Durante décadas nos hemos hartado de escuchar que la gran ventaja de las economías libres es la feroz competencia que se da entre los empresarios. En ellas, el consumidor es plenamente soberano gracias a sus posibilidades para cambiar de suministradores como de cromos: siempre que una compañía trate de hacerlo peor que el resto subiendo los precios o empeorando la calidad de sus productos, a los consumidores les queda la alternativa de refugiarse en otras empresas, que, gracias sean dadas a la feroz competencia, están interesadas en seguir ofreciendo el mismo producto a los mismos bajos precios y con las mismas altas calidades de siempre.
Los problemas de esta idealizada imagen empiezan a emerger cuando nos planteamos la posibilidad de que una empresa no tenga competidores directos, o bien que varias empresas se confabulen para lucrarse a costa de los consumidores; es decir, cuando tomamos en consideración los monopolios y los cárteles: si la cantidad de compañías se reduce, la soberanía del consumidor parece mermar y los beneficios del mercado libre no se ven por ningún lado.
Siguiendo este hilo, el economista polaco Oskar Lange pensaba que el sistema económico socialista que él proponía para, presuntamente, superar los problemas relativos al cálculo económico apuntados por Mises en 1920 servía para generar unos resultados muy similares a los de la competencia capitalista:
El proceso de prueba y error funcionaría, o al menos podría funcionar, mucho mejor en un sistema socialista que en una economía competitiva. El Comité de Planificación Central tiene un conocimiento mucho mayor de lo que sucede en el conjunto del sistema económico que cualquier empresario individual, de modo que podría alcanzar más rápidamente los precios de equilibrio con muchos menos tanteos de prueba y error.
Si, como decía Lange, el socialismo es capaz de producir condiciones y resultados muy similares a los previstos por la competencia capitalista, entonces la organización de los derechos de propiedad resulta del todo irrelevante a la hora de lograr la prosperidad del conjunto de la sociedad (una conclusión ésta muy similar, por cierto, a la defendida por los walrasianos en su Segundo Teorema del Bienestar). Los economistas deberían haberse planteado que todas estas disparatadas conclusiones, que casan muy mal con la realidad y con otras proposiciones de la ciencia económica, no son el necesario corolario de una sólida y robusta teoría previa, sino la cristalización de una mala definición del término competencia. Como veremos, la idea de que el capitalismo sólo puede funcionar correctamente con una pléyade de pequeñas e insignificantes empresas, sometidas, de un modo muy inmediato, a los designios del consumidor, depende fundamentalmente de si adoptamos un buen o mal concepto de competencia.
Estatismo y dinamismo
"No sería difícil defender que los microeconomistas han estado analizado la competencia durante los últimos cuarenta o cincuenta años bajo hipótesis que, de ser ciertas, convertirían la competencia en algo totalmente inútil e irrelevante", anotaba Hayek al principio de su célebre artículo "Competencia como un proceso de descubrimiento"; y añadía:
Si todo el mundo conociera de antemano todo eso que la teoría económica denomina datos, entonces la competencia sería un proceso muy costoso para lograr que la realidad se ajustara a esos hechos.
Con esta reflexión, el austriaco estaba sin duda respondiendo a Lange, con su descabellada idea de que el socialismo es algo así como la culminación del proceso competitivo. De acuerdo con el Nobel de Economía de 1974, es posible distinguir entre dos conceptos de competencia, que nosotros agruparemos bajo las denominaciones de competencia estática y competencia dinámica.
La de la competencia estática es la definición empleada por la inmensa mayoría de los economistas. Según esta perspectiva, la competencia es una situación en la que hay un número tan grande de empresas, que ninguna de ellas puede influir sobre el precio al que vende sus productos. Hablamos, pues, de empresas precio-aceptantes. Obviamente, para que esta situación se mantenga en el tiempo es necesario que ninguna compañía destaque sobre el resto (en caso contrario, alguna comenzaría a acaparar a los clientes de las demás); es decir, que todas sean igual de mediocres. Y para universalizar la mediocridad es necesario exigir a su vez
- que todas las empresas vendan exactamente el mismo producto;
- que ninguna empresa aplique mejoras en sus métodos productivos;
- que las condiciones económicas se mantengan estables, o, si se producen cambios, que éstos sean anticipados al mismo tiempo y del mismo modo por todas las empresas.
En caso de que los productos no sean homogéneos o de que no todas las compañías posean una información perfecta sobre los métodos de producción y sobre las preferencias presentes y futuras de los consumidores, alguna podrá ser más perspicaz que el resto a la hora de servir a sus clientes y, por tanto, incrementar su cuota de mercado, lo que le permitirá influir directamente sobre los precios y la calidad de la mercancía (obtendrá poder de mercado), quitando así soberanía al consumidor.
Esto equivale a reputar como políticas contrarias a la competencia fenómenos y prácticas empresariales tan ordinarios como las fusiones, las adquisiciones, la inversión en I+D, la publicidad, el cuidado de la marca, la personalización de los productos, los acuerdos de distribución, los secretos comerciales o, simplemente, las desiguales estimaciones empresariales de las necesidades de los consumidores. En otras palabras, equivale a reputar como contraria a la competencia la mera actividad empresarial. Lo cual, por cierto, no quiere decir que los defensores de la visión estática de la competencia sean favorables a prohibir todas las prácticas anteriores (ya que, pese a restringir la competencia, podrían terminar teniendo un efecto neto positivo sobre el bienestar social), sino que tales prácticas son vistas con suspicacia en tanto nos alejarían del modelo ideal de competencia perfecta.
Frente a esta concepción estática de la competencia, donde lo importante es que en un momento dado haya una gran cantidad de empresas sin poder de mercado, podemos trazar otro, de carácter dinámico, cuyo punto de partida sea el reconocimiento de la inerradicable incertidumbre a que se enfrenta todo agente económico en un sistema de división del trabajo y del conocimiento.
Recordemos que en ese esquema de división del trabajo, los agentes no producen bienes con los que satisfacer directamente sus propias necesidades, sino otros que esperan poder intercambiar por aquellos que sí las satisfacen. Es fácil darse cuenta de que todo agente se enfrenta en este contexto a una doble incertidumbre: por un lado, la relacionada con si sus planes para producir determinados bienes resultarán exitosos (incertidumbre de carácter técnico); por otro, la relacionada con si logrará colocar esos productor futuros en unas condiciones que le resulten favorables, que es una incertidumbre más bien de tipo comercial. Dicho de otra manera: todo agente debe preocuparse por gastar su dinero en escoger los métodos productivos que le permitan vender sus productos a los consumidores a unos precios que le compensen el haber incurrido en esos gastos (entre los que hay que incluir el coste de haber adelantado capital a los factores productivos).
Si bien, en cierto modo, la incertidumbre técnica puede reducirse con un mejor conocimiento de, precisamente, la técnica, la comercial siempre estará presente, ya que el éxito de un agente económico dependerá de que no haya otro más exitoso que él. Un empresario puede afanarse en fabricar a muy bajo coste un bien que hoy resulta muy apetecible a los consumidores, pero si en el momento de llevarlo al mercado otro empresario ha fabricado otro bien que les agrade más (tengan o no relación entre sí), entonces fracasará.
Para comprender adecuadamente la competencia hemos de reconocer que, simplemente, no sabemos qué bienes obtendrán mañana el favor del consumidor, pues en buena medida este dato sólo se conoce a posteriori, cuando todos los empresarios han llevado al mercado sus respectivas ofertas de bienes y los consumidores, atendiendo a sus cambiantes gustos, circunstancias y expectativas, han elegido. De ahí que Hayek dijera con toda propiedad que la competencia es un proceso de descubrimiento:
La única justificación que cabe encontrar para hacer uso de la competencia es la de no saber las circunstancias esenciales que van a determinar el comportamiento de nuestros competidores (...) Me gustaría considerar la competencia un proceso sistemático para descubrir hechos que, si ese proceso no existiera, seguirían siendo desconocidos o no serían utilizados.
Dado que no sabemos cuáles van a ser los cursos de acción exitosos, porque ni siquiera el consumidor final puede conocer hoy sus necesidades futuras –ni las opciones entre las que podrá elegir–, es esencial que todos los agentes implicados en una división del trabajo tengan la libertad de proponer planes alternativos y competitivos para satisfacer los deseos de los consumidores. A este fin, podrán emplearse todos los recursos empresariales a que estamos habituados pero que no encajan con los presupuestos de la competencia estática: compañías con diferentes tamaños, diseños industriales, decisiones de inversión en I+D, logística, publicidad, imagen corporativa, atención al cliente; alianzas de diverso tipo –fusiones, adquisiciones, joint ventures, acuerdos de distribución...– entre empresas que buscan minimizar los costes y lograr más visibilidad y estabilidad en su cartera de clientes; y, en definitiva, distintas propuestas de valor rivales entre sí, fruto de la peculiar anticipación del futuro que, de manera acertada o errónea, realiza cada empresario para tratar de lograr el favor del consumidor.
Es así como llegamos a la definición dinámica de competencia, que sería, precisamente, el proceso de rivalidad durante el cual los distintos planes empresariales, presentes y futuros, compiten por el favor de los consumidores. Si en el concepto estático la nota distintiva era la cantidad de empresas mediocres que hubiese en el mercado, en la visión dinámica lo esencial es la libertad de entrada en el mercado. No es tan importante el que haya empresas como el que las pueda haber; el consumidor es soberano no porque tenga un ejército de peones mediocres, sino porque en cada momento, y gracias a esa libertad para proponer planes alternativos, tiene a sus pies a los mejores sirvientes posibles, aunque sólo haya uno. Lo cual, por cierto, no significa que ese/esos sirviente/-s sea/-n perfecto/-s y no cometa/-n error alguno, sino que su desempeño global es superior al de los demás.
En cierto sentido, podríamos considerar la concepción estática de la competencia como una fotografía y la dinámica, como una película. Al cabo, la primera sólo se preocupa de que el consumidor pueda elegir entre una gran cantidad de ofertas predeterminadas y exactamente iguales: la competencia consistiría aquí en la posibilidad de seleccionar la identidad del proveedor; en cambio, la segunda se centra en que todos los agentes tengan la posibilidad de proponer de manera continua ofertas de valor alternativas para los consumidores: aquí, la competencia quiere decir libertad de entrada en el mercado.
El problema que pretende solventar la concepción dinámica de la competencia –nuestra ignorancia inerradicable– se presupone que está resuelto desde el principio cuando se adopta la visión estática, en la que todas las empresas lo conocen todo sobre el entorno de mercado. No hay ningún problema sobre qué y cómo se debe producir cuando todos producen lo mismo del mismo modo.
Preferir una u otra concepción de la competencia debería ser el resultado de una elección previa sobre qué ciencia económica queremos elaborar: si una que pretende describir una situación de equilibrio, donde los planes de todos los agentes están coordinados en un entorno irreal... y gracias a ese entorno irreal, o una que estudia cómo los agentes pueden llegar a coordinarse en un entorno real, en el que existen limitaciones del conocimiento.
La decisión que se adopte no es ni mucho menos irrelevante, pues condicionará el entendimiento y el análisis que hagamos del mundo que nos rodea. Exigir a nuestros sistemas económicos que se coordinen como si no hubiera un problema de información llevará al economista a descartar como inapropiados todos aquellos mecanismos que establezcan las empresas para coordinarse en un entorno donde sí se da ese problema. Bajo esta premisa, se tenderá a eliminar lo que puede funcionar en nuestro mundo para adoptar lo que nos gustaría que funcionara pero que no puede funcionar... salvo en una sociedad de seres omniscientes. Esto último será particularmente importante a la hora de estudiar aquellas situaciones en que la visión estática de la competencia sostiene que se produce una negación radical de la competencia, esto es, allí donde, lejos de existir multitud de empresas que ofertan un único producto, nos encontramos con una única empresa que vende su propia mercancía: el monopolio.
Para la visión dinámica de la competencia, el hecho de que, en un momento dado, un consumidor sólo tenga ante sí un único proveedor no implica necesariamente la existencia de un monopolio, sino sólo que ningún empresario se ve capacitado para proponer ofertas de valor superiores a las de ese único proveedor (con lo que se evita hacerle infructuosamente la competencia), o que ningún empresario es capaz de convencer al resto de factores productivos de la superioridad de su plan: es decir, trabajadores, capitalistas, prestamistas, proveedores, etc., no creen en la viabilidad de su propuesta alternativa. Esto último comprende aquellos casos en que una empresa ya asentada amenaza a sus proveedores con dejar de adquirir sus productos si no se los distribuyen en exclusiva.
En principio, todos los agentes implicados deben valorar cuál es la opción, de entre todas las abiertas, que más valor proporciona al consumidor. Frente a la disyuntiva de distribuir en exclusiva a la empresa asentada o hacerlo a las entrantes, puede perfectamente resultar que la primera alternativa sea la más valiosa. Desde un punto de vista dinámico, ese acuerdo de distribución en exclusiva no implica restricción alguna a la competencia, ya que, por un lado, sólo indica que las nuevas empresas no han sido lo suficientemente convincentes como para que un proveedor les suministre su mercancía (no le han pagado lo suficiente como para compensar las pérdidas que sufriría por dejar de distribuir a la compañía asentada), y, por otro, nada impide que otros proveedores ya existentes o de nueva creación pasen a ocupar ese nicho de mercado.
Un observador externo podría pensar que, pese a todo, los acuerdos de distribución en exclusiva perjudican gravemente a los consumidores, pues de algún modo obstaculizan la aparición de propuestas de valor rivales, esto es, reducen su espectro de elecciones. Sin embargo, la limitación de la entrada de posibles competidores también puede favorecerles, en tanto que la empresa asentada ve reducidos los riesgos de que aparezcan nuevos competidores y de que le erosionen su margen de beneficios. Esos riesgos menores pueden traducirse en un mayor compromiso (inversión) a la hora de mejorar la propuesta de valor (mayor calidad del producto, reducción del precio de venta, desarrollo de nuevas mercancías, mayor personalización...), lo que terminaría redundando en beneficio del consumidor.
Con lo cual volvemos al principio. Si una acción puede generar perjuicios pero también beneficios para los consumidores, ¿debe o no debe emprenderse? Simplemente, no lo sabemos; y en eso consiste la competencia: en un proceso de rivalidad entre distintas propuestas de valor que nos permitirá salir de dudas. Prácticamente todo aquello que, para la perspectiva estática, es contrario a la competencia forma parte de una estrategia empresarial, que podrá tener éxito, o no, entre los consumidores.
Entonces, ¿a qué deberíamos llamar monopolio? En un marco estático de competencia, la respuesta es, aparentemente, clara: cuando sólo una empresa proporcione un determinado producto, estaremos ante un monopolio. Si rascamos un poco en la definición nos daremos cuenta de que, en realidad, se trata de una explicación vacía, donde casi todo puede tener cabida. Al fin y al cabo, ¿qué es un producto? ¿Coca-Cola es un producto en sí mismo, o Pepsi-Cola le hace la competencia? ¿El tren es un medio de transporte que compite con el avión, el autobús y el coche, o una compañía ferroviaria sólo puede competir con otra compañía ferroviaria? ¿Las cadenas de televisión compiten sólo entre sí por el entretenimiento de los consumidores, o compiten también con la radio, los libros o incluso los bares de copas?
Un caso muy llamativo de lo arbitrario de la definición de qué sea un monopolio lo encontramos en el intento de fusión que protagonizaron Staples y Office Depot, los dos mayores grandes almacenes norteamericanos de muebles de oficina, en 1997. La operación fue finalmente abortada una vez que la Comisión Federal del Comercio acusara a ambas empresas de copar hasta el 100% del mercado en muchos puntos del país. Ahora bien, si en lugar de poner el foco en el ítem grandes almacenes de muebles de oficina se hubiese tenido en cuenta al resto de vendedores de esos productos –comercios locales, grandes almacenes generalistas como Wal-Mart, vendedores por catálogo...–, la cuota de mercado de la empresa resultante de la fusión de Staples y Office Depot apenas habría representado el 5,5% del mercado (y eso que para este ejemplo no hemos considerado posibles sustitutivos al ítem mueble de oficina).
Es, pues, imposible definir externamente el mercado objetivo de un producto, porque ello depende de las apreciaciones subjetivas de cada consumidor. De hecho, si nos fijamos, dado que son los propios consumidores quienes juzgan si un determinado producto tiene o no sustitutivos cercanos, la definición estática de monopolio nos aboca a la paradójica conclusión/acusación de que son los propios consumidores los que engendran los monopolios, con su estrechez de miras y su incapacidad para contemplar otras propuestas de valor alternativas.
La perspectiva dinámica de la competencia permite solucionar estas incoherencias. Más que de monopolio, deberíamos hablar de restricción coactiva de la competencia, esto es, de la prohibición del lanzamiento de ciertas propuestas de valor alternativas para los consumidores. El problema no es tanto que en un momento determinado no haya más de una empresa en un sector, sino que determinados modelos de negocio sean protegidos frente a alternativas rivales potencialmente superiores mediante la prohibición de las mismas. En otras palabras: el problema es que el proceso de descubrimiento propio de la competencia se interrumpe una vez se fija qué propuestas de valor son admisibles y cuáles no. El monopolio (o el oligopolio), para la visión dinámica, tendría un significado meramente histórico: una empresa, en una época determinada, se convirtió en hegemónica no porque sus propuestas de valor no podían verse superadas por la potencial competencia, sino porque el gobierno o las mafias eliminaban la posibilidad de que existiera dicha competencia.
Taxis y Microsoft
Para ilustrar más claramente las profundas implicaciones que tiene el asumir uno u otro modelo podemos contraponer los casos de los taxis madrileños y Microsoft.
En principio, de acuerdo con la concepción estática de la competencia, los taxis madrileños serían el paradigma de la competencia perfecta: un gran número de pequeños empresarios ofrecen un servicio del todo homogéneo a un precio tasado. De acuerdo con esta misma perspectiva, Microsoft sería o habría sido durante mucho tiempo el paradigma de la empresa monopolista, especialmente en materia de sistemas operativos para ordenadores personales.
Sin embargo, para la concepción dinámica de la competencia, lo cierto sería lo opuesto: el mercado de los taxis, donde no se puede entrar sin la preceptiva licencia municipal, sería un caso flagrante de oligopolio, mientras que Microsoft, en tanto no ha empleado la fuerza para impedir propuestas de valor alternativas a la suya, sería un modelo claro de desempeño exitoso en un marco de libre competencia.
Tengo la impresión de que la inmensa mayoría de la gente coincidirá en que hay que forzar mucho el sentido coloquial e intuitivo del término competencia, hasta en la práctica desvirtuarlo, para poderlo emplear en lo relacionado con la actividad de los taxistas madrileños. Es difícil, si no imposible, calificar de competitivo a un mercado en el que nadie compite porque todas las variables de la oferta –tipo de servicio y precio– se encuentran prefijadas para todos los oferentes y cuya cantidad, además, no se determina en función de las necesidades de los consumidores, sino de los expedidores de licencias.
Por supuesto, cabría buscar explicaciones que trataran de dignificar la aplicación del concepto estático de competencia al caso de los taxis; la más sencilla se basaría en que los taxis organizan y dan soporte al sistema de licencias para crear un cártel estable que les permita imponer altos precios a los consumidores, impidiendo que haya empresas fuera del cártel que compitan contra el cártel en su conjunto; pero ello sólo nos llevaría a fijarnos en la anécdota y despreciar la categoría; pues también se podría modificar lo suficiente el caso de los taxis madrileños para que encajara como un guante en la visión estática de competencia: por ejemplo, suponiendo que, aunque siga habiendo licencias, el expedidor de las mismas imponga unos precios lo suficientemente bajos como para que los taxis no disfrutasen de beneficios extraordinarios.
El punto esencial, empero, es que la visión estática de la competencia quiebra porque se desentiende del proceso de descubrimiento de las necesidades de los consumidores. Si hay suficientes empresas precio-aceptantes, tenemos competencia; para lo cual poco importa que haya genuina competencia (libertad de entrada en el mercado) o no la haya (licencias o regulaciones públicas de precios y cantidades). En este sentido, sí tenían razón Lange y todos los otros socialistas que se veían capaces de elevar la competencia capitalista a su máxima potencia bajo una economía planificada de manera centralizada: si todo consiste en la existencia de muchas empresas pequeñas que no intentan lucrarse a costa de los consumidores, el socialismo podría lograrlo de inmediato y por decreto-ley. No había mucho de qué preocuparse.
Cuestión distinta es el caso de Microsoft. Si bien es probable que, al igual que en el de los taxis, la práctica totalidad de los lectores considere por intuición que el gigante informático es un monopolio no sometido a competencia alguna, no creo que resulte imprescindible deformar el significado coloquial de competencia para hacer referencia al desempeño de dicha compañía.
Al fin y al cabo, es fácil caer en la tentación de considerar a Microsoft un monopolio (etimológicamente significa "único vendedor"), pues sólo tendemos a fijarnos en la competencia realmente existente, y no en la potencial. Al margen de las dificultades ya analizadas para acotar cuál es el producto sobre el que Microsoft sería presuntamente el único vendedor, lo cierto es que, si nos fijamos correctamente, los consumidores sí disponíamos de alternativas frente a Microsoft, pero las rechazábamos antes incluso de que se concretaran.
Imagine que dos empresas, A y B, ofrecen un mismo producto. Claramente, A tiene como alternativa a B, y viceversa. Si todos los consumidores eligen como proveedor a A, B cerrará sus puertas y no las volverá a abrir hasta que haya suficientes compradores que quieran pasarse a sus filas desde las de A. En la práctica, hasta que los consumidores no demanden los servicios de B, podrá parecer que A no tiene una alternativa competitiva en el mercado, pero, como sabemos, eso supondría un error: tiene alternativas (B), pero son sistemáticamente rechazadas (no elegidas).
Algo parecido cabe señalar a propósito de Microsoft. Hubo un tiempo en que la excelencia de esta compañía era tal, que ni pudo ser desplazada por las empresas que se atrevieron a competir con ella ni, sobre todo, dejó nichos de mercado que pudieran explotar los potenciales competidores. Quejarse de que nadie competía con Microsoft es como hacerlo por el hecho de que nadie llevara los límites de la técnica (y de su funcionabilidad para los usuarios) más allá de lo que lo hacía Microsoft; no se quejaban de que Bill Gates fuese un demonio (aunque muchos lo creían), sino de que nadie elevase su divinidad por encima de la de Gates.
Tan pronto como el gigante informático empezó a meter la pata en algunos sectores tan relevantes como el de los navegadores, los buscadores de internet o los mp4, de inmediato aparecieron empresarios perspicaces que crearon Firefox, Google o el iPod, para descolocarlo. Y lo consiguieron, vaya si lo consiguieron: Internet Explorer, MSN y Zune dejaron de ser hegemónicos (o ni siquiera llegaron a serlo), para verse sometidos a una presión competitiva directa que ha puesto a la compañía de Gates contra las cuerdas.
Hoy, mediados de 2010, nadie en su sano juicio consideraría a Microsoft un monopolio, salvo, tal vez, en el mercado de sistemas operativos (y ahí las distintas versiones de Unix, incluyendo el Mac OS X o el Android, constituyen una alternativa cada vez más empleada). Pero no convendría olvidar que las acusaciones a las que se enfrentaba la compañía a finales de los 90 y principios del siglo XXI se basaban en que sería capaz de emplear su posición dominante en el sector de los sistemas operativos para extender su monopolio a otros mercados, como, precisamente, el de los navegadores, el del correo electrónico o el de los reproductores de música y video. Claramente –y pese a los procesos judiciales que le hicieron despilfarrar miles de millones de dólares en defenderse de las infundadas acusaciones de los burócratas, y que por tanto no pudo dedicar a perfeccionar sus productos para seguir sirviendo a los consumidores mejor que la potencial competencia–, Microsoft no era un monopolio desde un punto de vista dinámico, pues en otro caso habría sido imposible que ninguna otra compañía entrara a competir con ella (le habría estado prohibido).
Es decir, pese a las apariencias, pese a convertirse en un determinado momento en la única empresa en ciertos mercados informáticos, Microsoft seguía compitiendo con todas aquellas compañías que podían entrar en ellos y arrebatarle clientes en cuanto se despistara. Por eso los socialistas nunca hubiesen podido reclamar como propios los éxitos de un proceso dinámico de competencia, ya que ello implicaba en cada momento, no ya resolver un problema técnico a partir de una información dada, sino tomar decisiones a partir de una información que no llegaba siquiera a existir porque la propia planificación central del socialismo impedía que surgiera al finiquitar el proceso de descubrimiento de la competencia capitalista (qué propuestas de valor prefieren los consumidores).
Hemos de desembarazarnos del concepto estático de competencia, que sólo nos conduce a legitimar a unos tribunales de defensa de la competencia que se dedican precisamente a atacar y destruir a aquellas empresas que en cada momento son más hábiles para descubrir las necesidades de los consumidores y más eficientes a la hora de satisfacerlas. Primamos la mediocridad frente a la excelencia, a los taciturnos emuladores frente a los líderes enérgicos, y aun así pretendemos seguir innovando y prosperando. Para ello habrá que terminar antes con la persecución de los genios, y comprender que éstos no son unos monopolistas explotadores, sino unos visionarios que se sobreponen continuamente a la feroz competencia a que les somete el resto de la sociedad
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