Pedro Schwartz es Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de Madrid y Profesor de Economía de la Universidad San Pablo CEU.
El mundo liberal se caracteriza por la confusión de escuelas o ‘tribus’, como dice el título del recién publicado libro de María Blanco. La autora pasa a describir con amplia visión el abigarrado mundo de los liberales y acoge maternalmente en su seno a cuantos nos declaramos amigos de la libertad. Por ello, pronto abandona el intento de clasificarnos tribalmente por el nombre de nuestros dioses particulares.
Como profesora que es de Historia del Pensamiento Económico, sabe percibir la armonía bajo la aparente cacofonía de voces liberales provenientes de tiempos y lugares distintos. La imagen que usa y dibuja en portada para explicar quienes somos los liberales es la de un árbol —un acierto, pues hubo un tiempo en que los enemigos del orden establecido plantaban árboles de la libertad en la plaza de sus pueblos—. Ese árbol hunde sus raíces en la obra de pensadores de remotos siglos, como son los escolásticos de la Universidad de Salamanca en el XVI, o tiempos más cercanos, cual los moralistas escoceses del siglo XVIII, en especial Adam Smith. El tronco de dicho árbol lo constituyen los grandes clásicos del diecinueve, como Ricardo al hablar de comercio, Say de macroeconomía o Menger del valor. Las ramas que surgen de ese tronco en el siglo XX se extienden en tres direcciones: la de los pensadores, como Mises, Hayek o Friedman; la de los políticos, verbigracia Reagan, Thatcher o Pavel; y la de los think tanks prácticos, cual el Instituto de Asuntos Económicos de Londres o la Fundación Atlas de EE.UU.
Digo a sabiendas lo de “acoger maternalmente”. Una gran sorpresa del libro es que busca explicar el liberalismo desde un punto de vista femenino, es decir, nacido de la vida práctica a la teoría, no al revés. Primero, dice que los hombres liberales somos pesadísimos por doctrinarios, lo cual es muy cierto. Luego, sostiene que las mujeres son más inclusivas, hasta el punto de mostrar una mayor inclinación a ser socialistas, lo que se refleja en la generosa actitud de Blanco hacia los liberalismos discordes.
Por fin, da muestras de una fresca espontaneidad, que al principio produce la impresión de desorden pero luego trasluce un profundo vitalismo. Todo ello tomará a más de uno con el pie cambiado: no sólo a quien esto escribe, sino a las feministas oficiales de ordeno y mando, como puede verse en el jugoso intercambio de la autora con la Jefe de Comunicación del Instituto de la Mujer en la etapa de Zapatero (páginas 82 y 83).
No me convence del todo ese contraste entre liberales masculinos y femeninas. Los creadores de la doctrina liberal han sido hombres en su mayoría pero no en su totalidad: me viene a la mente toda una cohorte de valientes mujeres, desde Mary Wollstonecraft Shelley, la escritora de Frankenstein (1818), hasta Deirdre McCloskey, con su trilogía sobre virtudes burguesas (2006-2014). Blanco no es una liberal femenina, sino una liberal posmoderna que se mueve como pez en el agua en el nuevo mundo de las redes sociales, con su constante comunicación de pensamientos a vuelapluma y experiencias a vuelapié.
Sólido armazón
No confundamos, sin embargo. El libro está montado sobre un sólido armazón doctrinal que permite contener el asalto de quienes condenan los liberales al infierno de los enemigos de la Humanidad. Vean el capítulo IV, Liberales en el Hades. Ahí está la lista de todas las calumnias: el liberalismo es un sistema para ricos y los ricos son malos; el liberalismo es insolidario y genera discriminación y corrupción; el liberalismo trae paro, infratrabajo, explotación infantil; fomenta la especulación, atenta contra el medio ambiente, socava la bases de la moral, hunde los países pobres en la miseria, acaba con la soberanía de las naciones democráticas. Mis lectores reconocerán la cantinela. Evitar el sectarismo no implica, pues, quitar importancia a la discusión teórica. Nada de excomuniones pero luego mucha conversación. No es que me disguste el liberalismo blando de tantos ultratolerantes, sino que temo que la idea liberal corra peligro de diluirse como azucarillo en empalagosa bebida. Es indispensable una teoría económica científica para que perdamos el miedo a que, sin la tutela del Estado, la sociedad liberal caiga en la disolución y el desastre. Por desgracia, los economistas académicos, desde Mill y Pigou hasta Keynes y Galbraith, llevan siglo y medio denunciando un número creciente de defectos del mercado.
También reconocerán la lista. La competencia deriva en monopolio. Los individuos no son racionales. Proliferan los “efectos externos”, tanto excesivos, cual el cambio climático, como defectivos, como la insuficiencia de la investigación científica privada. Sin apoyo del Estado, nadie educaría a la juventud. Un país carente de leyes laborales acabaría en la explotación de los trabajadores. Los bancos centrales deben contrarrestar el ciclo económico imprimiendo dinero… para qué seguir. La erosión de la buena teoría económica comenzó a detenerse gracias al esfuerzo de economistas como Hayek, Friedman, Coase o Buchanan. Sostengo, pues, que sin la refundación neoliberal iniciada por estos buenos economistas acabarán desapareciendo las libertades.
Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 27 de octubre de 2014.
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