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«Los errores legislativos mencionados anteriormente se explican en gran medida, y su reprobación se atenúa, cuando nos remontamos a su origen. Tienen su raíz en la errónea creencia de que la sociedad es un producto fabricado, cuando en realidad es una continua evolución» Herbert Spencer
Hemos celebrado hoy el bicentenario de la Constitución española de 1812. De izquierda a derecha, las alabanzas a “la Pepa” son unánimes. Hay, en efecto, muchas cosas en la Constitución de Cádiz que son merecedoras de elogio. Como los aspectos positivos han sido sobradamente expuestos en estos días, y lo seguirán siendo en los venideros, procuraré señalar el que considero es el error fundamental que subyace a este texto constitucional, error que arrastramos hasta hoy y en el que muy pocos reparan.
Es un disparate decir que la de 1812 sea la primera Constitución de la historia de España. Fue, sí, la primera Constitución escrita, la primera ley de Constitución. La estrecha mentalidad legalista que no ve más Derecho que el Derecho escrito -cuando la mayor parte de las sociedades se han regido en la historia de la humanidad por normas no escritas- nos llevaría a aberración de decir que el Reino Unido, donde no existe Constitución escrita, no es un régimen constitucional.
En España existía una Constitución histórica, unas normas que servían de freno al poder y por las que el reino se regía efectivamente. Es cierto que el absolutismo había ido eliminando, hasta donde pudo, todos esos frenos constitucionales, pero sin haber podido hacerlo hasta tal punto que pudiera decirse que no existía en España una Constitución.
El error que subyace a la Constitución de 1812 - y a todas sus sucesoras, incluida la vigente de 1978- es la concepción de la sociedad y el Estado como productos de la voluntad humana. El Estado en su configuración actual, se piensa, existe porque la nación así lo ha querido, y lo ha plasmado en una Constitución, que es expresión de la voluntad soberana de la nación. Pero ni la sociedad ni el Estado son producto de un acto de la voluntad humana y, por ello, la legitimidad del Estado no puede fundamentarse en la voluntad del pueblo. Este error constructivista se basa en una ingenua confianza en la razón humana, a la que se atribuye la capacidad de crear civilización y diseñar las instituciones sociales.
Los artífices del texto constitucional, y marcadamente, Agustín de Argüelles, trataron de ver en la Carta Magna por ellos alumbrada una continuación de la historia constitucional de los distintos reinos de España. Estoy convencido de que lo decían desde un convencimiento sincero, y puede que, en última instancia, tuvieran algo de razón. Pero no nos engañemos, las ideas de la Constitución de 1812 son las ideas de la Revolución francesa y de la Constitución de 1791, ajenas por completo a la historia constitucional de España, hasta entonces. Qué mejor para combatir al francés que sus propias ideas.
Existen, grosso modo,dos tradiciones del liberalismo. La primera, que podemos denominar racionalista-constructivista, gusta de las abstracciones, desprecia toda tradición y pretende reedificar la sociedad y el Estado more geometrico. Esta es la corriente que, con el paso de los años, ha dado lugar al socialismo. La segunda corriente es la que podemos llamar empírico-conservadora, que descree de toda abstracción y afirma el valor de la tradición como engendradora de libertad. Es la corriente en la que podemos incluir a Burke, Hume o Hayek, y que predomina en los países de habla inglesa. La Pepa ha de ser incluida en esa primera corriente del liberalismo, pues como ya se ha expuesto, lo que hicieron los diputados de Cádiz fue importar ideas francesas y, especialmente, el concepto de soberanía nacional.
No sería justo, empero, decir que todos los liberales en España estuviesen dispuestos a caer en la falacia constructivista. Gaspar Melchor de Jovellanos, muerto en 1811, y que contaría con buen número de seguidores entre los constituyentes, refutaba de modo harto elocuente los argumentos de quienes pretendían dar a España una nueva Constitución:
«Oigo hablar mucho de hacer en las mismas Cortes una nueva Constitución y aun de ejecutarla, y en esto sí que, a mi juicio, habría mucho inconveniente y peligro. ¿Por ventura no tiene España su Constitución? Tiénela, sin duda; porque, ¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y los medios saludables de preservar unos y otros? ¿Y quién duda que España tiene estas leyes y las conoce? ¿Hay algunas que el despotismo haya atacado y destruido? Restablézcanse. ¿Falta alguna medida saludable para asegurar la observancia de todas? Establézcase. Nuestra Constitución entonces, se hallará hecha y merecerá ser envidiada por todos los pueblos de la Tierra que amen el orden, el sosiego público y la libertad, que no puede existir sin ellos»
Las ideas de Jovellanos iban, sin duda, por el buen camino, pero optaron los diputados por la vía contraria. Por ello, a pesar de los indudables méritos de los primeros liberales de nuestra historia, quizás sea bueno replantearnos los elogios, y preguntarnos si la Constitución de 1812 y las ideas que representa no habrán hecho más mal que bien a la genuina causa de la libertad.
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