Publicado el 08 noviembre 2012 por Juan Ramón Rallo
Aparentemente, el Estado del Bienestar no tiene nada de negativo. ¿Quién podría oponerse al bienestar? Sucede, sin embargo, que justamente ahí reside la trampa: en identificar bienestar social con Estado del Bienestar. Coincidiendo en los fines últimos (todos queremos una educación excelente para nuestros hijos que les permita ser personas de provecho en el futuro, una sanidad asequible y de calidad, y una jubilación digna para disfrutar de los últimos años de nuestras vidas), el debate se enfoca más bien en cuáles son los medios óptimos para lograrlo: si un monopolio estatal de todas estas vitales áreas de nuestra vida, donde una camarilla de corruptos, torpes, manirrotos e ineficaces políticos tienen la última palabra sobre cómo gestionamos nuestro dinero (a qué colegio llevamos a nuestros hijos, qué tratamientos sanitarios podemos recibir, de qué modo nos aseguramos la provisión de una pensión, etc.), o más bien un mercado libre y competitivo donde comencemos a tratar a las personas como adultos capaces de gestionar su dinero y de escoger las opciones que mejor encajen con sus necesidades.
En este sentido, deberíamos desterrar de nuestra cabeza la pueril idea de que el Estado de Bienestar es superior a cualquier de sus alternativas por el hecho de ser gratuito. La gratuidad sólo se lograría si los profesores, los médicos o los pensionistas no cobraran, pero como hay que pagarles puntualmente todos los meses (a ellos y a las compañías eléctricas que proporcionan luz a hospitales y escuelas, a los proveedores de medicamentos y a los del material escolar), entonces no puede afirmarse que sea gratuita: las sufragamos, sin capacidad alguna de elegir nada, mediante nuestros impuestos. Los tres servicios nos cuestan una media de 12.000 euros anuales (1.000 euros mensuales) por español en activo: baratos precisamente no son.
¿Y qué hay de su calidad? Tal vez este punto resulte más subjetivo: algunos opondrán la fantástica gestión de de la sanidad española; otros, las míseras pensiones que puede permitirse la Seguridad Social o la baja calidad de nuestro sistema educativo de acuerdo con todos los rankings que podamos encontrar. La cuestión, empero, es bastante más sencilla: ¿por qué no dejamos que cada persona elija el proveedor que considera que ofrece un mejor servicio? Si la sanidad, la educación o las pensiones públicas son de mucha mayor calidad que el resto de alternativas privadas, ¿por qué no permitimos que la gente se descuelgue del Estado de Bienestar? Es decir, ¿por qué no permitir que, si reputa mejor otras opciones, deje de costearlo con sus impuestos?
Acaso la última justificación que le reste al Estado de Bienestar sea su función como Estado asistencial: garantizar un acceso universal a estos servicios. Pero si ése fuera su auténtico propósito, bastaría con que el Estado prestara ayuda a aquellas personas de renta baja que no pudiesen costearse la educación, la sanidad o las pensiones en un mercado libre (de hecho, con las pensiones ya sucede: se llaman pensiones no contributivas). Lo que no tiene sentido es que, con la excusa de garantizar el acceso universal, el Estado proceda a controlar la práctica totalidad de la educación, la sanidad o las pensiones. ¿O es que para garantizar el acceso universal a la comida el Estado ha nacionalizado los campos, las granjas o la industria de tractores y ha convertido en funcionarios a todos sus trabajadores?
No, el Estado de Bienestar es sólo un bonito nombre para ocultar su verdadera naturaleza: el bienestar y latrocinio del Estado a costa del creciente malestar de una sociedad que se ve saqueada con impuestos crecientes y maltratada con unos monopolizados servicios sociales de calidad mermante.
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