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domingo, 12 de abril de 2015

Salvando el alma del liberalismo clásico

James M. Buchanan (1919-2013) recibió el Premio Nobel de Economía en 1986 y fue Académico Asociado Distinguido del Cato Institute.


La década de los 1950 fueron días oscuros para los liberales clásicos. La idea del gobierno grande era tolerada a lo largo y ancho del espectro político en las naciones occidentales. En esos años mi colega Warren Nutter solía decir que “salvar los libros” era el objetivo mínimo de los liberales clásicos. Al menos teníamos que mantener las ideas liberales impresas. Friedrich von Hayek, el gran defensor del libre mercado, amplió la noción de Nutter a “salvar las ideas.”
Ambos objetivos se han logrado. Hoy se siguen leyendo libros liberales y las ideas que contienen son mejor entendidas que a mediados del siglo XX. Hoy, por ejemplo, la mayor parte de los estadounidenses pensantes saben que el corazón del liberalismo clásico yace en el entendimiento de que el avance del individuo puede traer consigo más bien que cualquier proyecto que se enfoque en la colectividad. Muchos también entienden intuitivamente que el liberalismo clásico tiene muy poco que ver con el “liberalismo” de la posguerra difundido por la izquierda norteamericana.
A pesar de estos éxitos, nosotros—los liberales verdaderos—no nos hemos preocupado por salvar el alma del liberalismo clásico. Los libros y las ideas son necesarios, pero no son suficientes, por su propia cuenta, de asegurar la viabilidad de nuestra filosofía. No, el problema está en la presentación de las ideas.
De manera que, por ejemplo, durante su presidencia George H. W. Bush se refirió despectivamente a “esa cosa de visión” cuando alguien intento comparar su posición a la de Ronald Reagan. La “brillante ciudad en la colina,” la idea puritana que Reagan invocó para llamar atención hacia el ideal estadounidense, le resultaba extraña a Bush. Bush no entendió lo que Reagan quería decir y no supo apreciar por qué esa imagen resonaba entre el sentimiento público.
En cierto sentido, podríamos decir que Ronald Reagan estaba tocando una parte del alma norteamericana que Bush ignoró. La distinción crítica entre aquellos cuyo horizonte de la realidad emerge de una visión comprehensiva sobre lo que puede ser y aquellos cuyo horizonte se limita pragmáticamente a percepciones actuales, se hace clara en esta comparación.
Mi tesis principal es que el liberalismo clásico no puede asegurarse suficiente aceptación pública si sus defensores vocales se limitan a este segundo grupo de pragmatistas que sólo preguntan “¿funciona?” La ciencia y el interés personal sin duda prestan fuerza a cualquier argumento, pero también se necesita un ideal, una visión. La gente necesita desear algo con vehemencia, algo por lo cual luchar. Si el ideal liberal está ausente, habrá un vacío que será suplantado por otras ideas. Los liberales clásicos han fracasado, singularmente, en el entendimiento de esta dinámica.
No es porque no tengamos material con qué trabajar. Los escritos de Adam Smith y sus colegas crearon, por ejemplo, una visión coherente y comprehensiva de un orden de interacción humana. ¿Qué puede ser más persuasivo que la descripción que Smith hace de la mano invisible? Estos poderosos argumentos por la libertad y la primacía del individuo aún tienen el poder de resonar hoy.
Precisamente debido a que permanece potencial, no realmente alcanzable, es que la visión clásica de la libertad individual satisface un deseo humano generalizado por un ideal supra-existente. El liberalismo clásico comparte esta cualidad con su archienemigo que además es más nuevo, el socialismo, ya que éste también ofrece una visión comprehensiva que trasciende tanto a la ciencia y al interés personal que sus defensores ocasionales presentaron como características propias del socialismo. Es decir, tanto el liberalismo clásico, como el socialismo, tienen almas, a pesar de que sus espíritus promotores son categórica y dramáticamente distintos el uno del otro.
El problema acá yace en los pensadores principales. Pocos socialistas disputan la sugerencia de que un principio motivador, un ideal, está en el centro de toda la perspectiva socialista. Pero muchos que profesan ser liberales clásicos han parecido dubitativos al afirmar la existencia de lo que yo llamo “el alma” de su posición. A menudo parecen buscar una cubierta exclusivamente “científica” para su defensa, al lado de una referencia ocasional al interés propio iluminado.
A los liberales clásicos de hoy parece darles vergüenza admitir que hay un atractivo ideológico—incluso un romance—que el liberalismo clásico, como filosofía de vida, puede poseer. Mientras la posición actual puede ofrecer una satisfacción interna a los individuos que cualifican como conocedores, es sumamente dañina cuando se trata de ganar la aceptación pública del liberalismo.
Aquí, como en otros casos, los economistas políticos se enfrentan al fenómeno de que “cada hombre es su propio economista.” La evidencia científica por sí sola no puede hacerse convincente; debe estar suplementada con convicciones e ideales. Todo hombre se ve a sí mismo como su propio economista, pero todo hombre también retiene un deseo interno de participar en una comunidad idealizada, la utopía virtual que incluye una serie de principios abstractos.
Los liberales clásicos deben entender que su trabajo es más difícil que el de los científicos naturales. El físico o el biólogo no tiene que preocuparse por que el público acepte sus descubrimientos experimentales. El público necesariamente confronta la realidad natural y negar inmediatamente esta realidad sensible es entrar a la sala de los tontos. No vemos a muchos tratando de caminar a través de paredes, o sobre el agua.
También es importante observar que sabemos que podemos utilizar los aparatos tecnológicos modernos sin entender sus almas, o los principios fundamentales de su operación. Yo, personalmente, no necesito conocer el principio sobre el cual la computadora me permite poner palabras sobre la página. Compare esta posición—simple aceptación del funcionamiento de la computadora—con la de un participante ordinario en el nexo económico. El último puede, por supuesto, simplemente responder a las oportunidades confrontadas como comprador, vendedor, o empresario, sin siquiera cuestionar los principios del orden de interacción que generan estas oportunidades. A otro nivel de conciencia, sin embargo, el participante debe reconocer que este orden emerge de las decisiones políticas del hombre.
Es sólo a través de un entendimiento de, y una apreciación por, los principios motivantes del orden extendido del mercado que un individuo puede abstenerse de acciones políticas insensatas. Quienes promueven leyes de salario mínimo, control de rentas, o inflación monetaria, lo hacen porque simplemente no entienden la acción individual o el mercado. El científico en la academia que entiende esos principios debiera ser un defensor de los principios liberales clásicos. Pero los científicos económicos por sí solos no poseen la autoridad de imponer sus propias opiniones; la ciudadanía en general también debe ser incluida en la ecuación.
El Ascenso de los Colectivistas
La economía política clásica, como se enseñaba en las primeras décadas del siglo XIX, y particularmente en Inglaterra, capturó las mentes de las masas. Los promotores del liberalismo clásico fueron capaces de presentar una visión tan convincente que su alma logró ganar el apoyo necesario para grandes reformas políticas. Piense en la revocación de las leyes de trigo en Inglaterra, un paso que sin duda fue difícil. Después de todo, ¿por qué debe Inglaterra dejar de proteger a sus agricultores? Fue sólo al presentar la visión más grande del libre mercado que quienes se oponían a las leyes del trigo lograron convencer a los legisladores. Cuando los reformistas prevalecieron, la revocación cambió el mundo.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX el movimiento liberal perdió su camino. En 1848, Karl Marx publicó su Manifiesto Comunista y los atractivos poderosos del socialismo hicieron que el liberalismo pareciera una luz débil. A partir de ese momento los liberales clásicos se atrincheraron en una posición de defensa, luchando continuamente contra las reformas promulgadas por los soñadores utilitarios. La libertad individual dejó de ser el enfoque.
Los colectivistas reclamaron la sabiduría superior; la vida se convirtió en la búsqueda de la felicidad de la colectividad. Auxiliados y escudados por los idealistas políticos inspirados en Hegel, estos nuevos intelectuales se apartaron de la noción de realización personal a la de la psiquis colectiva. El ideal del socialismo tuvo tal éxito que llevó a grandes cambios políticos e institucionales—incluso cuando la experiencia de la historia comprobó que contiene fallas profundas. ¿Qué, si no el poder del ideal socialista, puede explicar su longevidad en Rusia e incluso partes de Europa Occidental?
¿Qué diferencias son, entonces, las que estamos señalando acá? La diferencia categórica entre el alma del liberalismo clásico y la del socialismo es que una idealiza al individuo mientras la otra al colectivo. El individuo está, de hecho, en el centro de la visión liberal: él o ella actúa para alcanzar metas que son mutuamente alcanzables por todos los participantes en la sociedad. Precisamente porque estas metas son internas, pertenecen a la conciencia de quienes toman decisiones y llevan a cabo acciones, los resultados que producen no pueden ser medidos ni son significativos como resultados “sociales.” Y sin embargo todos los números agregados que utilizamos están designados con lo “social” en mente: piense en las tablas de distribución que los analistas fiscales usan para presentar la carga fiscal de la nación, o la figura estándar de desempleo que los gobiernos presentan periódicamente.
En el momento en que sentamos un propósito “social,” incluso como objetivo, contradecimos el mismo principio del liberalismo. Pero los liberales clásicos sucumbieron. Ellos mismos han confundido la discusión, al afirmar que el orden idealizado y extendido del mercado produce una mayor cantidad de bienes valiosos que la alternativa socialista.
El invocar la norma de eficiencia en una forma tan cruda como esta, incluso conceptualmente, es entregar el juego completo. Casi todos nosotros somos culpables de esto ya que sabemos, por supuesto, que el mercado extendido de hecho produce más bienes. Pero la atención sobre cualquier escala de valor agregado oculta la característica principal del orden liberal: la libertad individual.
Claro que los liberales clásicos podemos defendernos bien incluso en el juego de los socialistas. Pero al hacerlo trasladamos nuestro propio enfoque al juego de ellos, no al nuestro, el cual debemos aprender a jugar bajo nuestras propias reglas y convencer a otros de que participen. Afortunadamente, algunos liberales clásicos modernos están empezando a replantear el terreno de juego al introducir—como en los deportes—tablas comparativas que hacen énfasis sobre la medición de la libertad en sí.
Pequeños Rompecabezas
El campo intelectual de la economía, tal y como es practicado y promulgado en este siglo, también ha hecho daño. En lugar de permitir que el estudio de la economía ofrezca una aventura intelectual genuina y emocionante, lo hemos convertido en una compleja ciencia matemática y empírica. Esta tendencia sólo se detuvo un poco durante las décadas de la guerra fría, cuando el reto continuo de luchar contra el comunismo motivó a liberales como Hayek y un número relativamente pequeño de sus colegas. Pero a partir de entonces la disciplina se ha convertido en solución de rompecabezas pequeños. ¿Cómo podemos revitalizar a la ciencia económica, especialmente para quienes nunca van a recibir entrenamiento profesional en economía?
La respuesta comienza con Ronald Reagan y su “brillante ciudad en la colina.” Reagan no podía resolver las ecuaciones simultáneas de la economía de equilibrio general. Su educación en economía se limitaba a cursos universitarios en Eureka College. Pero llevaba consigo una visión de un orden social que puede existir. Esta visión estaba, y está, construida sobre la noción de que “todos podemos ser libres.” A través de Reagan podemos ver que el “sistema simple” de Adam Smith, incluso si sólo se entiende vagamente, puede iluminar al espíritu, crear un alma que genere coherencia y una disciplina filosófica unificadora.
¿Qué más hay que saber acerca de la naturaleza del alma del liberalismo? Un elemento motivante en la filosofía liberal es, por supuesto, el deseo del individuo por ser libre del poder coercitivo de otros. Pero hay otro elemento en el alma liberal que es sumamente importante. Es la ausencia del deseo por ejercer coerción sobre otros. En el funcionamiento ideal del orden extendido del mercado cada persona se enfrenta a una opción sin costo de salida de cualquier mercado. La coerción de otros no existe; los individuos son genuinamente libres.
Claro que incluso hoy los mercados no son del todo libres, pero como ideal, este orden imaginado puede ofrecer el emocionante y relevante prospecto de un mundo en el que todos los participantes son libres de tomar decisiones.
Hay muchas imágenes de nuestra historia a la que podemos referirnos. Por ejemplo, mucho se ha hablado del espíritu pionero fronterizo estadounidense, pero ¿por qué fue la frontera tan importante—sobre todo en el primer siglo de la experiencia norteamericana? Era importante porque simbolizaba la libertad liberal. La interpretación económica apropiada de la frontera yace en su garantía de una opción de salida, cuya presencia limita dramáticamente el potencial de explotación interpersonal. Hoy, la frontera territorial está cerrada, pero el órden operacional del mercado actúa precisamente en la misma manera que la frontera; le ofrece a cada participante opciones de salida en cada relación.
Para restaurar el alma del liberalismo tenemos que dar un par de pasos hacia atrás. Pequeñas “victorias” liberales en detalles de política legislativa no son suficientes. Como tampoco lo son los éxitos electorales de quienes hasta cierto punto apoyan los principios liberales. Sólo porque logramos prohibir el control de rentas en nuestra localidad, o elegir a un Ronald Reagan como presidente, no podemos decir que el liberalismo clásico informa los comportamientos públicos. Los liberales clásicos literalmente “se durmieron” durante la década de 1980, y siguieron durmiendo tras la muerte del socialismo. El resultado es que hoy por hoy los sentimientos públicos se inclinan más hacia el estado paternalista o hacia regímenes mercantilistas, buscadores de rentas, no hacia ideales liberales.
Nuestra tarea más importante hoy es crear una nueva visión, una nueva alma, para el liberalismo. No estoy sugiriendo que nuestra atención debe dirigirse al diseño de paquetes políticos “todo-incluido.” La política, por lo general, procede de manera lenta, paso a paso. Lo que sugiero es que nosotros, quienes enseñamos el liberalismo, nos enfoquemos en la visión, la constitución de la libertad, en lugar de cálculos utilitarios meramente pragmáticos que muestran que el liberalismo produce mejores resultados cuantitativos que las economías politizadas.
En otras palabras, los liberales no deben acomodarse y decir “nuestro trabajo está hecho.” La organización y la bancarrota intelectual del socialismo en nuestros tiempos no ha removido la relevancia de un discurso renovado y continuo de filosofía política. Necesitamos el discurso para preservar, salvar y recrear lo que podemos adecuadamente llamar el alma del liberalismo clásico. Sin un entendimiento generalizado de los principios que lo organizan, el orden extendido del mercado no va a sobrevivir.

James M. Buchanan, Premio Nobel de Economía 1986, es Académico Asociado Distinguido del Cato Institute.
Este ensayo se publicó originalmente en el Wall Street Journal el 1 de enero de 2002.

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