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martes, 17 de noviembre de 2015

Los capitalistas arrepentidos

Uno de los fenómenos más recurrentes y menos conocidos de la historia del capitalismo es la cantidad de personas que, una vez enriquecidas por el sistema, se vuelven contra él con una inusitada ferocidad. En La mentalidad anticapitalista, Mises ilustró muy bien esta singular paranoia. En los últimos tiempos, el club anticapitalista ha visto engrosadas sus filas con dos fichajes multimillonarios, los del magnate Ted Turner y el financiero George Soros. La diferencia entre el empresario mediático y el brillante especulador de origen húngaro es el obsesivo empeño de éste último en proporcionar soporte teórico a sus planteamientos. Un buen ejemplo de ello es su reciente libro, La crisis del capitalismo global, un texto pretencioso y de escaso rigor, pero que a causa de su autoría da argumentos a los innumerables críticos del libre mercado para persistir en sus ataques.
Este libro tiene dos partes bien diferenciadas. En la primera se desarrolla un marco conceptual; en la segunda se aplica dicho marco a la situación actual. El mayor problema del texto soriano reside en que los fallos teóricos le llevan a un erróneo análisis de la coyuntura reciente. Soros ha olvidado el viejo axioma leninista: "la mejor práctica es una buena teoría". De hecho, la mayor parte de las acusaciones esgrimidas contra lo que él llama fundamentalismo de mercado forman parte de la corriente central del moderno pensamiento económico, pero conducen a consecuencias distintas a las sugeridas por Soros. Como otros autores, el financiero caricaturiza la economía de mercado para luego demolerla. Este es un recurso intelectual muy tosco.
La tesis central es que el fundamentalismo de mercado se ha convertido en una amenaza para la sociedad abierta. Para Soros, la creencia en la competencia perfecta y, por tanto, en la infalibilidad del mercado es un error. Pues bien, esta posición no es original. Desde la Escuela de Chicago hasta la Escuela Austríaca, pasando por los neokeynesianos, nadie tiene una visión de la economía de mercado como la descrita por Soros. Tampoco esa ha sido la practica gubernamental en la mayoría de las economías industrializadas durante los últimos veinte años. Ahora bien, el mercado falla pero el estado también. Por ello, cualquier nueva intervención debe ser sometida a un riguroso análisis coste-beneficio y muchas de las existentes han de ser eliminadas porque hacen más daño que bien. Esta es la raíz, no ideológica sino pragmática, de gran parte de los procesos de liberalización iniciados a finales de los setenta.
Si se piensa que la ratio gasto público/PIB se acerca al 50% en la mayor parte de la OCDE, hablar de un desmantelamiento del estado es una broma. Este ni siquiera se ha producido en EE.UU. con Reagan ni en Gran Bretaña con Thatcher. En los primeros, la participación del sector público en la economía era más alta al finalizar el mandato Reagan que al iniciarse; en Gran Bretaña, la revolución de la Dama de Hierro logró la "proeza" de recortar esa variable en dos décimas. Por lo que se refiere a los gastos sociales, su progresión en el PIB ha sido constante: el 14% en 1961, el 25% en 1979, el 34% en 1995. A la vista de estos ejemplos, podrían encontrarse muchos más, el fundamentalismo de mercado parece ser más bien una figura retórica que un hecho.
Soros aboga por la creación de un banco central mundial y por la introducción de duras regulaciones para poner orden en unas finanzas internacionales crueles e inmorales. Este enfoque no es novedoso. La "necesidad" de domesticar las fuerzas desatadas por el capitalismo salvaje es un tópico habitual de la literatura socialista e intervencionista desde hace más de un siglo. La apelación a aumentar el poder de los gobiernos nacionales y de las instituciones supranacionales para lograr ese objetivo es una consecuencia lógica e inevitable de ese planteamiento y obedece a las mismas causas: una desconfianza profunda en la libertad individual combinada con una fe irracional en los poderes taumatúrgicos del poder político.
Lo más interesante en la actitud psicológica de los multimillonarios anticapitalistas es su negativa a conceder a los demás las oportunidades que a ellos les hicieron ricos e influyentes. Tal vez, cansados de competir para mantener su lugar en una economía libre, intentan protegerse mediante la introducción de medidas restrictivas de la competencia. Quizá por ello están dispuestos a adoptar el credo anticapitalista. Por otra parte, la supuesta incompatibilidad entre los placeres materiales que la economía de mercado les ha proporcionado y los dolores morales que parece causarles sólo comienza a producirse a partir de cuentas corrientes con miles de millones de dólares. En una posición tan envidiable, los Soros de turno deberían poner en práctica su mentalidad redistributiva a través de la filantropía, en lugar de apelar al poder coercitivo del estado, es decir, al dinero de los demás.
En el giro intervencionista de los multimillonarios existen también poderosos intereses personales. En el caso de Soros, su preocupación por el desorden financiero internacional coincidió con la reciente crisis rusa. Como reconoce en su libro consumió horas y horas en vanos intentos para que los bancos centrales y las instituciones financieras internacionales corriesen en socorro del rublo e impidiesen el desplome de los mercados financieros en la vieja Rusia. En suma, fracasó en sus intentos de que esas entidades cubriesen las pérdidas de los inversores como hicieron en México en 1995. Cuando Soros contempló como se volatilizaban dos mil millones de dólares de su hedge fund, se convenció de los graves riesgos inherentes a las actuales estructuras financieras mundiales. Sin embargo, no tuvo esta sensación cuando obtuvo espectaculares beneficios al especular contra la libra esterlina en 1992.
La crisis del capitalismo global es tan sólo el desahogo de un hombre cansado de asumir los riesgos que le hicieron rico. De igual modo, hoy se puede ver a Netscape, Oracle o Sun Microsystems pidiendo la intervención del gobierno para aplastar a Microsoft y escapar así a la batalla competitiva que la empresa de Bill Gates les plantea en el mercado. Es el viejo truco de apelar al propio mercado para imponer medidas que restringen su funcionamiento. A su vez, el texto muestra un profundo desconocimiento de teoría económica elemental y una deficiente comprensión del funcionamiento de la economía internacional. Esto no es extraño. Un operador o un intermediario puede explotar perfectamente las ventajas de un sistema económico sin comprender su lógica. Y eso le pasa a Soros.
Los especuladores, como George Soros, han prestado buenos servicios al mundo cuando han aplicado sus talentos dentro del marco de una economía libre. Su percepción de la existencia de oportunidades no explotadas en el mercado ayuda a mejorar la asignación de los recursos y la eficiencia del sistema. Pero cuando deciden jugar a políticos, vestirse de filósofos reyes y animar a los gobiernos a planificar el mundo, su capacidad de hacer daño es muy considerable y el riesgo de caer en el ridículo, cuando juegan a teorizar, supera lo asegurable.
George Soros, La crisis del capitalismo global. Madrid, Temas para el debate, 1999.

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