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sábado, 21 de noviembre de 2015

¿Oprimen los ricos a los pobres?



 

Antes de responder a esta pregunta es necesario poner de relieve el rasgo distintivo del capitalismo, frente al de una sociedad de estatus.
Es bastante habitual comparar a los empresarios y a los capitalistas de la economía de mercado con los aristócratas de la sociedad estatutaria. La base de la comparación es la riqueza relativa de los dos grupos frente a las condiciones relativamente limitadas del resto de sus semejantes. Sin embargo, al recurrir a la metáfora, uno no se da cuenta de la diferencia fundamental entre la riqueza de la aristocracia y la riqueza “burguesa” o capitalista.
La riqueza de un aristócrata no es un fenómeno de mercado, ya que no se origina en el suministro de los consumidores y no pueden ser retirada ni afectada por cualquier acción por parte del público. Se deriva de la conquista o de la generosidad por parte de un conquistador. Puede llegar a su fin a través de la revocación por parte del donante o de un desalojo violento por parte de otro conquistador, o puede ser disipada por la extravagancia. El señor feudal no sirve a los consumidores y es inmune al descontento del populacho.
Los empresarios y capitalistas deben su riqueza a las personas que frecuentan sus negocios. Perderán, inevitablemente, tan pronto como otros hombres provean un servicio mejor y más barato a los consumidores.
No es el objetivo de este ensayo describir las condiciones históricas que provocaron las instituciones de la casta y el estatus, de la subdivisión de los pueblos en grupos hereditarios con diferentes rangos, derechos, demandas y privilegios o discapacidades legalmente santificados. Lo único que es de suma importancia para nosotros es el hecho de que la preservación de estas instituciones feudales era incompatible con el sistema del capitalismo. Su abolición y el establecimiento del principio de igualdad ante la ley eliminaron las barreras que impedían que la humanidad disfrutara de todos los beneficios que el sistema de propiedad privada de los medios de producción y de empresa privada hace posible.
En una sociedad basada en el rango, el estatus, o la casta, la posición de un individuo en la vida es fija. Ha nacido en una determinada posición, y su lugar en la sociedad está rígidamente determinado por las leyes y costumbres que asignan a cada miembro su rango definido, privilegios y obligaciones o discapacidades definitivas. Excepcionalmente en algunos casos raros de buena o mala suerte se eleva un individuo a un rango más alto o se degrada a un rango inferior.
Pero por regla general, las condiciones de los miembros individuales de un determinado orden o rango pueden mejorar o empeorar sólo con un cambio en las condiciones de todos los miembros. El individuo no es ante todo un ciudadano de una nación, es un miembro de una casta (Stand, état) y sólo indirectamente, como tal, integrado en el cuerpo de su nación. Al entrar en contacto con un compatriota que pertenece a otra categoría, no siente ninguna comunidad. Él sólo percibe el abismo que lo separa de la condición del otro.
Esta diversidad se refleja en la lingüística, así como en los usos de sastrería. Bajo el antiguo régimen, los aristócratas europeos hablaban preferentemente francés. El tercer estado utilizaba la lengua vernácula, mientras que los niveles más bajos de la población urbana y los campesinos se aferraban a los dialectos locales, jergas y argots, que a menudo resultaban incomprensibles para los educados. Los diferentes rangos vestían de manera diferente. Nadie podía dejar de reconocer el rango de un extraño al que acertaba a ver en alguna parte.
La principal crítica contra el principio de igualdad ante la ley por los elogiadores de los buenos viejos tiempos es que ha abolido los privilegios del rango y la dignidad. Éste, dicen, ha “atomizado” la sociedad, disuelto sus subdivisiones “orgánicas” en masas “amorfas”. La “mayoría” es suprema, y su materialismo ha reemplazado las nobles normas de los siglos pasados. El dinero es rey. Personas bastante inútiles disfrutan de la riqueza y la abundancia, mientras que gente meritoria y digna se va con las manos vacías.
Esta crítica tácitamente implica que los aristócratas del antiguo régimen se distinguían por su virtud y debían su rango y sus ingresos a su superioridad moral y cultural. No es necesario desenmascarar esta fábula. Sin expresar ningún juicio de valor, el historiador no puede dejar de destacar que la alta aristocracia de los principales países europeos era descendiente de aquellos soldados, cortesanos y cortesanas que, en las luchas religiosas y constitucionales de los siglos 16 y 17, se habían aliado inteligentemente con el partido que mantuvo la victoria en sus respectivos países.
Mientras que los enemigos del capitalismo, conservadores y “progresistas”, no están de acuerdo con lo que se refiere a la evaluación de las antiguas normas, acuerdan totalmente en la condena de las normas de la sociedad capitalista. Como ellos lo ven, no son aquellos que merecen recibir de sus semejantes los que adquieren riqueza y prestigio, sino personas frívolas e indignas. Ambos grupos pretenden tener como objetivo la sustitución de los métodos manifiestamente injustos que prevalecían bajo el laissez-faire por los métodos más justos de la “distribución”.
Ahora bien, nadie ha sostenido jamás que en el capitalismo sin trabas vaya mejor a los que, desde el punto de vista de las normas eternas de valor, deberían ser preferidos. Lo que la democracia capitalista del mercado trae consigo no es premiar a las personas de acuerdo a su “verdaderos” méritos, valor inherente y eminencia moral.
Lo que hace a un hombre más o menos próspero no es la evaluación de su contribución desde cualquier principio “absoluto” de justicia, sino la evaluación por parte de sus semejantes que aplican exclusivamente el criterio de sus propios deseos y objetivos personales. Es precisamente esto lo que el sistema democrático de mercado significa. Los consumidores son supremos -es decir, soberanos. Ellos quieren ser satisfechos.
A millones de personas les gusta beber Pinkapinka, una bebida preparada por la Compañía mundial de Pinkapinka. A millones de personas les gustan las historias de detectives, las películas de misterio, los periódicos sensacionalistas, las corridas de toros, el boxeo, el whisky, los cigarrillos y la goma de mascar. Millones votan por gobiernos ansiosos por armar y costear la guerra. Por lo tanto, los empresarios que proporcionan la mejor y más barata de todas las cosas necesarias para la satisfacción de estas necesidades tienen éxito en hacerse ricos.
Lo que cuenta en el marco de la economía de mercado no son los juicios de valor académico, sino las valoraciones de hecho que se manifiestan por la gente de comprar o no comprar.
Al gruñón que se queja de la falta de equidad del sistema de mercado sólo se le puede dar un consejo: que si desea adquirir riqueza, trate de satisfacer al público ofreciéndoles algo que sea más barato o que ellos quieran más. Trate de reemplazar Pinkapinka mediante la mezcla de otra bebida. La igualdad ante la ley le da el poder para desafiar a todos los millonarios. En un mercado no saboteado por las restricciones impuestas por el gobierno es exclusivamente culpa suya si no supera al rey del chocolate, a la estrella de cine y al campeón de boxeo.
Pero si usted prefiere respecto de las riquezas que tal vez pueda adquirir en la participación en el comercio de ropa o en el boxeo profesional, la satisfacción que pueda derivarse de escribir poesía o filosofía, usted es libre de hacerlo. Entonces, por supuesto, no hará tanto dinero como los que sirven a la mayoría. Pues tal es la ley de la democracia económica del mercado.
Aquellos que satisfacen las necesidades de un menor número de personas recogen menos votos -dólares- que aquellos que satisfacen las necesidades de más personas. En hacer dinero la estrella de cine sobrepasa el filósofo; los fabricantes de Pinkapinka superan el compositor de sinfonías.
Es importante tener en cuenta que la oportunidad de competir por los premios que la sociedad tiene que dispensar es una institución social. No se puede eliminar o reducir las desventajas innatas con que la naturaleza ha discriminado a muchas personas. No se puede cambiar el hecho de que muchos nazcan enfermos o se queden inválidos posteriormente en su vida. El equipo biológico del hombre limita rígidamente el campo en el que puede servir.
La clase de los que tienen la capacidad de pensar sus propios pensamientos está separada por un abismo insalvable de la clase de aquellos que no pueden.
Traducido del inglés por Celia Cobo-Losey R. El artículo original se encuentra aquí.

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