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jueves, 16 de abril de 2015

La errónea superficialidad del anticapitalismo

 
Como ya indiqué en otro lugar, La economía del fraude inocente supone el epitafio intelectual de John Kenneth Galbraith, la bancarrota de toda una vida dedicada infructuosamente al estudio y distorsión de la ciencia económica.
 
La economía del fraude inocente recoge y analiza unos supuestos quince “fraudes” de la ciencia económica moderna. Conviene, pues, que en aras de la claridad expositiva despedacemos esos mal llamados “fraudes” en el orden en que van apareciendo en la obra. Obviamente, no disponemos de espacio como para tratar exhaustivamente todos ellos, por lo que nos centraremos en los más relevantes. De hecho, dudo seriamente de que la crítica a varios de ellos llegara a aportar algo al lector: muchos caen por su propio peso, y su mera enunciación sirve a la vez como refutación; otros, simplemente, quedarán subsumidos en la refutación de los principales.
Antes de empezar, con todo, sí conviene hacer un pequeño matiz. Las críticas que efectúa Galbraith son referidas a la “ciencia económica moderna”. Aunque su estratagema sea equiparar “ciencia económica” con economía, en la creencia de que al mostrar los fraudes de aquélla puede concluir que la economía capitalista es intrínsecamente fraudulenta. En realidad, la ciencia económica sólo pretende explicar cómo funciona la economía. Por ello, que una cierta teoría contenga errores no significa, ni mucho menos, que la economía sea un error.
Esta apreciación es importante, dado el putrefacto estado en que se encuentra la ciencia económica moderna, de impronta neoclásica. No debería sorprender que, en alguna ocasión, Galbraith tenga razón en sus críticas contra los neoclásicos: al fin y al cabo, no deja de ser uno de ellos, que plantea críticas a otra rama. Sin embargo, las soluciones que aporte apuntarán en la dirección incorrecta.
El mercado impersonal
Galbraith encuentra el primer gran fraude en la concepción del mercado como una fuerza impersonal. “En esta doctrina [la economía neoclásica] no hay individuos o empresas dominantes, no hay poderes económicos, no hay Marx o Engels. Lo único que existe es un mercado impersonal. Es éste un fraude no del todo inocente”.
Tiene buena parte de razón en esta crítica. La ciencia económica moderna se olvida de los individuos, tanto consumidores como empresarios, auténticos y únicos actores económicos. En su lugar ha colocado unas extrañas curvas de oferta y de demanda que, supuestamente, contienen todos sus planes y deseos satisfechos.
Pero es éste un ingenio peligroso: Hayek[1] lo tachó de colectivismo cientificista, cuyo objetivo último sería dotar de autonomía humana a los agregados económicos, de manera que el político fuera capaz de controlar todas las partes que los integran con el mero dominio del agregado autónomo. Esta inspiración teórica ha tenido su mayor reflejo en la metáfora macroeconómica que describía la economía como una máquina, al frente de la cual se encontraba el maquinista político.
Razón no le falta, pues, a Galbraith, cuando critica que se conciba la economía como un proceso automático, impersonal y desinteresado que provee de felicidad a todas las personas. Y es que quienes inundan el mercado con bienes y servicios que mejoran la calidad de vida de todas las personas no son abstractas e inaprensibles fuerzas cósmicas, sino empresarios concretos, tangibles y, en multitud de ocasiones, desconocidos para el gran público.
 El automaticismo y el mecanicismo con los que se pretende representar los procesos sociales sólo tienen el objetivo de eliminar la figura central del empresario, menospreciando su fundamental papel en la economía y dando pie a que ese “secundario papel” pueda ser asumido sin demasiadas complicaciones por el Estado.
Por todo ello, la primera apreciación de Galbraith es acertada, si bien no deja de sorprender en boca de un declarado y orgulloso seguidor de John Maynard Keynes, el padre de la macroeconomía y, precisamente, el inventor de todas estas peligrosísimas metáforas.
Con todo, podrá imaginarse el lector avispado que el fraude denunciado por Galbraith bien poco tiene que ver con la minusvaloración del empresario en la ciencia económica. En realidad, como ya he señalado, le preocupa que la gente llegue a pensar que las fuerzas del mercado son desinteresadas. “El hecho de que el mercado esté sujeto a una dirección corporativa hábil y completa ni siquiera se menciona en la mayor parte de los cursos de economía”.
De ahí que proponga renombrar el capitalismo como “sistema corporativo”, una economía donde los fines mayormente perseguidos son los de las egoístas corporaciones empresariales. La crítica soterrada pasa, por tanto, por afirmar que con la apelación a las “impersonales fuerzas del mercado” se está ocultando un sistema económico destinado única y exclusivamente a realizar los fines egoístas de una camarilla de empresarios. Como señala más adelante: “He aquí el hecho fundamental del siglo XXI: un sistema corporativo basado en un poder ilimitado para el auto-enriquecimiento”.
Al emplear semejantes argumentos Galbraith demuestra su incomprensión de los fenómenos sociales. De nuevo, fue Hayek[2] quien explicó que cada persona sólo posee una pequeña porción de todo el conocimiento social; una restringida esfera que abarca su vida, sus asuntos, sus amigos y sus objetivos. De ahí que sólo pueda perseguir su propio interés. Cada persona sólo puede asignar valor a aquello que conoce, a aquello que le afecta.
Ésta es una característica humana que nada tiene que ver con la organización económica en que se desarrolla. La dificultad institucional residirá, pues, en conseguir que las personas, al buscar su propio interés, ayuden a los demás indirectamente, sin pretenderlo ni conocerlo.
He aquí una virtud que contiene el capitalismo. A través del sistema de precios los individuos, al perseguir su propio interés, ayudan a gente que ni siquiera conocen.
El empresario que vende masivamente automóviles ignora tanto qué consumidores van a adquirirlos como los fines ajenos que esos automóviles van a ayudar a realizar. Su información es tremendamente sesgada y escasa como para planificar la vida ajena, pero suficiente para intuir y anticipar que ciertos individuos necesitan un determinado modelo de vehículo.
La satisfacción del interés ajeno se convierte en una condición sine qua non para el éxito empresarial, en un medio para los fines del empresario. Antes de cumplir sus fines deberá satisfacer los de los consumidores. Lo mismo, incluso con mayor claridad, puede decirse de los trabajadores por cuenta ajena.
Por tanto, una organización económica que ignorara el sistema de precios[3], dada la insuficiencia de la información y la restringida esfera de conocimiento a la que cada uno tenemos acceso, caería en la mayor de las bancarrotas. Sólo el capitalismo, que obliga indirectamente a colaborar en la consecución de los fines ajenos, puede considerarse, en todo caso, un sistema económico altruista, pues introduce la felicidad ajena en el camino de nuestro propio interés. La crítica galbraithiana carece por completo de base y denota una profunda incapacidad interpretativa de la función de los precios en nuestras economías.
La soberanía del consumidor no existe
Aunque Galbraith no llega a comprender cómo funcionan los precios en una economía capitalista, la evidencia de que los empresarios están subordinados a los deseos de los consumidores es demasiado poderosa. ¿Cómo podía todo el entramado económico dirigirse a la satisfacción de unos pocos magnates si incluso éstos, para seguir triunfando en el mercado, deben ofrecer lo que los consumidores demandaban? ¿Cómo podía coexistir una supuesta soberanía del empresario corporativo con la reconocida soberanía del consumidor?
La solución que encuentra Galbraith a esta contradicción es, simple y llanamente, eliminar la idea de soberanía del consumidor: “La creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época. La verdad es que nadie intenta vender nada sin procurar también dirigir y controlar su respuesta”.
El consumidor dejaría de ser soberano porque cada empresario sería capaz de manipular a los individuos mediante la publicidad; nuestras necesidades no serían “nuestras”, sino que nos vendrían impuestas por las campañas de márketing. Se trata de una idea que ha alcanzado una espectacular popularidad entre las filas izquierdistas: queremos lo que “ellos” quieren que queramos.
Esta teoría, aparte de no estar basada más que en intuiciones y prejuicios de la izquierda, sólo puede desembocar en un totalitarismo personalista. Su atractivo y aparente consistencia la convierte en especialmente peligrosa para los neófitos. En realidad, sólo reformula la creencia dictatorial de que otros son mejores jueces que nosotros mismos sobre nuestro bienestar.
Galbraith señala que nuestras necesidades no son “auténticas” porque surgen de la manipulación publicitaria. En ese caso la cuestión es: ¿cuáles son nuestras “auténticas” necesidades? Obviamente, no será el individuo quien deba señalarlas, pues ha sido manipulado y su apreciación es turbia y falaz.
La responsabilidad recaerá, aparentemente, en el gobierno, representante de la mayoría y, para la izquierda, realizador del bien común. Sin embargo, ¿en qué se asienta la legitimidad del gobierno en una democracia? Parece claro que en la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Pero, ¿es que acaso esa misma voluntad mayoritaria no ha sido asimismo sometida a la propaganda política? Si en el mercado triunfan los empresarios más engañosos, en política necesariamente triunfarán los políticos más manipuladores. De hecho, el propio Galbraith parece apoyar esta interpretación: “Tanto votantes como consumidores pueden ser manipulados”.
A través del prisma galbraithiano, pues, toda acción trae causa de una mentira previa. Y esa mentira quita legitimidad a la acción. Si ello es así, ni los consumidores ni los gobiernos democráticos podrán encargarse de gestionar los “asuntos comunes”; luego habremos de recurrir al omnisciente e inflexible dictador. Sólo él será capaz de resistir la manipulación ajena y discernir el contenido del “bien común”.
Estas llamadas al sabio totalitarismo tienen un problema fundamental –aparte de la ya mencionada imposibilidad del socialismo y de la planificación-: la ausencia de patrón que permita asegurar que el “sabio dictador” no es susceptible de manipulación. Si nadie puede elegir al dictador (pues el vulgo es susceptible de ser manipulado), éste deberá asentarse por la fuerza, y si descartamos la viabilidad de los “juicios divinos” uno no termina de entender la relación entre fuerza y sabiduría.
Así, el sistema galbraithiano, aun siendo cierto, cierra las puertas a una solución. Todos, incluidos los manipuladores, estamos siendo manipulados, con lo cual nadie obtiene una especial legitimidad para señalar cuáles serían ser nuestros fines en ausencia de manipulación.
Podríamos realizar innumerables objeciones adicionales a la teoría galbraithiana de la decisión humana. No obstante, me conformaré con mentar sólo una más.
Desde determinados ambientes izquierdistas viene confundiéndose capitalismo con consumismo desbocado. Cierto es que el capitalismo permite ampliar las posibilidades de consumo, al multiplicar el número y la calidad de los bienes; ahora bien, la izquierda confunde la consecuencia con la causa. El capitalismo no necesita de un consumo masivo de bienes para “sobrevivir”; más bien, abre las puertas a ese consumo masivo.
El propio nombre de “capitalismo” pone de manifiesto que la base del sistema es el capital, no el consumo. Entender este punto es importante, ya que el capital sólo es acumulable a través del ahorro voluntario, y el ahorro sólo se obtiene restringiendo el consumo. En cierto modo, capitalismo y consumismo deberían entenderse como términos antagónicos. Un consumismo absoluto supondría detener la acumulación de capital, así como el declive de nuestra sociedad.
Es erróneo pensar que el empresario, aun cuando pudiera manejar a los consumidores, esté interesados en estimular el consumismo desenfrenado. El stock de bienes y servicios de que dispone es temporalmente limitado, y para ampliarlo necesita incrementar su provisión de capital. Un consumo total elevaría enormemente el tipo de interés, de manera que la inversión en nuevos bienes de capital (incluso en la reposición de los existentes) sería inviable. Los empresarios verían marchitar sus máquinas, menguar su producción y descender sus ventas.
Así, en el supuesto de que los empresarios dominaran las decisiones de los consumidores deberían, al mismo tiempo, convencernos para que aumentemos nuestro ahorro (esto es, para que disminuyamos nuestro consumo), y no parece que éste sea el caso. Las campañas publicitarias sólo llegan a transmitir una información sobre unos productos, que el consumidor considerará útiles si sirven para realizar alguno de sus fines.
La locura de los precios
Como hemos comentado, el único camino para lograr la colaboración y cooperación humana, dada nuestra consustancial carencia de información acerca del prójimo, es el sistema de precios. Galbraith intenta atacar esta coordinación por una doble vía: a través de su pretendida refutación de la soberanía del consumidor y sugiriendo tácitamente que el sistema de precios es del todo aleatorio y, en todo caso, servidor de los intereses de la clase corporativa.
Estas elucubraciones podemos observarlas en varios pasajes del libro. Por ejemplo, cuando se afirma: “En la mayoría de los casos quienes más disfrutan del trabajo son casi siempre los mejor pagados. Éste es un hecho establecido. Los salarios más bajos, en cambio, corresponden a quienes se dedican a labores repetitivas, tediosas y agotadoras”.
Magnifica aseveración, la de Galbraith; lástima que no la sustente. Se consume en observaciones primarias, sin profundizar en el entendimiento de los fenómenos económicos.
En primer lugar, debemos distinguir nítidamente entre trabajo tedioso y trabajo físico. A pesar de que a mucha gente el trabajo físicamente duro le resulte tedioso, lo económicamente relevante es que el sujeto así lo considere. Pueden darse trabajos físicamente ligeros y muy tediosos y trabajos físicamente intensos pero agradables a juicio del trabajador.
Establecida esta matización esencial, corresponde poner en claro cuál es la única relación entre trabajos tediosos (así considerados subjetivamente) y salarios. A igualdad de condiciones, los individuos escogerán el trabajo menos tedioso. Para que se prefiera el más tedioso deberá romperse esa “igualdad de condiciones”; ruptura que puede venir dada por un mayor salario, un horario más corto, prestaciones complementarias…
Los salarios más duros serán mejor pagados que sus equivalentes menos duros. Sin embargo, nótese que estamos empleando adjetivos comparativos: que sean mejor remunerados no significa que sean altos.
Lo determinante para la cuantía de un salario no es el esfuerzo que se emplea o las condiciones en que se desarrolla, sino su productividad marginal. Ahora bien, no debemos pensar en una productividad en términos físicos (es decir, en cuánta materia transforma un obrero), sino en una mejora de los medios de los consumidores para alcanzar sus fines.
Los trabajos que los individuos perciban más duros y tediosos serán mejor retribuidos que otros con una misma productividad pero más relajados. Eso sí, un trabajo puede considerarse relajado y ser tremendamente productivo, de ahí que haya trabajos poco agotadores con salarios altos.
La prueba de que los trabajos relajados no tienen porqué estar siempre mejor pagados que los otros (y de que la diferencia viene determinada por la productividad) es el caso de los denominados “bohemios”, gente que dedica su vida a la contemplación y que percibe un escasísimo salario.
La sugerencia de que el sistema de precios está pervertido lo encontramos en otros pasajes. Así, cuando Galbraith se queja de que las grandes empresas bajan continuamente sus precios “al acecho del pequeño minorista”, sin que nadie ponga en duda la aceptabilidad del “dominio económico y social”.
Poco tenemos que comentar a este respecto. Las grandes corporaciones serán acusadas hagan lo que hagan: si suben los precios, por abusar de su posición monopolística y machar al consumidor; si los mantienen es que asistimos a un pacto oligárquico anticompetitivo para no reducirlos; y si los bajan es que pretenden eliminar a la competencia.
En realidad, lo que caracteriza y enaltece al capitalismo son las continuas reducciones de precios, que acercan cada vez más productos en principio inaccesibles a las masas. El consumidor es tan soberano que ningún empresario, por pequeño que sea, goza del favor del mercado para mantenerse en él despilfarrando recursos.
Las reducciones del tipo de interés son inocuas
El último gran fraude denunciado por Galbraith se referie a la extendida creencia económica de que el tipo de interés sirve para combatir las crisis. “Si en épocas de recesión el banco central reduce los tipos de interés, se cuenta con que (…) las empresas producirán bienes y servicios, comprarán las plantas y las máquinas que antes no podían (…) y el consumo, animado por los préstamos más baratos, crecerá”. Galbraith opina que este proceso “sólo existe en el mundo de las creencias económicas y no en la vida real”, ya que “las empresas piden préstamos cuando pueden ganar dinero y no porque los tipos de interés sean bajos”, por lo que “el efecto [de una reducción del tipo de interés] es inexistente e insignificante”.
Aunque Galbraith está bastante equivocado en sus apreciaciones, he de decir que preferiría, con mucho, que sus ideas acerca de la política monetaria sustituyeran a las imperantes hoy en día. Ojalá los políticos creyeran que el manejo de los tipos de interés no sirve para nada y cerraran los Bancos Centrales. Nos ahorrarían las depresiones que sufre Occidente de manera tan recurrente.
El problema es que Galbraith sigue siendo un keynesiano de tomo y lomo; un keynesiano que en política monetaria parece instalado en la famosa trampa de la liquidez (hay un nivel a partir del cual sucesivas reducciones del tipo de interés no incitan nuevas inversiones). Por lo demás, sigue vinculando la inversión a las expectativas de beneficio (de consumo), cuando es precisamente esa inversión la que genera las expectativas. Como decía John Stuart Mill: “Demand for commodities is not demand for labour”, o el gasto productivo de una empresa no viene determinado por el gasto de los consumidores en esa empresa. Los consumidores podrán gastar aquello que ha sido previamente producido con un equipo de capital, por tanto las decisiones productivas preceden a las de consumo.
Lógicamente, los procesos generadores de capital, ahorradores de trabajo y reductores de costes, se inician mucho antes de que el flujo de bienes y servicios que engendrarán sea adquirido por los consumidores. Lo contrario sería afirmar que podemos consumir antes de producir.
La producción, como proceso intertemporal, viene determinada por el tipo de interés. Un menor tipo permite expandir la estructura productiva y prorrogar el rendimiento (la venta de los bienes y servicios) de la misma. Por tanto, las reducciones de tipos tienen el efecto automático de alargar y ensanchar las estructuras productivas de las empresas, multiplicando su productividad.
El problema es que el tipo de interés sólo puede reducirse como consecuencia de un aumento del ahorro voluntario en la sociedad, es decir, de una restricción del consumo presente a favor de un mayor consumo futuro (prorrogado). Si los Bancos Centrales reducen los tipos simplemente aumentando la oferta monetaria, contrariamente a lo sostenido por Galbraith, los efectos no serán inocuos, sino muy dañinos. Las estructuras productivas empresariales se empezarán a expandir durante un período superior al que deberían haberlo hecho sin el tipo adulterado, prorrogando, pues, demasiado la obtención del rendimiento de sus inversiones. Como esa prórroga no atiende a una decidida voluntad del consumidor para “esperar”, los proyectos no serán “rentables” y se generalizarán las quiebras empresariales. Si en un principio habíamos asistido a una expansión generalizada pero inconclusa del sistema productivo (boom), su inevitable corolario será la crisis (bust).
De ahí que Galbraith no llegue a comprender la intensidad de los fenómenos sociales implicados en la reducción del tipo de interés, hasta el punto de que tilda ésta de irrelevante. Muy al contrario, las reducciones “políticas” del tipo de interés son tremendamente nocivas y deben ser evitadas a toda costa. Con todo, la opinión de Galbraith acerca de la Reserva Federal y sobre los Bancos Centrales no deja de ser, ciertamente, estimulante para los liberales: “Compartía la creencia de que la Reserva Federal era una entidad irrelevante. Y lo era”. Si tan irrelevante es, que la cierren definitivamente.
Conclusión
El legado de Galbraith a la ciencia económica queda expuesto en este artículo crítico. Su obcecación por encontrar una conspiración corporativa -un sistema diseñado para la usura de los capitostes empresariales- en todas las facetas del capitalismo le lleva a desvariar y a alejarse de una comprensión realista de la economía.
El sistema económico no está organizado en provecho de nadie (salvo que un Estado totalitario controle a los individuos y los destine hacia sus fines), mucho menos a favor de unos empresarios que están obligados a hacer felices a los consumidores. La publicidad, recurrente correa de transmisión en esta pretendida dominación corporativa, no tiene capacidad autónoma para determinar los deseos de los consumidores; ni siquiera tiene sentido contraponer los “deseos auténticos” (aquellos que se hubieran producido en ausencia de publicidad) a los “manipulados” (en presencia de publicidad). Ello nos llevaría directamente a la autocracia dirigista y a la auténtica imposición de un fin colectivo por parte del único sujeto que no haya sido manipulado.
A través del sistema de precios la coordinación de los sujetos en libertad, esto es, bajo un sistema capitalista, tiende a la colaboración y al universal altruismo indirecto, es decir, a la consecución del beneficio ajeno antes que el propio, pero sin pretenderlo ni conocerlo.
Por último, no dejan de resultar interesantes sus ideas acerca de la política monetaria, si bien deben ser categóricamente rechazadas, dado su desconocimiento de la fundamental importancia que el tipo de interés tiene en la organización económica.
La economía del fraude inocente, que, según su editor, es “el testamento intelectual de Galbraith”, se desmorona pieza a pieza ante el más mínimo zarandeo. Quizá esta falta de rigor, unida a su profuso sesgo anticapitalista, sea el motivo de su enorme popularidad entre las filas socialistas. Galbraith les eliminó la necesidad de pensar en los fenómenos económicos a través de argumentos sencillos y superficiales cargados de bilis antiliberal.
Ése puede ser el resumen del sistema económico galbraithiano: superficialidad, error y anticapitalismo. Ésa debería ser la valoración de la aportación de nuestro autor a la historia del pensamiento económico. Su justo epitafio.
John Kenneth Galbraith, La economía del fraude inocente. Crítica, Barcelona, 2004, 117 páginas.

[1] En La Contrarrevolución de la Ciencia.
[2] En Individualism and economic order.
[3] Estas ideas fueron desarrolladas en una forma mucho más depurada y precisa por el gran economista liberal Ludwig von Mises (v. su obra Socialismo).

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