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martes, 3 de noviembre de 2015

Democracia, autocracia y desarrollo

 por Juan Ramón Rallo

 
El pinchazo de la bolsa china ante la más que aparente desaceleración de su actividad productiva no sólo está suscitando debates de cariz económico a propósito de la sostenibilidad de su modelo de crecimiento o de las causas últimas de sus burbujas financieras, sino también debates con un cariz más político: a saber, ¿promueven las democracias un mayor y más duradero crecimiento económico que las autocracias o es al revés?
 
Por extraño que pueda parecer, no existe nada parecido a un consenso académico al respecto. Por un lado, las democracias consolidadas suelen asociarse a ciertas instituciones que fomentan el crecimiento económico: reconocimiento de la igualdad jurídica entre los ciudadanos; la deliberación, el diálogo y el acuerdo como herramientas de resolución de conflictos preferibles a la violencia; la promoción de un marco general de cooperación que no atienda a los intereses de ninguna casta privilegiada; la aceptación de ciertas esferas de libertad individual para poder rechazar y disputar el poder establecido; o la existencia de contrapoderes que limiten el comportamiento arbitrario de los políticos.
 
Sin embargo, todos estos rasgos que en ocasiones van asociados con la democracia, también pueden ser perfectamente socavados por ella: la existencia de grupos de presión o de coaliciones de clientes electorales orientan la actividad legislativa de algunas democracias no a promover instituciones inclusivas para la cooperación entre personas, sino instituciones extractivas para el parasitismo de unas personas sobre otras; la deliberación, el diálogo y el acuerdo se sustituyen por el populismo, la demagogia y la hiperlegitimización de la violencia refrendada por la mayoría; las libertades individuales terminan sometiéndose al poder omnipotente de la democratizada burocracia estatal y al cortoplacismo avaricioso de las oscilantes mayorías electorales; y la división de poderes acaba degenerando en una concentración de poder en el partido o en el presidente.
 
De ahí que algunos otros autores consideren que las autocracias, al solventar muchos de los males endémicos de las democracias, promueven el crecimiento económico en mayor medida. En concreto, las autocracias se suelen asociar a administraciones tecnocráticas con capacidad de resistir a los grupos de presión y a las demandas cortoplacistas del electorado; con una visión más global de la economía, capaz de imponer un mayor volumen de ahorro y de inversión interna para así acelerar el crecimiento; y con la ausencia de privilegios sindicales y regulaciones laborales que torpedeen la creación de empleo.
 
No obstante, esta imagen benevolente de las autocracias basada en la idílica figura del rey filósofo se topa con una realidad mucho menos agradable en la mayoría de casos: el autócrata no se preocupa por el interés de sus ciudadanos, sino por el suyo propio, de manera que no duda en violentar sus derechos para eliminar cualquier oposición interna y asentarse en el poder; asimismo, la promoción del ahorro y la de sostenibilidad financiera sólo perdurará mientras encaje con su permanencia en el poder, de modo que no dudará en promover políticas keynesianas y de sobreendeudamiento si con ello consigue diferir el estallido de una conflictiva crisis social; y, a su vez, la creación de una casta dirigente con derecho natural a gobernar termina degenerando igualmente en oligarquías extractivas que, para más inri, ni siquiera pueden ser desplazadas por procedimientos pacíficos.
 
Así las cosas, no sorprende la inexistencia de un unánime consenso académico o de una clara evidencia empírica acerca de cuál de ambos regímenes potencia en mayor medida el crecimiento económico. Todo dependerá, esencialmente, del tipo de políticas adoptadas y no existe una rígida relación entre régimen político y políticas adoptadas. Ahora bien, con independencia de cuál sea el régimen político, sí existen un conjunto de políticas que sabemos que promueven el crecimiento: protección de las libertades de las personas y de su propiedad; leyes generales y poco intrusivas que permitan la autorrealización de muy diversos proyectos vitales y empresariales en régimen de cooperación o competencia; ausencia de privilegios normativos que parasiten a un grupo de individuos en beneficio de otro grupo; negociación, diálogo, confianza y cumplimiento de la palabra dada como base para la resolución de conflictos; presencia de contrapoderes que limiten el intervencionismo estatal; y, en definitiva, un marco de convivencia basado en un simétrico respeto mutuo.
 
Pero todas estas cualidades positivas, no sólo para el crecimiento económico sino para la emergencia de una sociedad abierta, no son propias ni de la democracia ni de la autocracia: lo son del liberalismo. Es el liberalismo el que promueve un orden social basado en la igualdad moral de las personas, en la libertad individual, en el derecho de propiedad, en las relaciones voluntarias, en el cumplimiento de los contratos, en la contención del poder estatal, en el arrinconamiento de los lobbies, en la minimización de la burocracia, en la irrelevancia de las redes clientelares. Lo esencial, por consiguiente, es que todo sistema político termine convergiendo hacia el liberalismo: ese es el principal motor del desarrollo social y económico de una nación.

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