de sus acciones porque son los niños queridos de gobiernos y políticos. Si no lo fueran, desde hace mucho se habrían ido a la ruina y sus antiguas granjas serían gestionadas por gente más inteligente.
[1] Es notable que se use el mismo término para significar la premeditación y las consiguientes acciones de promotores y empresarios y el razonamiento puramente académico de teóricos que no genera directamente ninguna acción.
El artículo original se encuentra aquí. [Este artículo está extraído del capítulo 20 de La acción humana]
No hay comentarios:
Publicar un comentario