por Juan Ramón Rallo
Muchas veces hemos hablado de que el bien que mejor cumple las propiedades para actuar como dinero es el oro. Sin embargo, a día de hoy no pagamos el pan con monedas de oro ni tampoco podemos ir a la ventanilla del banco y reclamarle unas cuantas onzas. Simplemente no existe conexión directa entre los medios de pago que utilizamos y el metal amarillo. Pero entonces, ¿qué diantre son los euros, los dólares y las libras que llevamos en el bolsillo o que poseemos en el banco? Pues son formas de lo que tradicionalmente se ha llamado dinero fiduciario, papel moneda o dinero inconvertible.
Para empezar, conviene tener claro su origen. Prácticamente todos los papeles moneda que hemos conocido tienen una procedencia común: no comenzaron siendo papel moneda, sino promesas a entregar una determinada cantidad de metal precioso. Sólo tenemos que fijarnos en sus nombres: la libra procede de la libra de Carlomagno, que contenía (o equivalía) a una libra de plata; el franco era el nombre con el que popularmente se conocía a la libra tornesa, la moneda de plata envilecida a partir de la libra carolingia; el marco era unidad de cuenta en oro o en plata equivalente a ocho onzas de peso; el dólar era el nombre que en España se le daba a la moneda de ocho reales, equivalentes a 25,5 gramos de plata, etc.
Por supuesto, todas estas denominaciones monetarias sufrieron importantísimas redefiniciones hasta el punto de que el contenido metálico de cada moneda pasó a tener muy poco que ver con el original. Tan sólo conservaron su status de monedas nacionales con una cantidad de oro o plata cambiante con las épocas. Fue ese status de divisa nacional el que llevó a que las promesas a pagar oro o plata que creaban los bancos de emisión nacionales recibieran el nombre de su correspondiente moneda nacional. Por ejemplo, bajo el patrón oro clásico, establecido por Isaac Newton en 1717, una libra esterlina equivalía a unos 7,3 gramos de oro puro y un dólar aproximadamente 1,5 gramos.
Pues bien, en varias ocasiones a lo largo de la historia, los bancos emisores se han plantado frente a sus acreedores y les han dicho que no estaban dispuestos a pagarles sus deudas. Lo que eran promesas pagaderas en oro se convirtieron en deudas impagadas. Y eso es, ni más ni menos, el dinero fiduciario: un pasivo impagado por parte del banco central. Parece fácil, pero es importante que seamos conscientes de la trascendencia que supone pasar de utilizar como dinero un activo final como el oro (un activo que no es el pasivo de nadie más) a emplear el dinero fiduciario, un pasivo (impagado) del banco central. Y es que, si el dinero fiduciario es un pasivo, todos aquellos que acepten poseerlo le están concediendo un crédito al banco central y, por tanto, siguen siendo presas del entramado bancario. Cuando, con el patrón oro, le exigíamos a un determinado banco que nos pagara nuestros créditos en oro, nos salíamos del sistema y nos desvinculábamos de él; ahora, cuando un banco privado nos paga nuestros depósitos en papel moneda nacional, pasamos a ser acreedores del banco central, quien es muy posible que utilice el crédito que le estamos concediendo para, por ejemplo, refinanciar al banco privado de quien nos queríamos desligar.
Claro que el hecho de que el dinero fiduciario sea un pasivo impagado parece sugerir que no puede tener valor. ¿Cómo una obligación repudiada puede ser valiosa? Pues puede: que una deuda esté impagada no significa que carezca por completo de valor, sobre todo si la gente sigue pensando que puede conseguir algo endosándosela a otras personas porque, por ejemplo, continúa utilizándose como medio de pago generalmente aceptado en una economía.
Con el papel moneda esta creencia puede extenderse y perpetuarse por distintas razones: el Estado suele reclamar que le paguemos sus impuestos en dinero fiduciario (no en oro); el banco central puede ofrecer intereses muy elevados para aquellos que mantengan depósitos en forma de papel moneda en lugar de buscar refugio en el oro (la Reserva Federal tuvo que colocar los tipos de interés en el 19% cuando el precio del oro superó en 1980 los 800 dólares por onza); el banco central puede utilizar sus reservas (oro, divisas extranjeras y otros activos) para estabilizar el valor y el tipo de cambio del dinero fiduciario, e incluso puede comprometerse en sus estatutos a evitar una depreciación anual muy grande del papel moneda (los objetivos de IPC de cada banco central); si el público está habituado a efectuar sus pagos con billetes y cheques, la fuerza de la costumbre le puede llevar a seguir usándolos aun cuando no sean convertibles en oro; el Gobierno puede prohibir los intercambios, la tenencia o los contratos en oro (como sucedió en EEUU entre 1933 y 1977) e incluso en divisa extranjera; todas las deudas nacionales se suelen redenominar en papel moneda, eximiendo de su pago en oro, lo que genera una demanda adicional y automática sobre el papel moneda, etc.
En cualquier caso, merced a todo este arsenal de intervenciones, el papel moneda puede seguir siendo demandado y utilizado como medio de pago por parte de la población, lo que claramente le concede un valor: hay gente que está dispuesta a entregar su riqueza a cambio de ciertas cantidades de ese dinero fiduciario. Es más, si ese dinero fiduciario no es gestionado de una manera salvaje y aberrante por el banco central –de modo que su pérdida de valor, la inflación, sea moderada–puede incluso convertirse en un activo que integre parte del patrimonio de los agentes –justo lo que sucede con el franco suizo o la corona noruega–, lo que claramente incrementa todavía más su valor.
El encargado de gestionar el dinero fiduciario es su emisor: el banco central. La gestión se efectúa a través de lo que se conoce como política monetaria: dado que el dinero fiduciario no son más que sus pasivos impagados (ya sean billetes o depósitos a la vista en el banco central), en principio el banco central tiene la opción de emitir nueva deuda (nuevos medios de pago) para comprar temporal o definitivamente distintos activos de la economía. En general, los activos que adquirirá el banco central serán deudas de otros agentes, sobre todo del Gobierno (monetizaciones) y de la banca (refinanciaciones). Y aquí es donde existe un riesgo latente: el banco central genera nuevos medios de pago (o evita la destrucción de los medios de pago generados por la banca privada) contra unas deudas que no son más que la promesa de fabricar en el futuro bienes y servicios. Si el banco central adquiere muchas deudas ajenas que además sean a muy largo plazo o muy arriesgadas, tendremos una mayor cantidad de medios de pago que no irá acompañada por el momento (y tal vez no lo irá nunca) de bienes y servicios que adquirir con ellos. Es decir, el dinero fiduciario perderá valor (inflación) tanto con respecto a los bienes y activos internos como respecto a los dineros fiduciarios extranjeros.
Y es que el dinero fiduciario es un dinero nacional, lo que significa que en principio sólo se podrá utilizar dentro de las áreas monetarias arbitrariamente delimitadas por los políticos. Esto es algo verdaderamente absurdo por mucho que hoy lo veamos como razonable: si la división del trabajo y los intercambios tienen un carácter internacional (globalización), lo lógico sería que la contrapartida de esos intercambios (el dinero) también lo fuera. Pero no: un determinado papel moneda sólo sirve para comprar bienes o activos en una determinada zona (en España sólo pueden comprarse bienes y activos a cambio de euros, pero los euros a su vez no pueden utilizarse para comprar bienes y activos en Chile), lo que significará que los precios de los bienes y activos locales fluctuarán para el resto del mundo no sólo de acuerdo a su propio valor, sino al valor que se le dé al papel moneda nacional: si éste cae, el papel moneda nacional se depreciará frente al papel moneda extranjero, y por tanto se abaratarán los bienes y activos nacionales y se encarecerán los extranjeros (y viceversa si la divisa se aprecia).
Fijémonos, pues, en que el dinero fiduciario es un muy mal dinero. Si, según decíamos, las dos funciones básicas de todo dinero son las de ser un medio general de intercambio y un depósito de valor, el papel moneda es, por un lado, un mal medio internacional de cambio (su valor con respecto a las divisas extranjeras fluctúa continuamente por motivos ajenos a la utilidad de las mercancías foráneas) y, por otro, un pésimo depósito de valor (históricamente, los bancos centrales han comprado todo tipo de deuda pública y privada, lo que ha hundido el valor del dinero fiduciario). Pero, pese a ello, el dinero fiduciario sigue utilizándose, ¿por qué?
Bueno, la afirmación sólo es parcialmente cierta. Dado que es un mal medio internacional de cambio sujeto a manipulaciones políticas, no es infrecuente que países con gobernantes irresponsables y que realizan la mayoría de sus intercambios con otro país opten por adoptar como divisa propia la de este último (por ejemplo, Panamá o Ecuador con el dólar estadounidense). Estas naciones renuncian a su propio papel moneda porque derivan ventajas sustanciales de ello: cobran sus mercancías en la misma divisa con la que pagan sus compras internacionales (blindándose del riesgo de cambio) y, además, arrebatan a sus políticos la posibilidad de hacer barbaridades con el banco central nacional (se renuncia a la política monetaria nacional).
Pero, aun así, no son demasiados, sobre todo en el Primer Mundo, los países que han abandonado sus propios dineros fiduciarios. La razón está en que si la inflación generada por el banco central tiene su origen en la refinanciación de un crédito bancario que crece a muy elevados ritmos pero que no padece un riesgo de impago masivo, los agentes económicos tienen la opción de blindarse e incluso de lucrarse adquiriendo activos pagaderos en el propio dinero fiduciario y que, gracias al mayor crédito, se estarán revalorizando (acciones, inmuebles, materias primas, bonos). Sí, los agentes privados degradan de manera extraordinaria su liquidez (invierten su patrimonio, incluso endeudándose, en activos a muy largo plazo), pero es probable que ni siquiera sean conscientes de ello y, sobre todo, que las elevadas ganancias se lo compense.
Los problemas comienzan cuando esos mismos agentes se dan cuenta de que toda la montaña de deuda favorecida por el dinero fiduciario no puede amortizarse y rechazan poseer activos pagaderos en dinero fiduciario que, como las deudas, tengan sus flujos de caja prefijados. En tal caso, el banco central deberá adoptar una decisión: o refinancia masivamente a todos los deudores insolventes e ilíquidos o los deja caer. En el primer supuesto, tenderá a generar inflación (se creará nuevo papel moneda sin que los deudores insolventes hayan fabricado bienes que deseen ser adquiridos por sus tenedores) y en el segundo deflación (se destruirán gran cantidad de los medios de pago que la banca privada había generado sobre la base del dinero fiduciario). La magnitud de esa inflación o deflación dependerá del volumen y de la calidad de la deuda que el banco central opte por refinanciar o por dejar caer, encontrándonos en el caso extremo (insolvencia de todo un sistema sumamente apalancado incapaz de generar cantidades apreciables de nuevos bienes y servicios) con la hiperinflación (destrucción de la moneda fiduciaria salvando nominalmente el importe del crédito) o con la hiperdeflación (destrucción del crédito salvando la moneda).
En cualquier caso, debería quedar claro que el papel moneda es un pésimo dinero que sólo se ha conseguido implantar en nuestras sociedades merced a un continuo intervencionismo estatal y cuyo máximo propósito es impedir que la ciudadanía opte por mejorar su liquidez dejando de extenderle crédito a la banca, de modo que ésta pueda prolongar durante mucho más tiempo sus distorsionadoras expansiones crediticias (cuyo mayor beneficiario es, precisamente, el Estado). Pero, al ser un pésimo dinero que los individuos jamás habrían adoptado de manera espontánea, su supervivencia está diariamente en riesgo, sobre todo cuando se lo gestiona tan mal como para llevarlo al borde del colapso.
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