Juan Ramón Rallo indica que ni los partidos tradicionales ni los nuevos se atreven a "tomar el toro por los cuernos" dándole autonomía negociadora a trabajadores y empresarios.
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
El Banco de España ha vuelto a colocar sobre la mesa un debate incómodo para todas las formaciones políticas: la legislación laboral española, si bien ha mejorado a raíz de la reforma de 2012, todavía adolece de muy graves deficiencias.
Por un lado, la dualidad sigue suponiendo un grave problema: la hiperprotección deltrabajador indefinido frente al temporal provoca que las empresas traten de garantizarse la imprescindible flexibilidad que necesitan sobre una parte de sus plantillas por la vía de ultraprecarizar las contrataciones. Por otro lado, la rigidez de las regulaciones laborales dificulta enormemente que las condiciones de cada empleo se adapten a la realidad del mercado: en lugar de permitir un ajuste de la organización interna de la empresa a su situación externa, la legislación continúa imponiendo una disociación entre ambas, lo que inexorablemente destruye empleo toda vez que la situación externa empeora y choca con la inflexibilidad interna.
Como digo, tanto el problema de la dualidad como el de la rigidez laboral se han moderado tras la última reforma laboral, pero están lejos de haber desaparecido: la mayor parte del nuevo empleo que ahora mismo se está creando es temporal (justamente, porque el 75% de todo el empleo existente es de carácter indefinido y con una fuerte protección frente al temporal); a su vez, la negociación colectiva de carácter provincial y sectorial sigue determinando centralizadamente las condiciones de millones de empleos en centenares de miles de pequeñas y medianas empresas, desatendiendo por entero la realidad concreta de cada una de ellas.
Estas dos deficiencias impiden una reestructuración más acelerada y menos gravosa del modelo productivo de España, lo cual a su vez explica que el ritmo de creación de empleo no sea mucho más intenso y que gran parte de los puestos de trabajo creados revistan un carácter temporal. Acaso ahora mismo pueda parecernos un problema menor dado que, aun siendo mejorable, se están creando 500.000 ocupaciones anuales, lo cual constituye un logro reseñable.
Sin embargo, el propio Banco de España nos alerta de que alrededor de un 40% delcrecimiento económico que estamos experimentando en la actualidad se debe a circunstancias externas que terminarán revertiéndose —bajos precios del petróleo, política monetaria acomodaticia del BCE y estímulo temporal vinculado a las rebajas fiscales—, restando así muchísimo impulso a la creación de empleo. Y si bien podemos sobrellevar sin demasiados problemas la creación de 500.000 empleos anuales, ¿acaso podríamos decir lo propio si solo creáramos 250.000 o 300.000 en una economía con casi cinco millones de parados? Esto es, ¿podríamos aceptar con comodidad tardar todavía una década entera en normalizar nuestras cifras de desempleados?
No deberíamos y, para evitarlo, deberíamos avanzar hacia una reforma laboral auténticamente liberalizadora: una reforma que dote de autonomía negociadora a trabajadores y empresarios. Por desgracia, el Partido Popular se niega a profundizar en la única reforma estructural que ha aprobado —y que ha tenido éxito— durante sus cuatro años de legislatura; PSOE y Podemos ya han anunciado que, lejos de ampliar la libertad laboral, pretende estrangularla todavía más, regresando al tan fallido modelo regulatorio previo a 2012 (un modelo que fue responsable de destruir tres millones de empleos durante la crisis); y Ciudadanos apenas pretende parchear el drama de la dualidad con un descafeinado contrato único.
Nadie, pues, quiere tomar el toro por los cuernos: en el mejor de los casos, aspiran a consolidar el modelo actual; en el peor, a degradarlo. Tras varios años de envenenar a la sociedad con mentiras y populismos sobre el mercado de trabajo, negándose a explicar con claridad cuáles son los auténticos problemas que lo atenazan, ahora todas las formaciones políticas son rehenes de sus propios engaños. Y los ciudadanos, las víctimas de este desaguisado regulatorio fruto de la demagogia política.
Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) el 8 de junio de 2016.
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