Por Guillermo Passas Varo
Entre los defensores del libre mercado, los hay quienes se declaran firmes partidarios de la absoluta desregulación. Ellos consideran que basta con la prohibición de todas las políticas proteccionistas, la eliminación de cualquier clase de arancel o licencia y, en última instancia, la simplificación del sistema tributario para evitar cualquier clase de intervencionismo estatal en la economía. Consideran que la remoción de estos obstáculos conlleva una apertura casi automática del mercado, pues esto admite la consagración del libre mercado en esencia, entendido como una separación total del Estado de la economía.
Los hay quienes, por el contrario, opinamos que en el mundo de hoy día ha surgido un objetivo esencial en las relaciones entre la economía y el Estado, y este objetivo es la libre competencia. El statu quo de las economías de escala europeas ha convertido en omnipresente al Estado en varios niveles, partiendo de una base esencial, y es que gran parte de los bienes y servicios de los que hoy dependemos son o han sido de titularidad estatal en algún momento de la Historia. Esto comporta un intervencionismo endémico, que tiene demasiadas dimensiones como para ser considerado a la ligera.
Por ejemplo: ¿cómo explicamos que el sector eléctrico siga conformando un oligopolio a pesar de que ha sido privatizado? Muy sencillo, porque en el momento en el que privatizamos, no rompemos del todo las relaciones con el Estado, aparte de ponérselo muy difícil a los nuevos operadores. Es por razones como ésta que la Unión Europea ha sido esencial para modernizar nuestras economías, pues la gran preocupación de los políticos de un Estado porque otro Estado se dedique a proteger a sus empresas eléctricas se materializa en presión política a favor de la libre competencia.
De aquí surgen los llamados “reguladores”, que no son otra cosa que organismos administrativos cuya finalidad es prohibir de forma sistemática las llamadas “conductas colusorias”, así como las concentraciones económicas poco favorables a la entrada de nuevos operadores en el mercado. Los que defendemos la intervención como vía para lograr la libre competencia, estamos más o menos de acuerdo en que los reguladores deben servir para lograr la progresiva liberalización de los sectores que no fueron absolutamente liberalizados en su día.
Hemos demostrado que el proteccionismo no comporta ninguna clase de beneficio a la economía de un país, no obstante tiende a producirse de forma casi automática, desde en los “keiretsu” japoneses hasta los microcorporativismos municipales, que son la mayor fuente de corrupción de nuestros sistemas políticos. Debe ser por ello nuestra misión combatirlos desde la limitación continua del mismo, tanto de su origen mediante la fiscalización de la Administraciones Públicas, como de su resultado, que es la prohibición de las conductas que exhiban un abuso de poder concedido en contra de la nueva competencia.
Sin embargo, ocurre que esos mismos reguladores de la competencia generan una gran afluencia de actividad fiscalizadora de las Administraciones Públicas. El Banco de España, sin ir más lejos, protegió el intervencionismo estatal mediante la más absoluta omisión durante la salida a bolsa de Bankia, una operación que muy pocos se atreverían de calificar como ausente de planificación estatal. No en vano, los abogados especialistas en Derecho de la Competencia siguen estando fuertemente cotizados, valga la redundancia.
Los reguladores deben ser transparentes e independientes. Este mantra se ha repetido durante no pocos años, como si fuera la panacea para el funcionamiento correcto de la economía, pero no es una reivindicación en vano. Los reguladores deben someter al Estado y a sus secuaces, desde el propio Estado, porque son la nueva dimensión económica del Poder Judicial, sin cuya actividad no se puede garantizar la preservación de lo declarado en la Ley, que en este caso es la libre competencia.
Es por ello que existe una nueva generación de partidarios del libre mercado, aquellos que pedimos a la vez el abandono del proteccionismo y la independencia de los reguladores, que a su vez deberán ser fuertes y contundentes. Porque no consideramos que el libre mercado sea entendible si toleramos la existencia de una estructura proteccionista que se va a desenvolver haya o no legislación que lo admita, en connivencia de buena parte de la sociedad civil y del poder fáctico.
Algunos liberales clásicos se preguntarán cómo se puede estar a favor del libre mercado y a su vez a favor de que una estructura del Estado sea fuerte y contundente, pero quizás sería más apropiado preguntar cómo se puede convivir con una estructura proteccionista endémica y renunciar a cualquier posibilidad de combatirla. Algo parecido a renunciar a conquistar la democracia liberal en Estados Unidos por miedo a convertirse en el sustituto del Rey de Inglaterra: miedo al lobo, no a sus colmillos.
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