por Juan Ramón Rallo
El presente ensayo también se halla disponible en formato electrónico.
Uno de los libros que mayor popularidad está cosechando en los últimos meses es “La Economía del Bien Común”, de Christian Felber (2012). Su marketing se ha visto impulsado por dos elementos: uno, su título buenista (¿quién puede oponerse a algo que se denomina “la Economía del Bien Común”?); dos, que propone una “regeneración económica” de un sistema que, en efecto, tiene enormes defectos. Muchos de quienes se suman a esta nueva ola de la Economía del Bien Común (EBC) buscan ciertamente impulsar una reforma radical del sistema que esté orientada a favorecer al mayor número de personas: constatan los problemas del entorno actual y promueven cambios que nos beneficien a todos. Lógico.
Sucede, sin embargo, que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Buscando hacer el bien podemos, en ocasiones, causar un mal mucho mayor al que pretendíamos enmendar. Es más, los hay que incluso puede emplear el envoltorio de las buenas intenciones para confundir al lector y hacer que se sume a un programa político auténticamente pauperizador para el conjunto de los individuos. Así sucede con la EBC: bien o mal intencionada (irrelevante para el debate de fondo), su programa supone una frontal amenaza para la libertad y la prosperidad de aquellos países que deseen imponérsela a sus ciudadanos. Esto es, justamente, lo que vamos a intentar probar a lo largo de este ensayo.
El esquivo concepto de “bien común”
Ya de entrada el propósito de la EBC es problemático: aspira a conseguir el bien común de todos los ciudadanos. Pero, ¿cómo definimos bien común? Desde luego no es una tarea sencilla. Primero, porque no todos tenemos el mismo concepto de bien: ni todos alcanzamos la felicidad del mismo modo, ni, sobre todo, tenemos una opinión idéntica sobre cómo nos gustaría que se comportaran los demás. Hay personas que valoran más la libertad, otros la igualdad; algunos más el individualismo, otros el comunitarismo; algunos conceden una importancia cardinal al medio ambiente, otros escasa; algunos son muy religiosos, otros ateos; los hay austeros, otros muy manirrotos; los hay largoplacistas, otros muy cortoplacistas; a algunos les gusta el deporte, otros lo detestan; algunos querrían prohibir la telebasura por denigrante y corruptora, a otros les encanta, etc.
Segundo, porque, aun cuando todos tuviéramos una misma opinión sobre cuáles son los valores primordiales, a buen seguro no todos coincidiríamos en su importancia relativa. Por ejemplo, todas las personas de una comunidad podrían llegar a coincidir en que la preservación del medio ambiente y la libertad de expresión son dos valores esenciales. Pero, ¿coincidirán todos ellos en su importancia relativa? Un ecologista radical, por ejemplo, podría oponerse a la poda de un árbol aun cuando tuviera el propósito de extraer el papel con el que confeccionar una tirada de periódicos, mientras que otra persona puede anteponer la edición del rotativo a la poda del árbol. Dado que la Economía se ocupa de estudiar el uso de recursos escasos entre fines competitivos, esta no homogeneidad de la definición de bien como consecuencia de la distinta importancia relativa de los valores adquiere una relevancia básica: ¿puede haber una Economía basada en un indeterminado bien común?
No, en realidad, cuando se habla de EBC se está hablando del bien “según la mayoría”. Es decir, que un conjunto mayoritario de personas imponga al resto su visión particular del “bien común”. Pero, en tal caso, subordinamos la idea de bien de la minoría a los deseos de la mayoría: lejos de alcanzar un bien universal común, nos quedamos con que la mayoría instrumentaliza a la minoría para alcanzar aquellos fines que considera “buenos” o “superiores”.
Los habrá que consideren que este resultado es inevitable, que en todo orden social algunos fines se han de imponer sobre todos y que, por tanto, lo lógico es que sea la mayoría la que medre sobre la minoría. Empero hay otra posibilidad: ¿qué sucedería si definiéramos el bien común como un marco normativo muy general donde todo el mundo tuviera la posibilidad de tratar de satisfacer sus fines en cooperación de los demás? El bien común, lejos de imponer a todo el mundo unos objetivos precisos y particulares, sería el conjunto de condiciones que permitirían que los fines particulares emergieran, interactuaran, se complementaran y colaboraran entre sí: no se trata de que nos den a todos el menú de objetivos vitales inflexiblemente tasado, sino que nos permitan ir creándolo y descubriéndolo por nuestra cuenta y con la ayuda voluntaria de los demás (nada de esto supone asumir que el ser humano siempre sabe lo que le conviene en tanto es completamente racional; basta con admitir que necesita ir probando y equivocándose para aprender a tratar de ser feliz). En este sentido, el Nobel Friedrich Hayek distinguía en Derecho, legislación y libertad (1973) entre dos tipos de órdenes sociales: los nomocráticos (donde la sociedad como sociedad carecen de otro fin salvo el de permitir a los distintos individuos y agrupaciones de individuos que persigan pacíficamente los suyos propios) y los teleocráticos (donde la sociedad les imponía ciertos fines vitales al resto de individuos). Los primeros eran las “sociedades abiertas” y los segundos las sociedades despóticas.
El mercado libre es un ejemplo paradigmático de orden nomocrático: todos pueden intentar alcanzar sus fines cooperando con el resto de individuos de manera voluntaria. La Economía del Bien Común, por el contrario, sería una organización teleocrática: la mayoría le impondría a la minoría por la fuerza los fines hacia los que debería dirigirse. Querría pensar que resulta evidente por qué los órdenes nomocráticos son mucho más respetuosos con el “bien común” que unas organizaciones teleocráticas que lo subvierten en aras de un mal entendido y peor definido “bien de la mayoría”. Sin embargo, atendiendo a la descripción que realiza Felber de la naturaleza y del funcionamiento de los mercados libres, uno puede llegar a entender por qué la gente que haya leído el libro los deteste como si de una plaga bíblica se trataran, por mucho que en realidad sean órdenes nomocráticos.
La Economía del Bien Común no entiende el libre mercado
Felber describe la economía de libre mercado como “un sistema con normas que potencian la búsqueda de beneficios y la competencia. Estas pautas incentivan el egoísmo, la codicia, la avaricia, la envidia, la falta de consideración y de responsabilidad”. A su juicio, el punto de partida de toda economía de mercado es la mano invisible de Adam Smith: la idea equivocada de que partiendo el egoísmo individual alcanzaremos el bien común. Así, según Felber, “si las personas persiguen su propio beneficio como única meta y actúan las unas contra las otras, aprenden a ser más astutas que los demás y creer que ésta es la forma correcta y normal de actuar”; el propósito, pues, pasa a ser el de abusar de los demás para alcanzar nuestros fines personales: “en el libre mercado es legal y usual que instrumentalicemos a los demás y con ello vulneremos su dignidad. No es nuestra meta preservar su dignidad. Nuestra meta es lograr el provecho propio”.
Este abuso de unos sobre otros es perfectamente factible porque las personas partimos de situaciones de desigualdad que los más poderosos aprovechan en su propio beneficio. Por ejemplo: “la media de los empleadores puede más fácilmente que la media de los trabajadores retroceder ante un contrato de trabajo para fijar sus términos” o “la media de las gestoras inmobiliarias puede más fácilmente que la media de los inquilinos tomar distancia antes de firmar el contrato de arrendamiento y con ello establecer los requisitos de éste”. Pero la competencia feroz no sólo termina perjudicado a los más débiles, sino también a los más fuertes: el mayor activo de una sociedad no es la competencia, sino la confianza y la competencia salvaje que busca machacar al prójimo en provecho propio socava esa confianza. La competencia no es en absoluto necesaria, porque está demostrado que no es el principal elemento motivador de las acciones de las personas: “Los mejores rendimientos no se llevan a cabo por la existencia de un competidor, sino porque la gente se fascina por algo concreto, se llena de energía, colma sus esperanzas en realizarlo y se entrega por la causa. No necesita competencia”.
La competencia desalmada del mercado termina, en consecuencia, degenerando en resultados sociales indeseables como la concentración de poder (en forma de “corporaciones gigantescas”), la asociación empresarial en forma de cárteles, asignaciones de precios ineficaces (la gestión de un hedge fund se remunera mucho más que el cuidado de los hijos o la jardinería), desigualdad de ingresos, hambrunas que conviven con la opulencia, destrucción ecológica, obsesión por la acumulación de bienes materiales frente a otros objetivos como el tiempo libre, corrupción moral donde quienes medran son los más egoístas y asociales y perversión de la democracia para maximizar los beneficios. Motivos que supuestamente demuestran el carácter antisocial del capitalismo y la necesidad de reemplazarlo por la EBC.
La exposición de Felber demuestra, no obstante, un hondo desconocimiento de cómo funciona una economía de libre mercado. De hecho, una de las trampas que subrepticiamente desliza a lo largo de su texto es asumir que el paradigma de economía de libre mercado es la muy intervenida y distorsionada economía actual, donde en efecto hay algunos elementos propios de un capitalismo liberal, pero muchos otros que no: altísima presión fiscal, peso desproporcionado del Estado, regulaciones omnipresentes, rescates de empresas quebradas, privilegios a grupos de presión, etc. El propio Felber, por ejemplo, señala que su EBC se inserta dentro del libre mercado, pero obviamente ello no lo convierte en un sistema económico liberal: tampoco al estatismo corporativista que hemos vivido en las últimas décadas.
Aclarado esto, podemos empezar a desmentir los diversos errores de Felber. Los dos pilares sobre los que asienta Felber el libre mercado son el egoísmo individualista y la competencia feroz entre las personas: dado que tengo que satisfacer sólo mis fines, he de competir y prevalecer sobre los demás aun a costa de que ellos se vean frustrados y perjudicados. Nada de esto es cierto.
En cuanto al egoísmo, ya hemos explicado más arriba que los valores (morales y económicos) de cada persona no sólo son distintos, sino que su importancia relativa también lo es. No todos logramos la felicidad del mismo modo ni nos autorrealizamos de igual manera, motivo por el cual hemos de ser capaces de perseguir en cada momento los fines que consideramos más importantes. Pero estos fines no tienen ni mucho menos por qué ser “egoístas”, esto es, el beneficiario de nuestras acciones no tiene que ser uno mismo: pueden ser nuestros hijos, nuestros padres, nuestros familiares, nuestros amigos, nuestro vecindario, nuestra comunidad, nuestro país, el arte, el medio ambiente, los pobres, etc. Los motivos que autorrealizan a una persona pueden ser todos ellos y el libre mercado no es incompatible con ninguno de los anteriores. Ahora bien, precisamente porque los recursos son escasos, es preciso economizarlos: no todas las acciones, por altruistas que sean, se pueden llegar a acometer. Si yo destino mi tiempo a ayudar a los pobres, no puedo destinar ese mismo tiempo a replantar bosques o a ver el televisor. Hay que priorizar (elegir unos fines y rechazar otros) incluso a la hora de no centrar mi vida en satisfacer mis muy individuales necesidades.
Y si en el terreno de los “fines”, el libre mercado no va necesariamente enfocado a satisfacer las egoístas necesidades personales (aunque ciertamente podría hacerlo), en el de los “medios” desde luego no gira todo en torno a la competencia salvaje. Es verdad que muchas veces solemos explicar el libre mercado como un sistema económico basado en la libre competencia, pero esto sólo es cierto de manera muy parcial y matizada. Un mercado libre es un sistema asentado sobre la división del trabajo (Reisman, 1996), y es evidente que toda división del trabajo tiene un componente esencialmente cooperativo: yo me especializo en producir zapatos, tú en producir ordenadores, de modo que terminaremos intercambiando zapatos por ordenadores en beneficio mutuo. El ser humano es un ser hipersocial: salvo excepciones muy contadas, sería incapaz de vivir aislado del resto de la sociedad. También en economía: un sistema económico es una red de contratos e intercambios, esto es, una red de cooperación voluntaria y pacífica. El empresario tiene una serie de proveedores, distribuidores, trabajadores, accionistas y clientes, todos los cuales cooperan entre sí para que la empresa salga adelante. Sin cooperación no habría división del trabajo y no habría capitalismo. Por consiguiente, reducir el capitalismo a la competencia salvaje es profundamente equivocado: en cualquier economía de mercado, las relaciones de cooperación y complementariedad son muchísimo más abundantes que las de competencia (Lachmann, 1956). De hecho, cualquier persona en una economía de mercado sólo es capaz de satisfacer la inmensa mayoría de sus fines si previamente genera riqueza para los demás (contribuye a satisfacer los fines de los demás): antes de obtener cualquier renta, tenemos que contribuir a fabricar bienes y servicios no para nosotros, sino para los consumidores (para el resto de la gente). Pura cooperación social.
Por eso, además, la reflexión que hace Felber sobre la imposibilidad de que el egoísmo individual conduzca al bien común está equivocada. Como decíamos, el egoísmo no tiene por qué ser la motivación principal de los individuos, pero podría serlo. De hecho, está claro que una parte de nuestra naturaleza es egoísta (aunque sólo sea para sobrevivir: yo tengo que comer, yo tengo que protegerme del frío…). Por tanto, lo ideal es disponer de un sistema donde, incluso cuando la gente se comporte de manera egoísta, contribuya a ayudar a los demás fabricando los bienes que ellos necesitan. La configuración cooperativa del capitalismo hace que sea inherentemente altruista (incluso cuando la gente sólo persigue su provecho personal, sólo puede alcanzarlo satisfaciendo las necesidades ajenas): por supuesto, el sistema puede ser todavía más altruista si así lo desean las personas, pero por defecto lo es en un grado muy considerable como consecuencia de la cooperación social a gran escala en la que se basa (Gilder, 1981).
Pero, en efecto, dentro de un mercado libre también existe competencia y lo cierto es que juega un papel fundamental. Precisamente porque en un mercado libre todo el mundo se coordina entre sí para producir para los demás, existe una incertidumbre gigantesca acerca de dos cuestiones: qué hemos de producir y cómo lo hemos de producir. Recordemos que los fines de todas las personas ni son idénticos ni se priorizan del mismo modo, de ahí que sea tremendamente incierto qué bienes hemos de producir en cada momento del tiempo y qué medios empleamos para ello: utilizar los recursos de un modo implica no utilizarlos de otro, por lo que unas personas tendrán que renunciar a algunos de sus fines para que otras satisfagan los suyos. Como el mercado libre es un sistema cooperativo, el mecanismo de asignación de quién puede satisfacer qué fines es el siguiente: quien contribuye a satisfacer muchos fines de muchas otras personas (quien aporta mucho al grupo) puede satisfacer muchos fines suyos (puede retirar mucho del grupo). De nuevo, esto no presupone que quien retire mucho del grupo vaya a gastarlo para sí mismo, pues bien puede regalarles a los demás (donaciones), la riqueza que le corresponde, simplemente es una regla equitativa de que “quien da más, recibe más”.
Ahora bien, ¿cómo discriminamos quién aporta más o menos al grupo cuando, ahora mismo, somos 7.000 millones de personas? Es complicado, sí, pero existe un mecanismo muy eficaz: el sistema de precios (Hayek, 1945). Si yo me lanzo a crear una empresa y a producir un bien que los demás escojan comprar voluntariamente, seré capaz de venderlo a un determinado precio, obteniendo unos ciertos ingresos en función de la cantidad vendida. Con esos ingresos, he de cubrir mis costes, esto es, los precios que me exigen todos aquellos (trabajadores, proveedores, etc.) que colaboran voluntariamente conmigo en mi plan empresarial. Si los ingresos cubren los gastos (si tengo beneficios) eso significa una cosa: el bien fabricado es más importante para los consumidores que los otros usos alternativos que se hubiese podido dar a los factores productivos implicados en mi empresa. Por tanto, desde un punto de vista social (del bien común) hemos hecho lo correcto: los fines que los bienes fabricados permiten lograr son tan importantes para los consumidores que cubren (vía remuneraciones) los fines alternativos que habrían podido perseguir los factores productivos de no estar implicados en su producción.
Ahora bien, y aquí es donde entra el rol esencial de la competencia, ¿cómo sabemos que no sería mejor producir otras cosas? ¿O cómo sabemos que no podemos producir las mismas cosas de una manera más acertada (por ejemplo, implicando a un menor número de personas que, gracias a ello, pueden dedicarse a producir otros bienes)? Simplemente no lo sabemos: el mercado es un proceso continuo de prueba y error para descubrir los cursos de acción colectivos más adecuados (Hayek, 1948). Y para ello nos hace falta la competencia: necesitamos que cualquier persona, si logra convencer a suficientes otras personas, pueda montar una empresa que pueda ofrecer al mercado un producto que los consumidores valoren más que los otros que hasta ese momento se les ofrecían. De esa manera, los distintos modelos de negocio (potencialmente infinitos) se comparan los unos con los otros, permaneciendo aquellos que el resto de la gente considere mejores.
Cuando un empresario compite por maximizar sus beneficios, simplemente está persiguiendo satisfacer las necesidades del mayor número de personas haciendo uso de los menores recursos posibles (para que queden disponibles un mayor número de ellos en otras finalidades). Por consiguiente, en sí misma la competencia por maximizar los beneficios no es problemática; otra cosa es que no toda maximización de beneficios sea positiva: robar o defraudar puede maximizar los beneficios de ciertas personas a costa de otras. Pero el robo o el fraude no son algo que el liberalismo vea con buenos ojos, sino su misma negación: un ataque a la propiedad privada y los contratos; de ahí que deban ser combatidos por los tribunales. Con esas salvedades, maximizar los beneficios es algo totalmente necesario para que esa gigantesca división cooperativa del trabajo que implica a miles de millones de personas dé sus frutos.
Dicho de otra manera, la competencia no es imprescindible, como cree Felber, por ser un elemento “motivador”, sino como un mecanismo que nos permita seleccionar dinámica y descentralizadamente a qué proyectos productivos debe orientarse esa enorme división del trabajo que suponen 7.000 millones de personas. No es una herramienta para chutarnos de entusiasmo, sino para vencer nuestra ignorancia sobre qué y cómo debe comportarse esa división del trabajo.
Los problemas que Felber asocia con el capitalismo son, en realidad, fruto de la intervención del Estado en el capitalismo para alterar los resultados que pacíficamente las personas habían escogido: la limitación de la competencia sólo es posible si el Estado prohíbe (o dificulta enormemente) que se creen nuevas empresas en un determinado sector para proteger y privilegiar a las ya existentes (Armentano, 1996), las hambrunas son el resultado de la falta de capitalismo y globalización en los países pobres (ninguno de ellos ha tenido sistemas de protección de la propiedad privada y de los contratos y, de hecho, cuando han comenzado tímidamente a tenerlos, han empezado a crecer, a generar riqueza y a abandonar las hambrunas) (Norberg, 2001), la destrucción ecológica es consecuencia de la insuficiente asignación de derechos de propiedad sobre el entorno (Ostrom, 1990), la acumulación de bienes materiales no es un resultado necesario del capitalismo pues es perfectamente legítimo que la gente prefiera trabajar menos (más tiempo libre) a costa de consumir menos (de hecho, el capitalismo no se basa en el consumismo, sino en el ahorro y la austeridad [Reisman, 1996]) y la democracia sólo se pervierte cuando el Estado posee tanto poder de discreción sobre la economía, que los lobbies pasan a organizarse para obtener regulaciones a su favor y en contra de la competencia (Buchanan y Tullock, 1962).
Las otras dos lacras que Felber asocia con el capitalismo en realidad no son tales. Por un lado, que un gestor de un hedge fund cobre muchísimo más que un jardinero es algo perfectamente razonable, pues el gestor del hedge fund es el encargado de distribuir a lo largo de la economía millones y millones de euros, financiando ciertos proyectos empresariales y dejando de financiar otros. Si acierta, su contribución a la creación de riqueza de muchísima gente es enorme; si fracasa, el daño que genera es también monumental (lo que debería concluir en su despido… a menos que el Estado lo rescate); la contribución del jardinero podrá ser relativamente importante pero sólo para aquella persona cuyo jardín es adecentado (o cuyos hijos son cuidados, en el caso de una niñera) y no para millares o millones de personas. No es en absoluto comparable. Por otro, la desigualdad ni es algo inherente al capitalismo (la gente puede voluntariamente donar su dinero a los más desfavorecidos, no es necesario ningún Estado que lo imponga) ni, sobre todo, tiene por qué tener efectos tan devastadores como se le suponen: Singapur, por ejemplo, es más desigual que España, pero todos los estratos de renta son más altos que aquí.
En suma, Felber realiza una descripción muy equivocada del libre mercado: ni va necesariamente asociado con el egoísmo, ni se basa exclusivamente en la competencia, ni la competencia tiene como propósito motivar al personal, ni los perjuicios que se le imputan son tales. De hecho, el capitalismo podría ser un buen marco nomocrático donde un grupo de personas tratara de promover muchas de las metas de la EBC, como preservar el medio ambiente o luchar contra la desigualdad. Tan sólo deberían asociarse voluntaria y pacíficamente para solicitar tiempo y recursos al resto de personas: ni siquiera necesitarían convencer a la mayoría de individuos para promoverlos, pues con que varios miles les apoyaran, ya obtendrían financiación (voluntariamente donada por parte de personas altruistas) para lograr esos objetivos.
Sin embargo, la EBC no se basa en la persuasión y la voluntaria cooperación de los implicados para alcanzar fines que todos ellos compartan. No, como a continuación veremos, Felber impulsa una agenda de reformas dirigida a recortar violentamente las libertades del resto de seres humanos. El propio Felber admite que la EBC no se puede implementar apelando a la “motivación intrínseca”, hace falta la coacción del Estado:
Sin lugar a dudas [sería preferible que la economía del bien común se basara en la motivación intrínseca]. Pero eso sólo puede ser un objetivo a largo plazo. En primer lugar, son todavía muy pocas las personas motivadas principalmente de manera intrínseca; han aprendido a seguir incentivos y objetivos externos. Y relacionado con esto, el segundo y más importante motivo: si dejáramos a día de hoy a las empresas decidir libremente cómo se comportan, es cierto que algunas elegirían la orientación del bien común, pero otras no, porque muchos de nosotros hemos interiorizado valores asociales como el egoísmo y el comportamiento competitivo, y los viviríamos. Y estos otros se impondrían, porque en la dinámica del sistema actual la empresa con el mayor beneficio económico gana a la competencia. Es decir, se tendría que suprimir el actualmente válido marco legal para la economía. ¿Ha llegado el momento para esto? Como ya dijo Aristóteles: <<Si en la Tierra dominase el amor, todas las leyes serían innecesarias>>. Esa perspectiva sigue siendo válida. Dado que nosotros como humanidad estamos tan lejos, se necesitan normas obligatorias.
Por tanto, hasta que desde el Estado se “construya un hombre nuevo”, será necesario reprimir a los “hombres viejos” para que se comporten rectamente. Y así entramos en la alternativa al mal descrito capitalismo: la Economía del Bien Común.
La Economía del Bien Común en funcionamiento
La idea fundamental de la Economía del Bien Común es que, bajo el capitalismo, el beneficio monetario no sólo se ha convertido en un objetivo en sí mismo (en lugar de en un medio para alcanzar el bien común) sino que, aun cuando tuviera un carácter meramente instrumental, sería necesario redefinir el beneficio para que verdaderamente permitiera alcanzar el bien común: “el beneficio de una empresa sólo ofrece información de cómo se sirve a sí misma, pero no de cómo sirve a la sociedad”. Es aquí cuando Felber introduce la idea de un “balance del bien común”, que no sólo mida los beneficios monetarios sino también si una empresa crea o destruye empleo, la calidad de sus puestos de trabajo, las formas justas o injustas de reparto de sus beneficios, el trato igualitario entre hombres y mujeres o el cuidado del medio ambiente: “deberíamos medir directamente en las empresas aquello que anhelamos en vez de desviarnos a través del beneficio financiero que dice realmente muy poco de la auténtica finalidad”.
Muchos de estos objetivos tienen una naturaleza marcadamente abstracta y son difíciles de medir, pero Felber propone echar mano, por ejemplo, de los indicadores sobre Responsabilidad Social Corporativa que ya existen. Además, una sociedad democrática orientada al bien común tendería a ir mejorándolos y volviéndolos más precisos “de la misma manera que los instrumentos de medición física son cada vez más precisos porque desde hace tiempo hay suficientes personas que trabajan meticulosamente en mejorarlos”. Los criterios y valores que debería incluir este balance del bien común son potencialmente muy diversos. Felber propone la gestión ética de los suministro, la gestión ética de las finanzas, la calidad del pues de trabajo y el reparto justo del volumen de trabajo, la venta ética, la solidaridad con los copropietarios, los efectos sociales de la comercialización de un determinado producto y su aportación al bien común, el no quebrantamiento de las normas de la OIT o no recurrir a OPAs hostiles sobre otras empresas. Sin embargo, los elementos concretos que en cada circunstancia social conformen el “bien común” deberán ser debatidos y aprobados en asambleas democráticas: “El balance del bien común se puede actualizar y ajustar en cualquier momento. La soberanía siempre lo empezará y acabará”.
Ahora bien, no hay que pensar que el balance del bien común es una especie de balance financiero pero interiorizando el “valor social” de los elementos anteriores. El propósito del balance es obtener una puntuación entre 0 (máximo incumplimiento y máxima falta de respeto a los valores del bien común) y 1.000 (máximo cumplimiento). A cada escala de puntuaciones se le asignará un color (de 0 a 200 el rojo; de 201 a 400, el naranja; de 401 a 600, el amarillo; de 601 a 800, el verde claro; y de 801 a 1.000, el verde) que permita a los consumidores y a las administraciones discriminar entre las empresas cumplidoras y las incumplidoras. Además, si una empresa se relaciona con otra que posea una alta nota en ese ránking, su puntuación también mejorará. Nótese especialmente la inclusión de las administraciones públicas entre las entidades que deben tener en cuenta ese balance, porque “cuantos más puntos del bien común consiga una empresa, de más ventajas legales debe disfrutar” (entre ellas: reducción del IVA de sus productos, menores aranceles, créditos bancarios más laxos o ayudas directas).
Felber obviamente es consciente de que tales balances podrían ser manipulados por las empresas para obtener un lucro ilegítimo, de ahí que proponga un sistema de auditorías muy parecido al que existe actualmente para controlar las cuentas financieras de las empresas: los auditores del bien común se dedicarían a verificar que las cuentas de las compañías no han sido falseadas y que, por tanto, tienen un derecho legítimo a beneficiarse de los favores de los consumidores y del Estado.
Una vez establecido cuál es el balance del bien común de cada empresa queda, sin embargo, una cuestión por resolver: ¿qué hacemos con los beneficios financieros? Recordemos que el balance del bien común no suprime los sistemas de contabilidad tradicionales, sino que “los complementa”. El beneficio monetario deja de ser el único criterio de actuación de una empresa y pasa a estar subordinado al balance del bien común (de hecho, una empresa puede experimentar pérdidas monetarias pero obtener una muy elevada puntuación en el balance del bien común, lo que debería llevar al Estado a cubrir esas pérdidas mediante ayudas). Se extingue así lo que Felber llama ‘la obligación del crecimiento’: “Esta obligación era el resultado de la combinación de medir el éxito mediante indicadores monetarios (orientación al beneficio financiero) y la competencia. Si estoy en competencia con otras empresas, tengo obligatoriamente que conseguir un mayor beneficio financiero que ellas porque si no mi calificación de crédito empeora, se encarece mi financiación o directamente mi empresa es absorbida (…) El crecimiento es inmanente al sistema, ya que éste está programado para perseguir el beneficio y la competencia”.
La EBC supone “desprogramar” al sistema de la búsqueda de beneficios financieros, pero aun así los beneficios podrían seguir apareciendo (no se buscan, pero tampoco se busca no obtenerlos). ¿Qué hacer en ese caso con ellos? Felber propone permitir algunos usos de los beneficios y prohibir otros. En concreto:
- Usos permitidos
- Inversiones: Los beneficios pueden reinvertirse dentro de la empresa, pero de nuevo no todas las inversiones son lícitas. Invertir en energías renovables es una buena idea; “talar selvas, establecer granjas masivas de animales, fabricar todoterrenos de veinte litros de consumo”, no. Sólo deben fabricarse aquellos bienes con “valor social y ecológico añadido”; un valor que debería ser determinado por la comunidad democrática de ciudadanos.
- Aumentar las reservas del capital propio: Amortizar deuda con los bancos.
- Reparto de los beneficios entre los colaboradores: Parte de los beneficios se pueden repartir entre los que han estado trabajando en la empresa (no a los capitalistas), pero en la EBC ha de haber salarios máximos para evitar las desigualdades, de modo que no podrá repartirse más que ese monto.
- Préstamos a otras empresas: Se pueden extender préstamos a otras compañías para “ayudarlas”, pero sin cobrarles intereses.
- Usos no permitidos
- Reparto de los beneficios entre los propietarios que no trabajan en la empresa: Felber propone erradicar la figura de los rentistas. Sólo están legitimados a percibir rentas de la empresa aquellas personas que trabajen en ella (ya sean trabajadores o directivos), pero no quienes se han limitado a aportar capital para que pueda iniciar y desarrollar sus actividades. El pago de dividendos, por tanto, queda prohibido en la EBC.
- Adquisición y fusión de empresas: Los beneficios no se pueden emplear para adquirir empresas en contra de su voluntad (OPAs hostiles). Según Felber, “si las empresas ya no están orientadas al beneficio, se pierde casi por sí sola la orientación al crecimiento como finalidad”. Como las empresas ya no se obsesionan con crecer para lograr el crecimiento, cada una de ellas podrá aspirar a lograr su “tamaño óptimo”, que Felber por supuesto no define.
- Inversiones financieras: Los beneficios no pueden destinarse ni a adquirir empresas ajenas ni a prestarles dinero a interés. “Las empresas deben obtener sus ingresos solamente a través de los productos que fabrican o de los servicios que prestan, no a través de operación financiera. Un peluquero está ahí para cortar el pelo o aplicar un tratamiento facial, no para hacer más y más dinero”.
- Donaciones a partidos políticos: Sólo las personas físicas deben poder financiar a los partidos políticos, no las empresas.
Desprogramado el sistema de la obsesiva búsqueda de beneficios a costa de la competencia y de los trabajadores, queda compañía podrá ofrecer un trato más armónico y cooperativo al resto de empresas y de trabajadores.
Por un lado, entre las empresas se tenderá a establecer una “cooperación estructural”: “Cuanto más se abran paso las empresas a codazos, cuanto más agresivas se comporten frente a las demás, más empeorarán sus balances del bien común y se incrementará el riesgo de que quiebren. Por el contrario, cuanto más cooperen y se ayuden unas a otras, mejores serán sus estados en el balance del bien común y más real será la posibilidad de que sobrevivan. En cualquier caso, no a costa de los demás, sino con su colaboración. Del actual sistema ganar-perder, pasamos a uno en el que ganan todos”. Esa cooperación estructural se plasmaría en compartir conocimientos, traspasar pedidos, ceder mano de obra u ofreciendo préstamos sin intereses, y en evitar el dumping o las absorciones involuntarias.
Además, tanto por la asistencia mutua cuanto por las ventajas que de ella se derivan para el balance del bien común, “en comparación con la economía capitalista competitiva, la quiebra es improbable en la economía del bien común”. Si, por ejemplo, se produce una crisis en un determinado sector (sector de las máquinas de escribir con la invención de los ordenadores) “todas las empresas de un sector afectado preparadas para cooperar podrían convocar un comité de crisis o de cooperación para discutir conjuntamente” sobre diversas cuestiones (reducir entre todas los horarios comerciales, recortar los puestos de trabajo y organizar cursos de formación ocupacional, cerrar áreas del negocio y buscar ocupación para los afectados, fusionar voluntariamente varios negocios afectados siempre que el resultante no sea muy grande o reorientar hacia nuevos sectores los negocios afectados). Además, el “parlamento económico local” también podría implicarse en esta cuestión. En todo caso, las empresas que se disolvieran no serían las que contaran con un peor balance financiero, sino con un peor balance del bien común.
Por otro, los trabajadores también saldrían, según Felber, enormemente beneficiados de la EBC. Primero porque se convertirían en los únicos socios de la empresa, repartiéndose los beneficios financieros que se obtengan. Pero este reparto, como sabemos, no sería ilimitado, pues en la EBC existirían salarios mínimos y máximos que limitaran la desigualdad: el salario mínimo podría fijarse, orientativamente, en 1.250 euros mensuales y el máximo sería un múltiplo de este (por ejemplo, diez veces más). Además, el pleno empleo estaría asegurado porque, aunque siempre habrá algunas quiebras dentro de la economía, se obligará a cada trabajador a tomarse un año sabático por década: “[De este modo] se liberaría alrededor del 10% de puestos del mercado laboral. Sólo con esta medida se resolvería la cuestión del paro en la Unión Europea; los que estén haciendo una pausa, estarían de año sabático. Durante este año sabático percibirían el salario mínimo legal o bien un sueldo fijado de manera democrática”. Ahora bien, si circunstancialmente hubiese personas desempleadas y sin renta, debería entregárseles unos “ingresos solidarios de emergencia” que podrían equivaler a dos tercios del salario mínimo.
Con todo ello (salarios dignos y pleno empleo), Felber considera que las pensiones públicas serían completamente seguras. En su opinión, si los sistemas públicos de pensiones tienen problemas es por los intereses espurios de bancos y aseguradoras por apropiarse de ellos: “Desde hace un siglo, la población envejece rápidamente. Y eso no ha sido un problema financiero para las pensiones hasta que el mercado asegurador privado ha instaurado la mayor patraña posible a nivel internacional para sacar provecho. En la EBC ya no van a existir bancos ni aseguradoras enfocadas al beneficio, el sistema financiero se va a convertir en un bien público. Las pensiones, y por ende su reparto, no van a ser por ello menos seguros”.
Hasta aquí el funcionamiento ordinario de la EBC según Felber: de lo que se trata, en el fondo, es de que los beneficios financieros logrados en un entorno de voraz competencia no sean un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar el bien común. En el epígrafe anterior ya tuvimos ocasión de explicar que los beneficios financieros logrados de manera voluntaria en un entorno de libre y no privilegiada competencia sólo eran un indicio de que el valor de los bienes que una empresa estaba creando era superior al de los bienes alternativos que hubiese podido crear: como cualquier mente humana es incapaz de, primero, conocer y, luego, comparar las muy diversas y cambiantes valoraciones que efectúan los miles de millones de personas con las que, en última instancia, está cooperando en el mercado, se utilizan parámetros más sencillos que sí puedan monitorizarse y que indiquen que la pacífica cooperación social está siendo mutuamente beneficiosa para todos los que participan en ella: los beneficios financieros.
Por consiguiente, es falso que los beneficios financieros se hayan convertido en un fin en sí mismo: el fin sigue siendo cooperar pacífica y provechosamente en un contexto amplísimo de división del trabajo. Lo que sucede es que, como esa cooperación con miles de millones de personas de todo el planeta se vuelve necesariamente impersonal (no cooperamos con nuestro vecino, sino con personas de todo el globo a las que no conocemos), la única forma de averiguar si todos estamos saliendo ganando en cada momento (si cada unidad empresarial acierta o yerra) son los beneficios. La demonización que Felber efectúa de los beneficios financieros se aprovecha, sin embargo, de dos puntos que sí tienen una cierta razón de ser: primero, los beneficios no son buenos indicadores del bien común si no internalizan los costes implicados en su obtención; segundo, los beneficios obtenidos por medios violentos, tampoco son un buen indicador del bien común.
En cuanto a la internalización de costes, dado que los beneficios proceden de comparar la utilidad de los bienes fabricados (ingresos) con la utilidad de los bienes no fabricados (costes de oportunidad plasmados en costes monetarios), si algunos costes no se integran en el cálculo de los beneficios, la cifra estará sesgada al alza. Por ejemplo, si produzco aceite robando las aceitunas, obviamente mis beneficios serán mayores de lo que realmente son. Por tanto, en la medida de lo posible todos los costes de oportunidad deberían internalizarse para que los beneficios sean un buen indicador de creación de “bien común”. Todo eso es cierto, pero Felber se aprovecha de ello para caricaturizarlo impropiamente; así, el austriaco alega que existen costes sociales ocultos que no se incorporan al proceso productivo y que es preciso tener en cuenta: desigualdad de trato hombres-mujeres, calidad del puesto de trabajo o remuneraciones justas.
Y aquí ya nos topamos con una primera trampa: a los costes hay que darles una valoración y la valoración sólo puede ofrecerla el damnificado por el coste. Como decíamos al comienzo, no todos los bienes o valores tienen para todos la misma importancia, de manera que si queremos alcanzar un auténtico bien común que no sea sólo un “bien mayoritario” impuesto coactivamente sobre una minoría será menester que cada cual pueda expresar descentralizadamente sus preferencias. O dicho de otra manera, la manera de internalizar los costes es a través de contratos y de derechos de propiedad sobre bienes individuales o comunales (Coase, 1960): por ejemplo, si un hombre se siente discriminado en su puesto de trabajo y eso le genera malestar, tenderá a exigir en ese puesto un salario superior al que percibiría en otro puesto de trabajo donde no le discriminaran. Si, en cambio, la ley prohíbe que un hombre exija un salario distinto por ocupaciones aparentemente análogas, la ley impedirá internalizar los costes. Ergo, donde existe propiedad y contratos bien definidos, el mercado ya tiende a internalizar los costes reflejados en los beneficios financieros; el problema surge en los ámbitos en los que esa propiedad no está bien definida (tragedia de los comunes sobre, por ejemplo, el medio ambiente). El camino a que los beneficios financieros sean un mejor parámetro del bien común pasa, pues, por extender la propiedad privada y la posibilidad de perfilar los contratos libres: por más mercados libres y más capitalismo.
Vinculado con esto, nos topamos con la otra trampa de Felber: dar a entender que, como los beneficios son tan relevantes bajo el capitalismo, cualquier medio utilizado para acceder a ellos es válido. No lo es precisamente por lo anterior: sólo cuando los beneficios se obtienen voluntaria y pacíficamente, los beneficios serán un buen indicador de una cooperación social mutuamente beneficiosa. Si mis beneficios se derivan de externalizar coactivamente mis costes sobre un tercero, es evidente que esos beneficios no reflejan las bondades de la cooperación social: unos ganan, otros pierden. Casualmente, por cierto, esta externalización coactiva de costes es a lo que se dedica el Estado.
Y, de nuevo, no olvidemos que la obtención de beneficios financieros no es necesariamente un fin en sí mismo: los beneficios sólo reflejan que la cooperación social en el ámbito de la producción y distribución inicial de los bienes ha sido de provecho para todas las partes. Pero ello no quita que pueda haber una distribución secundaria que, para que siga siendo mutuamente beneficiosa para todos, tendrá que seguir siendo voluntaria (quien ha generado mucha riqueza, es libre de redistribuirla como mejor conveniente crea).
El austriaco, sin embargo, pretende que la internalización de costes se haga mediante la creación del “balance del bien común”, esto es, pretende que la mayoría acuerde ciertos “valores sociales” objetivos que se impongan a todos a través de una escala de colores que refleje el grado de cumplimiento o incumplimiento. De entrada, su propuesta se topa con el problema expuesto al principio: no existen jerarquías de valores uniformes para todos los individuos.
Felber no es en absoluto consciente de este problema, pues se limita a explicarnos que ya existen indicadores privados que miden razonablemente bien el grado de cumplimiento de esos objetivos abstractos. Pero medir con precisión si, por ejemplo, el medio ambiente sale perjudicado de una actividad no es lo mismo que valorar ese perjuicio: ¿qué importancia relativa tiene frente al resto de valores? Lo más sencillo es aseverar que tiene una importancia “absoluta”, pero es evidente que no es así: por ejemplo, ¿habría que prohibir cualquier producción de alimentos que genere algún daño al medio ambiente? Parece claro que no, pues no morir de hambre parece más importante que ahorrarle algún daño a Gaia. Pues lo mismo sucede con todos los demás, sobre todo cuando se pretende que una asamblea dictamine la escala social de valores.
El asamblearismo tiene muchísimas dificultades: el incentivo para informarse es muy bajo (la influencia marginal del voto es nula pero el coste de captar la información es muy alto), los votantes son susceptibles de ser manipulados por ideologías que atenten incluso contra el bien común (precisamente por el bajo incentivo a informarse con criterio propio) o los votantes suelen tomar decisiones sobre la vida de los demás con sesgos de partida. Pero un gran problema específico para el asunto tratado es que el votante no vincula la decisión tomada y los costes a corto, medio y largo plazo que esa decisión implica: una persona puede votar, por ejemplo, por elevar el salario mínimo a 4.000 euros mensuales, sin ser consciente de que, tal vez, ello suponga que él se quedara desempleado (o que otros lo harán, siéndole irrelevante); o puede votar por que todas las fuentes de electricidad sean renovables, sin estar realmente dispuesto a asumir un precio más alto de la electricidad y un peor servicio (intermitencia); o puede forzar que todos los coches sean eléctricos, sin ser consciente del enorme encarecimiento que experimentaría la cesta básica de la compra. En un orden complejo donde todo está interrelacionado, forzar el movimiento de un elemento puede significar la descoordinación de todo el sistema en una dirección no prevista y no deseada. Por tanto, la famosa escala de colores de Felber no sólo no resume adecuadamente ni cuáles son los valores sociales comunes, ni la relación de valor que existe entre ellos, sino que además es una muy mala guía para coordinar a miles de millones de personas.
Ahora bien, esa escala de colores no sería especialmente dañina si se limitara a ser una señal para los consumidores. Si lo único que exigiera Felber fuera que el Estado (o unos auditores privados) emitiera su juicio particular sobre la “responsabilidad social” de cada empresa y éstas lo comunicaran a los consumidores a través de códigos de colores adjuntos a cada producto, estaríamos ante un caro capricho que, no obstante, no socavaría las bases de una sociedad libre y próspera. De hecho, algo parecido se ha implantado con ese trinque público-privado que supone el “certificado de eficiencia energética”.
¿Cuál es el problema? Que si nos limitáramos a esto, los consumidores seguirían teniendo libertad para elegir cuánto valoran relativamente que una empresa sea socialmente responsable o no. Y ya vimos cómo Felber dudaba de que en un comienzo los consumidores eligieran bien (léase, eligieran como él quiere que elijan), ya que han sido contaminados con años de voraz competencia egoísta. No en vano, si hoy esa “responsabilidad social” fuera de verdadero interés para los consumidores, las empresas ya competirían, sin necesidad de regulación alguna, por demostrar que son las que poseen un mejor balance del bien común: obtener un color verde equivaldría a poseer una ventaja competitiva de peso frente al resto. Pero no lo hacen. ¿Por qué? Porque los mismos que integrarían esas asambleas que deberían imponer la normativa del “bien común” pasan del asunto cuando votan diariamente en esa asamblea que es el mercado. Por consiguiente, sólo cuando desde la educación estatal se haya adoctrinado a cada individuo en los principios de la EBC (algo que Felber defiende: “uno de los requisitos más importantes y condición previa para el florecimiento de la EBC es la intervención de nuevos valores, la sensibilización de la conciencia del ser humano incluyendo el propio cuerpo, la práctica de competencias sociales y comunicativas y el aprecio por la naturaleza. Por eso propongo seis contenidos básicos aptos para cualquier curso social y que a mí me parecen todos ellos sin excepción más importantes que las asignaturas que se imparten hoy en día de forma obligatoria”) podrá dejarse que los consumidores sean los únicos que decidan. Mientras tanto, como ya vimos, deberá ser el Estado quien intervenga, premiando a las economías con un buen balance del bien común y castigando a aquellas con un mal balance, por ejemplo mediante transferencias de renta a las que se porten bien y multas a las que no.
Y aquí ya entramos en terreno pantanoso, pues es esa escala de colores la que determina que empresas quiebran y que empresas sobreviven. Una empresa puede tener beneficios financieros y ser condenada a quebrar por la sanción derivada de una puntuación roja; una empresa puede acumular enormes pérdidas financieras pero ser salvada gracias a la subvención derivada de una puntuación verde. Si nos fijamos, es la puntuación “del bien común” la que determina en qué se especializa la economía: podríamos tener una empresa de máquinas de escribir que tratara muy igualitariamente a sus trabajadores y fuera muy respetuosa con el medio ambiente y que, merced a las subvenciones estatales, se mantuviese en funcionamiento de manera indefinida mientras que, en cambio, una empresa minera dedicada a la extracción de cobre que se estuviese hinchando a ganar dinero (por ejemplo, por la alta demanda de cobre derivada de que los chinos cometen el pecado de, oh, querer electrificar sus casas) pero se arruinase por las sanciones de su actividad antiecológica. Este problema es válido aunque no se llegue a estos casos extremos: las altas pérdidas de una compañía de máquinas de escribir indican que hay mejores formas de usar esos recursos en el resto de la economía, y las altas ganancias de la minera muestran que esa es una de las formas más urgentes y valiosas de emplearlo. Si con multas y subvenciones arbitrarias se minoran las pérdidas y los beneficios, lo que sucede es que la transferencia de recursos de un lado a otro, que debería ser plena, se realiza sólo en parte. Se siguen produciendo más máquinas de escribir de las que se debería y menos cobre del que se necesita: es decir, estamos ante una descoordinación que atenta contra el bien común.
Desprogramar a la economía de la búsqueda de los beneficios financieros no significa que las compañías se dedicarán a producir para el bien común, sino que pasarán a producir cualquier cosa; y si los políticos o los lobbies de alguna manera se hacen con el control de los sistemas de supervisión del balance del bien común, se producirá lo que a los políticos y lobbies les interese. Nótese, además, que el paralelismo que traza Felber entre las auditorías del bien común y las actuales auditorías de la contabilidad financiera no es válida: hoy una auditoría podría colaborar en manipular los resultados contables de una empresa, pero sostenidamente será incapaz de hacerlo, porque aunque la empresa se haga trampas al solitario (y mienta a todo el mundo) terminará descapitalizándose y quebrando (los esquemas Ponzi no se mantienen indefinidamente). En cambio, una manipulación del balance del bien común por una auditoría sí permitiría consolidar indefinidamente la situación fraudulenta de una compañía, pues podría vivir de las subvenciones estatales que obtendría por su buena nota. En un mercado libre, el fraude auditor es un equilibrio inestable; en la EBC es un equilibrio totalmente estable.
Pese a todo lo anterior, Felber cree que esta desprogramación de la búsqueda de beneficios permitirá que se establezca una cooperación estructural entre las empresas en lugar de una feroz competencia entre ellas que redunde en mayor beneficio del bien común. Sin embargo, el que subsistan modelos empresariales caducos y que destruyen mayor valor del que crean para los consumidores no contribuye a la mejora del bien común, sino del bienestar de la empresa caduca a costa de los consumidores. No deja de ser curioso que Felber olvide que esa cooperación sectorial estructural para repartirse cuotas de producción, trabajadores y mercados locales es una actitud típica de los cárteles, a los que en otra parte de su libro él mismo ataca. La competencia es, precisamente, lo que evita que los cárteles vivan a costa de los consumidores (desplazando a las empresas que peor satisfacen sus necesidad); y se vive a costa de los consumidores no sólo cuando se busca un ánimo de lucro individualista y egoísta, sino, por ejemplo, cuando la empresa se organiza de un modo tal que sólo les proporciona bienes muy caros en relación con su calidad (sin que otra empresa, que entre de nuevo, pueda disputarle esa posición vendiendo a los consumidores productos más baratos y mejores).
Por ejemplo, supongamos que los beneficios financieros dejan de ser una referencia, pero, en cambio, los trabajadores de una panadería invierten los beneficios internos en construirse un jacuzzi y en pagarse a unos masajeadores diarios que mejoren su calidad de vida, a consecuencia de lo cual el precio de la barra de pan se duplica: desde luego, la calidad del trabajo mejora (y el balance del bien común, también), pero lo hace a costa de perjudicar seriamente la calidad de vida del resto de consumidores. Sin competencia, es difícil que esas prácticas cambien, pues las panaderías proporcionan un bien con una demanda muy inelástica (y, aunque fuera elástica, daría igual, pues los beneficios son irrelevantes y todo lo que cuenta es el balance del bien común).
Tres cuartos de lo mismo sucede con otras ocurrencias de Felber como el “año sabático coactivo” o el salario mínimo de 1.250 euros mensuales: por muy bien que puedan sonar en abstracto, al final son formas de cargarse patrones productivos sostenibles y de destruir la cooperación social pacífica, voluntaria y mutuamente beneficiosa. En cuanto al año sabático coactivo, Felber asume que todos los trabajadores son plenamente intercambiables y desde luego no lo son. Pongamos un caso extremo: imaginemos una empresa con 1.000 ingenieros superespecializados en un campo muy concreto. Cada año, esa empresa no podría contar con el 10% de su plantilla. ¿Qué tendría que hacer? Si todos los ingenieros con esa formación ya están empleados en otra compañía, padecerá un cuello de botella que pueda forzarla a paralizar su producción o reducirla enormemente: por tanto, empobrecimiento.
Lo mismo con el salario de 1.250 euros mensuales: supongamos una empresa con 10 trabajadores que tiene unas ventas mensuales de 8.000 euros. ¿Cómo va a pagar ese salario mínimo? O tendrá que despedir a parte de su plantilla o tendrá que depender de las subvenciones del Estado (de arrebatarles salarios a otras personas vía impuestos). En el primer caso, la producción de la economía se reducirá (los parados no producen); en el segundo, también lo hará (las empresas que producen bienes más valiosos subvencionarán a las que producen bienes menos valiosos, viendo las primeras caer su producción y las segundas aumentar). Al final, el asunto es tan sencillo como que si un trabajador no produce para otras personas un valor que esas personas (los consumidores) valoran al menos 1.250 euros mensuales, no podrá cobrar 1.250 euros mensuales: si lo hiciera (y la EBC desde luego permite que lo haga, vía subvenciones o cartelización de precios), estaría aportando menos valor al resto de la sociedad del que estaría retirando de ella. De nuevo, no hay nada que objetar a esto si todos están de acuerdo; pero obviamente sí cuando no lo están y ese intercambio mutuamente no beneficioso se articula por medios coactivos.
Como vemos, a través de controles de precios, restricción de la competencia, imposiciones sin sentido y redistribuciones arbitrarias de renta lo que sucede es que el valor de la producción de la economía sufriría una merma enorme. Los agentes, en lugar de especializarse en lo que otras personas desean, lo harían en aquello que ellos mismos (o los políticos) querrían. La economía, lejos de mirar al consumidor (a los demás), miraría al productor: la producción se vuelve un fin en sí mismo, aunque sea una producción sin valor alguno para nadie. Pero si entre todos no producimos nada que nadie quiera, es evidente que la división del trabajo fracasa. Es, por ejemplo, como si en España todos nos hubiésemos dedicado a seguir produciendo viviendas en 2007: ¿qué haríamos con ellas? Comérnoslas con patatas. Sustituyan vivienda por cualquier otro bien que no demanden los consumidores pero que case bien dentro del “balance del bien común” y tendrán un caso más acorde a las propuestas de la EBC.
Este empobrecimiento generalizado, por tanto, también haría inviable otras propuestas de Felber como los ingresos solidarios o las pensiones públicas de calidad. Si la economía no produce bienes que repartir, por mucho que apliquemos coacción no lograremos redistribuir nada (amén de los otros problemas de sostenibilidad que, incluso en una economía de mercado, tienen las pensiones públicas y que Felber ni mucho menos resuelve: se limita a negar que sean problemas).
Con todo, creo que el mayor factor que llevaría al empobrecimiento generalizado en la EBC es otro que todavía no he mencionado: la absoluta infracapitalización que padecerán las empresas. Como sabemos, Felber quiere prohibir la bolsa, el pago de dividendos o el préstamo con intereses. Pero, además, también busca limitar la acumulación de riqueza y acabar con la herencia. Como a continuación voy a explicar, todo esto sólo conduciría a una masiva descapitalización de las empresas y, por ende, a un desplome de su capacidad productiva.
¿Cómo se financia la Economía del Bien Común?
La prohibición de que los capitalistas que no trabajan en la empresa perciban remuneración alguna ya sea por prestar o invertir su capital en la empresa plantea serias dudas sobre cómo obtendrían las compañías los recursos que necesitan para operar. Mucha gente tiende a pensar que los únicos recursos que necesita una compañía son los factores productivos visibles, pero eso no es así. Existe un elemento fundamental que es el tiempo: desde que un proceso productivo comienza a operar hasta que concluye la producción de bienes de consumo pueden pasar muchos años; las materias primas se han de extraer de las minas, se han de transformar en máquinas, éstas se han de unir entre sí en forma de estructuras, etc. Si toda la gente sintiera urgencia por consumir, no podría haber factores productivos dedicados a, por ejemplo, fabricar esas máquinas o infraestructuras, pues deberían estar dedicados a fabricar lo antes posible bienes de consumo. Es el hecho de que haya gente que acepte no consumir durante mucho tiempo, el que permite que esa gente (u otra a la que se paga con la producción que sigue generando el que ahorra) se dedique a acumular bienes de capital. Por consiguiente, el ahorro es esencial para que la economía pueda funcionar y enriquecerse (sin ahorro, seguiríamos viviendo en la tribu). En una economía capitalista el factor productivo tiempo materializado en forma de ahorro lo proporcionan los capitalistas. Pero si Felber los hace desaparecer de escena, ¿quién financiará la capitalización de la economía?
Ciertamente, Felber no termina de comprender el problema anterior pero tampoco es tan ingenuo como para pensar que no hace falta ninguna financiación, esto es, que basta con que todos los trabajadores se unan en cooperativas para que la financiación empresarial resulte irrelevante. De hecho, en el libro sí estudia distintas vías para proporcionar capital a las empresas:
- Capital ajeno: Sería el proporcionado por “bancos orientados al bien común”. No cobrarían intereses por sus préstamos pero tampoco abonarían intereses por sus depósitos. Sus únicos ingresos vendrían de las comisiones necesarias para remunerar su actividad operativa. Los bancos tendrían el monopolio de la financiación especializada: no habría fondos de ningún tipo, ni mercados financieros donde efectuar, por ejemplo, ofertas públicas de venta de acciones (básicamente, porque no habrá acciones como tal): “No habrá mercados en los que se comercie con empresas. Tampoco dividendos”. Por no haber, ni siquiera habrá mercados de futuros (“los precios de las materias primas se fijarán democráticamente en una asamblea, en la que productores y consumidores acodarán conjuntamente precios razonables para ambas partes”). Todos los créditos que concederá la banca se financiarán con los depósitos de particulares, empresas y Estado. Los bancos deberán ser conservadores en sus préstamos, si bien cada banco democrático podrá “destinar un pequeño porcentaje de sus depósitos como capital de riesgo ecosocial”; y si, como consecuencia de la morosidad de sus préstamos, un banco quiebra, se socializan las pérdidas: “el banco central evita la quiebra mediante la recapitalización. La banca democrática es demasiado importante para fallar”.
- Capital ajeno sin costes: Aunque la banca será el monopolio de la especialización financiera, las empresas no financieras podrán “hacerse préstamos –sin intereses– las unas a las otras. Se las recompensará por ello mediante el balance del bien común. Además, su beneficio es la experiencia de la solidaridad y la mejora del balance de la economía común”.
- Capital social: Al igual que las empresas, los particulares también pueden prestar o financiar proyectos empresariales sin obtener réditos financieros y sin tener derecho “a vender parte de la empresa a los mercados (participar en bolsa)”. Sus únicas ventajas serán “ser propietarios de una empresa coherente, con sentido”; “tienen derecho a hablar y pueden influenciar a aquellas empresas que les sean afines”; “recuperan su dinero en caso de que sea necesario”.
- Capital propio: Por último, los jóvenes pueden crear empresas con financiación propia gracias a “la dote democrática”. ¿Qué es la dote democrática? Felber cree que la EBC debería tender a minimizar coactivamente las desigualdades, motivo por el cual habría no sólo que establecer rentas mínimas y máximas, sino también limitaciones al patrimonio privado: “se debe debatir en la EBC sobre un tope máximo que limite la propiedad privada, por ejemplo, diez millones de euros (aquí se consultaría de nuevo a la convención). Esto se articularía de dos maneras: por un lado, conforme una empresa va creciendo de tamaño, un porcentaje expansivo de su propiedad irá a parar a sus trabajadores, de manera que “después de 20 años, el fundador de una empresa con cien empleados no tendría, matemáticamente, ningún acceso al beneficio”; por otro, la herencia (que Felber tilda de “el mayor obstáculo en el camino hacia una sociedad democrática, igualitaria y con las mismas oportunidades para todos”) sería nacionalizada y redistribuida en gran medida: “los activos heredados que excedan ese límite se traspasan a un fondo intergeneracional público, cuyo contenido se repartirá de manera equitativa, como una dote democrática, entre los descendientes de la siguiente generación. El límite mínimo se podría poner en las herencias monetarias y de inmuebles, por ejemplo, en 500.000 o 700.000 euros por persona (cuantías que se acordarían por convención)”. Ese fondo intergeneracional se redistribuiría entre los jóvenes y a cada uno se le asignaría una “dote democrática” que, según Felber, podría destinar a fundar otras empresas.
Como decía al comienzo, en mi opinión la EBC adolecerá de una infracapitalización muy considerable que llevará a la constitución de empresas medianas o pequeñas ineficientes y desvinculadas de las necesidades del resto de personas. Hay motivos para pensarlo que afectan tanto a la gestación del ahorro como a la capacidad de inversión de ese ahorro en forma de empresas.
En cuanto al ahorro, el capital, entendido como provisión de tiempo, no sólo es esencial para poder fundar una empresa, sino también para coordinar adecuadamente las necesidades intertemporales de los individuos. No todos preferimos consumirlo todo ya, y precisamente por ello podemos proporcionar tiempo a diversos proyectos empresariales para que produzcan los bienes que deseamos consumir en el futuro. Así es cómo debe coordinarse la división mundial del trabajo: no sólo se trata de escoger qué producir y cómo producirlo, sino cuándo producirlo (Böhm-Bawerk, 1889). Y si, como decíamos, la manera de coordinarnos en torno a qué producir y cómo producirlo son los precios de mercado, la forma de estimar cuándo producirlo también nos la proporciona un precio o, más bien, un conjunto de precios: los tipos de interés.
Antes de lanzarse a cualquier aventura empresarial, los capitalistas comparan la rentabilidad esperada de su proyecto de negocios con el tipo de interés de referencia: si la rentabilidad supera al tipo de interés, el proyecto es iniciado; si no, es cancelado. Sin tipos de interés, sería imposible que los agentes nos coordináramos intertemporalmente. Por ejemplo, suponga que la rentabilidad anual media de un proyecto que tardará en completarse 50 años es del 15%, mientras que la rentabilidad anual media de un proyecto que tarda en completarse cinco años es del 7%, ¿cómo saber cuál debe elegirse para que nadie salga perjudicando? Pues sólo atendiendo a los tipos de interés: si los tipos de interés a 50 años son del 20%, eso significa que la gente sólo está dispuesta a posponer la satisfacción de sus necesidades hasta dentro de 50 años si obtiene con ello un retorno monetario de al menos el 20%; si ese retorno es del 15%, el proyecto no debería emprenderse, por mucho que sea más rentable que el proyecto a cinco años (si el tipo de interés a cinco años está en el 6%, éste sí deberá emprenderse). ¿Qué sucedería si se financiaran proyectos a 50 o 100 años cuando la gente quiere consumir en plazos más breves de tiempo? Que tendríamos una descoordinación temporal: los empresarios no estarían fabricando los bienes que los consumidores necesitan en el momento en el que los necesitan.
En suma, sin tipos de interés no hay coordinación intertemporal posible, cuando Felber propone erradicarlos del sistema. En su opinión, todos los préstamos han de ser libres de intereses, tanto los de la banca solidaria, como los de empresas y particulares. Esto obviamente plantea un problema de motivación serio: ¿por qué motivo querría la gente invertir y arriesgar su capital gratuitamente? Es decir, ¿para qué asumir riesgo sin retorno en lugar de guardar el dinero en líquido debajo del colchón? ¿Por qué, de hecho, no va consumiendo todo el capital máximo que la legislación le permite acumular si para más inri no podrá legarlo en forma de herencia? Ciertamente, sin el incentivo de rentabilizar el capital, acumularlo y dejárselo a tus herederos, las razones para ahorrar y ser austero se reducen de manera muy considerable. Pero bueno, uno podría pensar que este escollo de motivación podría vencerse, dentro del marco conceptual de la EBC, mediante la “reeducación ciudadana” y los incentivos en forma de un mejor balance del bien común (si bien el mejor balance del bien común de nada sirve una vez hayas alcanzado el máximo de capital). Ahora bien, el otro gran problema de fondo ni siquiera se trata en el libro: ¿cómo saben los ahorradores, y muy en particular los bancos, cuál es el proyecto más importante para el resto de personas que deberían estar financiando con su ahorro?
Simplemente no lo saben: cada ahorrador elegirá el proyecto que subjetivamente más le guste, con independencia de si es el más necesario para el bien común. Tengamos presente que, a tipos de interés del 0%, los proyectos empresariales potenciales que demandarán el capital de bancos y ahorradores serán casi infinitos. En un mercado libre, las actividades más urgentes para los ciudadanos proporcionarían una mayor rentabilidad que las menos urgentes (rentabilidades que además serían crecientes con el plazo y el riesgo del proyecto), pudiendo cada ahorrador escoger su perfil de riesgo y liquidez para coordinarse con los empresarios. Aquí no: bancos y ahorradores tendrán que escoger dónde invierten según arbitrarios criterios personales. ¿Cuáles? Pues básicamente dos: por un lado, los ahorradores tenderán a preferir los proyectos más seguros y con plazos de vencimiento más breves, desatendiendo la muy necesaria financiación de proyectos arriesgados y a largo plazo. Por otro lado, tenderá a invertirse atendiendo a preferencias personales (o a interpretaciones personales y falibles sobre cuál es el bien común) y no según las auténticas necesidades de los demás: por ejemplo, si una persona es aficionada al flamenco, preferirá invertir su capital en empresas dirigidas a promocionarlo, sea eso una prioridad para el resto de personas o no; o si una persona cree que la sociedad mejora estudiando la reproducción del lince ibérico, optará por este proyecto empresarial con el que se siente “identificado” (algo parecido a lo que sucede con nuestros políticos cuando se dedican a repartir subvenciones).
El caso de los bancos es simplemente sangrante: según Felber, todos ellos se financiarán con depósitos (es decir, deuda con plazos de duración muy cortos) y con esos depósitos sufragarán los préstamos. Ahora bien, para que la actividad de los bancos no fuera distorsionante, esos préstamos deberían ser igualmente a corto plazo y de bajo riesgo, pero si la financiación se limita a esto, apenas habrá empresas que se puedan constituir. Y si, en cambio, los bancos comienzan a financiar proyectos a largo plazo y de alto riesgo, tendremos una descoordinación generalizada entre ahorradores e inversores que, como ya sucede en la actualidad, está en el origen del ciclo económico (Fekete, 1984); además, ¿qué pasaría con un banco que debe todo su dinero a corto plazo y no lo recuperará salvo en plazos muy prolongados? Que tendrá que ser rescatado por el banco central, socializando las pérdidas. La diferencia, sin embargo, es que hoy existen vehículos de inversión que sí ajustan los plazos y los riesgos de sus inversiones y de sus fuentes de financiación, pero en la EBC son los bancos, y sus desajustes estructurales de plazos y de riesgos, los que ostentan el monopolio de la financiación especializada.
No habrá, por ejemplo, fondos de capital riesgo, esto es, empresas especializadas en captar ahorros de personas que quieren asumir altísimos riesgos a cambio de, tal vez, obtener muy altas rentabilidades en alguno de sus proyectos. ¿Cómo financiar, entonces, la investigación tecnológica, sanitaria o energética más puntera y arriesgada? Felber propone que los bancos destinen una pequeña parte de sus depósitos a inversiones arriesgadas, cobrándoles a las exitosas una comisión alta. Pero con esto sólo demuestra que no entiende la naturaleza del problema: imaginemos un fondo de capital riesgo con 100 millones de euros que destina 1 millón a 100 proyectos muy arriesgados. Si 99 de esos proyectos fracasan pero el restante de ellos se revaloriza desde un millón a 200 millones, el fondo habrá cubierto pérdidas y obtenido amplios beneficios: mas esos beneficios se derivan de las plusvalías vinculadas a ser el propietario de una empresa. Felber, al proscribir los elevados patrimonios y las plusvalías, propone cubrir las pérdidas de las 99 que salen perdiendo con “altas comisiones” que los bancos cobrarían a la empresa exitosa por la financiación proporcionada (en realidad, deberían llamarse tipos de interés si ello no fuera un tabú dentro de la EBC). ¿Pero qué comisiones habría que cobrarle para cubrir pérdidas de 99 millones de euros? Felber confunde revalorización del principal (plusvalías) con la rentabilidad anual de ese principal (aun cuando el banco se quedara el 100% de los beneficios, tardaría muchos años en cubrir pérdidas). Por tanto, pasarían dos cosas: o los bancos no invertirían en esos proyectos tan arriesgados, o si lo hiciesen, perderían enormes cantidades de dinero que se traducirían en pérdidas para los depositantes (o si el banco central los rescata, en inflación para todos).
La asignación de capital, por consiguiente, será escasa (la falta de cobro de intereses y la limitación de los patrimonios y de la herencia desincentivarán enormemente el ahorro), arbitraria (sin tipos de interés deja de haber guías razonables para asignarlo según las preferencias del resto de personas) y o bien inexistente para plazos temporales y perfiles de riesgo altos (no hay incentivos a asumir grandes riesgos y a inmovilizar durante largos plazos el capital) o bien muy distorsionante (pues vendrá financiada con deuda a corto y de bajo riesgo). Un completo desastre que reducirá enormemente la capitalización y, por tanto, la capacidad de generación de riqueza de una economía, alumbrando empresas conservadoras, mediocres y de tamaño reducido.
Pero, como decíamos, los problemas no se dan sólo por el lado del ahorro, sino también por el lado de la inversión. La EBC programa a las empresas para que, conforme más crezcan y más complejas se vuelvan, más ingobernables resulten. Al fin y al cabo, ya explicamos que cuanto mayor sea una empresa, más porcentaje del capital (y del control) va perdiendo su fundador y mayor poder van adquiriendo los trabajadores. Esto no es siempre algo malo, desde luego: hay cooperativas exitosas dirigidas por trabajadores y nada les incapacita a ello. El problema no es tanto ése cuanto que el señor (o señores) que gestaron y conocen al dedillo la elaboración y desarrollo del plan de negocios que dio origen y que permitió desarrollarse a la empresa vayan siendo progresivamente marginados. La propiedad y el control de las grandes empresas se atomizan entre personas que realizan alguna ocupación dentro de la compañía pero que no conocen su funcionamiento como sistema organizativo y que no tiene por qué tener buena visión empresarial sobre cómo seguir generando valor: “Un objetivo a largo plazo de la economía del bien común es que el mayor número posible de personas se conviertan en socios de la empresa y que la dirijan compartiendo responsabilidades, incluido el riesgo de pérdidas”. Es como decir que, por el hecho de que un equipo de Fórmula 1 lo compongan decenas de personas, todas ellas deberían en algún momento pilotar el bólido durante una carrera. Esta problemática dilución de la propiedad y del control, además, sólo hace que acelerarse a través de la famosa “dote democrática” (que, dicho sea de paso, si constituye un porcentaje de participación en una empresa no puede ser, como Felber ingenuamente asume, la fuente de financiación de otra empresa).
Pero, además, fijémonos que el austriaco pretende obligar a los trabajadores a que tengan buena parte de su patrimonio inmovilizado en la empresa en la que trabajan y que asuman, como propietarios, las pérdidas que de ella se deriven. Al cabo, si la propiedad de las empresas ha de corresponder a los trabajadores y éstos no pueden transmitirla a un tercero, parece claro que, más allá de la vivienda propia, todo el mundo tendrá la mayor parte de su activo en forma de participaciones de su empresa. Por tanto, renta salarial y patrimonio serán todo uno: todos los huevos en la misma cesta. Si, por ejemplo, un señor es periodista, ha de tener su patrimonio en participaciones de la empresa en la que trabaja. ¿Y qué pasa si el sector empieza a entrar en declive? Pues que lo pierde todo: a depender de la caridad estatal hasta que encuentre otro empleo. ¿O qué sucede si la empresa, sin quebrar, experimenta varios años de pérdidas? Pues que los trabajadores tendrán que autorrebajarse su salario en mucha mayor medida que si el capitalista es un tercero y ha de cubrir las pérdidas de su bolsillo ¿No sería más lógico que todo trabajador tenga derecho a ahorrar parte de su salario y a volverse propietario (si así lo quiere) de las empresas que considere mejores (esto es lo que sucede en el mercado de valores)? ¿O, asimismo, no sería más sensato que, si a uno le repele los riesgos propios de la propiedad empresarial, pueda cobrar rentas fijas prestándole sus ahorros a interés a una compañía? Pues no: Felber detesta los mercados financieros y decreta su cierre, cargándose de golpe todas las posibilidades de ajustar el perfil específico del ahorrador con el de la inversión, es decir, el asset allocation (Darst, 2008).
Además, siendo los trabajadores los propietarios de la empresa nada impide que, conforme se vayan acercando su jubilación (y sabiendo que ni podrán obtener rentas de la misma una vez se jubilen ni podrán legarla en herencia), decidan exprimir el capital acumulado en la empresa en lucro propio. ¿Cómo? Pues con sobresueldos, reduciendo la jornada laboral, dedicando gran parte del gasto interno a remuneraciones en especie, etc. Una empresa exitosa podría ir muriendo en tanto en cuanto sus trabajadores se la comerían como forma de cobrar su patrimonio. No es ciencia ficción: un ejemplo claro de este marchitamiento fue General Motors antes de la reestructuración de 2009 debido a los privilegios laborales que lograron los sindicatos. En una economía de mercado, obviamente, el incentivo no es a consumir la empresa, sino a venderla a quien tenga un capital no invertido y quiera seguir generando valor con esa empresa (los propietarios obtienen liquidez que pueden ir consumiendo, y el inversor compra una fuente de renta).
En suma, desprogramada la economía de la búsqueda del beneficio, dificultado enormemente el acceso a la financiación y diluido el control de las compañías, lo normal, pues, sería que las empresas adquirieran un tamaño mediano o pequeño –imposibilitando el aprovechamiento de economías de escala– y se centraran en satisfacer las necesidades de los trabajadores en lugar de las de los consumidores (pues además serían premiadas por ello en términos del balance del ben común). De hecho, el propio Felber coquetea con el proteccionismo arancelario como mecanismo de protección de la industria local del bien común –imposibilitando el aprovechamiento de las sinergias empresariales a escala internacional–. El saldo, huelga decirlo, sería un hundimiento de la producción y de los estándares de vida de la población por implosión de la división internacional del trabajo.
Conclusión
La Economía del Bien Común es un experimento de ingeniería social que lleva en su diseño su condena al fracaso. Sus tres mayores errores, tal como hemos desarrollado extensamente, son pretender objetivar la idea de bien común, pensar que es posible coordinar la actividad de miles de millones de personas desatendiendo el sistema de precios y obviar la ruina que supondría una brutal descapitalización de la economía derivada de la persecución de la propiedad (en sus dos facetas: acumulación patrimonial y control de la gestión empresarial). La muy compleja coordinación de órdenes sociales amplísimos se confía, en primera instancia, al asamblearismo popular expresado en arbitrarios balances del bien mayoritario (que no común) y, en segundo término, al asamblearismo empresarial por parte de sus trabajadores.
Goya decía que el sueño de la razón produce monstruos, y la Economía del Bien Común, por bienintencionadas que puedan ser sus intenciones, es uno de esos monstruos: sin ser conscientes de las titánicas limitaciones de su análisis y de los enormes problemas que entraña, pretenden terminar de demoler los fundamentos de las economías capitalistas y sustituirlas por un dirigismo ciego y represor.
Es verdad que las economías actuales necesitan de profundas reformas: políticos, lobistas y banqueros ejercen un control desproporcionado sobre nuestras vidas gracias a que disponen del monopolio de la coacción legal, esto es, del Estado. Pero la forma de combatir los privilegios regulatorios, las socializaciones de pérdidas, la explotación tributaria o el latrocinio a costa del ciudadano no es ni dándole más poder al Estado ni cargándose la propiedad privada, sino más bien al contrario: evitando que el Estado (y quienes se aprovechan de él) puedan atentar en beneficio propio contra la propiedad privada y los contratos voluntarios de un tercero. Es decir, limitando el poder de un Estado que ya copa el 50% del PIB y que hiperregula la otra mitad y no convirtiendo ese poder en absolutamente discrecional por el hecho de que pase por una asamblea popular.
En resumen: lo único de común que tiene la EBC es el empobrecimiento y la pérdida de libertades. Y no por querer imponer principios cooperativos en una economía, sino por cargárselos completamente destruyendo los mecanismos por los que esa cooperación puede canalizarse y sostenerse a gran escala: el sistema de precios. La auténtica Economía del Bien Común es el capitalismo liberal.
Bibliografía
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