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domingo, 12 de junio de 2016

El arte de la publicidad

 



[Extraído de La acción humana]
El consumidor no es omnisciente. No sabe dónde puede obtener con el precio más barato aquello que está buscando. Muy a menudo ni siquiera sabe qué tipo de producto o servicio es apropiado para eliminar más eficazmente la incomodidad concreta que quiere eliminar. Como mucho, está familiarizado con las condiciones del pasado y dispone sus planes sobre la base de esta información. Darle información acerca del estado actual del mercado es tarea de la propaganda empresarial.
La propaganda empresarial debe ser agresiva y descarada. Su objetivo es atraer la atención de gente poco inteligente, despertar deseos latentes, tentar a los hombres a sustituir con innovación la pegajosa inercia de la rutina tradicional. Para tener éxito, la publicidad debe ajustarse a la mentalidad de la gente cortejada. Debe ajustarse a sus gustos y hablar su idioma. La publicidad es chillona, ruidosa, ordinaria, hueca, porque el público no reacciona a alusiones solemnes. Es el mal gusto del público el que obliga a los publicistas a mostrar mal gusto en sus campañas de publicidad. El arte de la publicidad ha evolucionado hacia una rama de psicología aplicada, una disciplina hermana de la pedagogía.
Como todas las cosas diseñadas para ajustarse al gusto de las amasas, la publicidad es repelente para la gente con sentimientos delicados. Este aborrecimiento influye en la valoración de la propaganda empresarial. La publicidad y todos los demás métodos de propaganda empresarial se condenan como uno de los derivados más indignantes de la competencia sin límites. Debería prohibirse. Los consumidores deberían ser instruidos por expertos imparciales: las escuelas públicas, la prensa “no partidista” y las cooperativas deberían llevar a cabo esta tarea.
La restricción del derecho de los empresarios a anunciar sus productos restringiría la libertad de los consumidores a gastar su renta de acuerdo con sus propios deseos. Les haría imposible aprender tanto como puedan y quieran acerca del estado del mercado y las condiciones que pueda considerar relevantes al elegir lo que comprar y lo que no comprar. Ya no estarían en disposición de decidir sobre la base de la opinión que se hayan formado acerca de la valoración del vendedor de sus productos: se verían obligados a actuar siguiendo la recomendación de otra gente. No es improbable que estos mentores les eviten algunos errores. Pero los consumidores individuales estarían bajo la tutela de guardias. Si no se restringe la publicidad, los consumidores están en buena medida en la situación de un jurado que aprende del caso escuchando a los testigos y examinando directamente todos los medios de evidencia. Si se restringe la publicidad, están en la situación de un jurado a quien reporta un oficial acerca de los resultados de su propio examen de las evidencias.
Es una falacia extendida que una publicidad habilidosa pueda impulsar a los consumidores a comprar todo lo que el anunciante quiere que compren. El consumidor está, según está leyenda, simplemente indefenso contra la “alta presión” publicitaria. Si esto fuera verdad, el éxito o fracaso de un negocio estaría solo en el modo de anunciarse. Sin embargo, nadie cree que ningún tipo de publicidad hubiera tenido éxito en hacer que los fabricantes de velas mantuvieran el terreno frente a la bombilla eléctrica, los conductores de caballos frente a los automóviles a motor, la pluma de ganso frente a la de acero y luego frente a la estilográfica. Quien admita esto deduce que la calidad del producto anunciado es esencial para conseguir el éxito de una campaña publicitaria. Lugo no hay ninguna razón para mantener que la publicidad es un método de engañar al público ingenuo.
Indudablemente es posible que un anunciante induzca a una persona a probar un artículo que no habría comprado si hubiera conocido sus cualidades de antemano.  Pero mientras la publicidad sea libre para todas las empresas en competencia, el artículo que sea mejor desde el punto de vista de los apetitos del consumidor finalmente se impondrá al artículo menos apropiado, sean cuales sean los métodos publicitarios que puedan emplearse. Los trucos y artificios de la publicidad no están menos disponibles para el vendedor del mejor producto que para el del peor. Pero solo el primero disfruta de la ventaja derivada de la mejor calidad de su producto.
Los efectos de la publicidad de productos están determinados por el hecho de que, por norma, el comprador está en disposición de adoptar una opinión correcta acerca de la utilidad del artículo comprado. El ama de casa que ha probado una marca concreta de jabón o de comida enlatada aprende por experiencia si es bueno o no para ella comprar y consumir ese producto también en el futuro. Por tanto, la publicidad merece la pena al anunciante solo si el examen de la primera muestra comprada no ocasiona el rechazo del consumidor a comprar más. Es común entre los empresarios estar de acuerdo en que no vale la pena anunciar productos que no sean buenos.
Son completamente diferentes las condiciones en aquellos campos en los que la experiencia no nos puede enseñar nada. Las declaraciones de propaganda religiosa, metafísica y política no pueden verificarse ni falsarse por la experiencia. Con respecto a la vida posterior y el absoluto, cualquier experiencia es solo la experiencia de fenómenos complejos, que está abierta a distintas interpretaciones; la única vara de medir que puede aplicarse a las doctrinas políticas es un razonamiento apriorístico. Así que la propaganda política y la propaganda empresarial son esencialmente cosas diferentes, aunque a menudo recurren a los mismos métodos técnicos.
Hay muchos males para los cuales la tecnología y terapéutica contemporáneas no tienen remedio. Hay enfermedades incurables y hay defectos personales irreparables. Es triste que algunos traten de aprovechar las penas de sus congéneres ofreciéndoles panaceas. Esos engaños no hacen a los viejos jóvenes y a las feas guapas. Solo aumentan su esperanza. No obstaculizaría el funcionamiento del mercado si las autoridades prohibieran esa publicidad, cuya verdad no puede probarse por los métodos de las ciencias naturales experimentales. Pero quien esté dispuesto a conceder al gobierno este poder sería incoherente si protestara someter las declaraciones de iglesias y sectas al mismo examen. La libertad es indivisible. Tan pronto como se empieza a restringirla, se entra en un declive en el que es difícil parar. Si se asigna al gobierno la tarea de hacer que la verdad prevalezca en la publicidad de perfumes y pasta de dientes, no se puede protestar por el derecho a buscar la verdad en asuntos más importantes de religión, filosofía e ideología social.
La idea de que la propaganda empresarial puede obligar a los consumidores a someterse a la voluntad de los anunciantes es espuria. La publicidad nunca puede conseguir suplantar bienes mejores o más baratos por otros peores.
El coste incurrido en publicidad es, desde el punto de vista del anunciante, una parte de la factura total de los costes de producción. Un empresario gasta dinero en publicidad siempre y cuando espere que el aumento de ventas resultante aumente los beneficios netos. En este aspecto, no hay diferencia entre los costes de publicidad y los costes de ventas. Se ha hecho un intento de distinguir entre costes de producción y costes de ventas. Un aumento en los costes de producción, se ha dicho, aumenta la oferta, mientras que un aumento en los costes de ventas (incluidos los costes de publicidad) aumenta la demanda. Es un error. Todos los costes de producción se gastan con la intención de aumentar la demanda. Si el fabricante de caramelos emplea unas materias primas mejores, busca un aumento en la demanda de la misma forma que lo hace haciendo más atractivos los envoltorios y más acogedoras sus tiendas y gastando más en anuncios. Al aumentar los costes de producción por unidad de producto, la idea es siempre aumentar la demanda. Si un empresario quiere aumentar la oferta, debe aumentar el coste total de producción, lo que a menudo ocasiona menores costes de producción por unidad.

Publicado originalmente el 18 de mayo de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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