Cuando Vladimir Putin, presidente de Rusia, decidió intervenir en el conflicto ucraniano otorgando apoyo logístico y armamentístico a los rebeldes del este del país, probablemente lo hizo considerando las posibles consecuencias de su acción en el corto, medio y largo plazo, además de en clave local y regional. Llegaría a la conclusión de que, salvo intervención de Moscú, Ucrania, no sin pocas dificultades, vencería a los rebeldes prorrusos, perdiendo así la neutralidad de un país estratégico en el statu quo entre Rusia y el occidente europeo. Igualmente consideraría la debilidad política de la Unión Europea, enfrascada en pulsos internos y con una crisis económica cuya resolución es la prioridad absoluta de Bruselas, por lo que salvo enérgicas condenas y ayudas testimoniales a Kiev, su capacidad de respuesta iba a ser bastante limitada. Tampoco vería excesivo peligro en el papel de la OTAN, una organización político-militar que dada su orientación defensiva y las escasas capacidades ofensivas que presenta, poco iba a enturbiar la actuación rusa en suelo ucraniano. Ni siquiera Estados Unidos le podía suponer un problema; enfrascado en un Oriente Medio que se desmorona por momentos, la importancia de Ucrania en la política exterior de Washington era nula. Si todo no marchaba según lo previsto, Rusia siempre podría jugar la carta de cortarle el gas a Europa, una frase que pone firme a todo el continente de inmediato.
Así, el saldo entre ventajas e inconvenientes era claramente favorable a una intervención en el país vecino. Una de las primeras maniobras, y claramente la más directa y arriesgada, fue la ocupación de la península de Crimea por tropas rusas en febrero de 2014, seguida al mes siguiente de un referéndum sobre la integración de la región a la Federación Rusa, cuyo resultado fue favorable a ello. Sin que se produjese combate alguno, Putin añadía otro episodio a la lista de éxitos de su particular realpolitik, iniciada con éxito en los años noventa en el Cáucaso. La reacción occidental a esta maniobra fue la esperada: condenas, declaraciones reprobatorias y la negativa a reconocer tal anexión – algo que tampoco reconoce la ONU y que desde el punto de vista del Derecho Internacional es un hecho ilegal –. La continuación de la política del apaciguamiento.
Sin embargo, en el Kremlin no debieron reparar en el as bajo la manga que Occidente maneja. Quizás por sobreestimar las capacidades propias, por infravalorar las ajenas o porque dentro de su doctrina de política exterior todavía sigue teniendo excesivo peso una visión demasiado realista del funcionamiento del mundo, Rusia no consideró la enorme fuerza económica de sus adversarios; y no económica en términos productivos o “reales”, sino en el ámbito financiero.
Con este error sobre sus espaldas, el pulso entre Rusia y sus adversarios ha pasado de una Blitzkrieg rusa a un camino muy cuesta arriba que por poco ha acabado en bancarrota para Moscú. Sin duda, el mayor interrogante actual para la potencia de los Urales es si continuar insistiendo en su política sobre Ucrania y para con la Unión Europea y arriesgarse a seguir recibiendo certeros disparos sobre su economía o dar un paso atrás y esperar que los dioses financieros sean clementes con el país.
Escaramuzas económicas
El inicio de esta guerra – económica – tuvo más un carácter político que estrictamente económico. Los primeros movimientos se encaminaron más a tantear y advertir al adversario que a desvelar las cartas. Una escalada en el conflicto económico podía tener efectos tan perjudiciales como una guerra convencional, por lo que si se atajaba antes de llegar a cierta fase crítica, ambas partes se ahorrarían muchos disgustos.
Así, las primeras medidas de castigo provenientes de la UE y EEUU hacia Rusia se produjeron al poco tiempo de la anexión de Crimea. Algunos altos funcionarios rusos veían congeladas sus cuentas y activos en territorio comunitario y estadounidense, una medida dirigida a la élite del Kremlin que se podría considerar como justa al no castigar así a la población rusa pero enormemente ineficaz y sin coste político alguno para las altas esferas de la Federación. Sin embargo, la medida realmente dolorosa provino del G7, que decidió a última hora excluir a Rusia de un encuentro en la ciudad de Sochi y trasladar la reunión a Bruselas. Se jugaba pues la baza de aislar internacionalmente a Rusia, algo que sí suele tener un alto coste político y económico, más aún para el gigante euroasiático, con aspiraciones de potencia global.
Sin embargo, no era suficiente. Los beneficios para Rusia todavía eran bastante más altos que los costes por mantener el apoyo a los rebeldes prorrusos que se habían hecho fuertes en el este del país, en las regiones de Donetsk y Lugansk. Por aquel entonces, Putin ganaba tiempo con discursos llamando al diálogo entre las partes en conflicto, y mensajes cordiales hacia el entendimiento con la UE. Tiempo era lo único que necesitaba, esperando que Ucrania colapsara o que el conflicto llegase a tal punto muerto que se aceptase la influencia rusa sobre el este del país. Sin embargo, en la zona atlántica también eran conocedores de este hecho, y al contrario que Rusia, tiempo es precisamente lo que no tenían.
A finales de abril de 2014, Estados Unidos y la UE volvieron a mover ficha para presionar a Rusia. Se ampliaron las sanciones contra altos funcionarios, y Washington impuso limitaciones a la exportación de alta tecnología a Rusia. Una vuelta de tuerca al conflicto económico, que pasaba de las sanciones personales a sanciones comerciales.
No favoreció al entendimiento el hecho de que aunque Putin apoyase las elecciones presidenciales ucranianas del 25 de mayo y pidiese a los rebeldes que aplazasen su consulta independentista del día 11 de ese mismo mes, estos hiciesen caso omiso de Moscú. Esto ponía al presidente ruso en una delicada posición; o retirar el apoyo a las milicias prorrusas, lo que suponía destruir gran parte del éxito del modus operandi de la influencia rusa en las exrepúblicas soviéticas o reafirmarse en el apoyo a los rebeldes, lo que enconaba la tensión con el resto de Europa. Putin se encontraba encadenado a una situación que pretendía controlar, algo que no es nada agradable para una persona de su visión y estilo político.
Mientras la guerra arreciaba en Ucrania, Bruselas y Washington volvían a apostar un poco más fuerte. A finales de julio se decidía sancionar a importantes empresas rusas, en especial bancos y corporaciones energéticas, cerrando el grifo de la financiación. Las empresas Gazprom o Rosneft se veían seriamente perjudicadas por esta decisión, puesto que la facilidad de financiación en Europa es mucho mayor que la existente en Rusia. Los costes empezaban a aumentar peligrosamente para Moscú mientras la guerra permanecía empantanada y el país se acercaba peligrosamente a la recesión. El factor tiempo empezaba a dejar de ser un aliado para convertirse en una molestia.
Tampoco Rusia iba a quedarse de brazos cruzados mientras desde el oeste le presionaban más y más. Había aplicado sanciones contra algunos funcionarios norteamericanos, pero no había ido más allá. Sin embargo, en agosto decidió apuntar a una flaqueza económica, social y política de la Unión: la política agraria. Así, el 6 de agosto, Putin ordena suspender las importaciones de productos ganaderos, hortalizas, pescado y leche entre otros de todos aquellos países que habían impuesto sanciones contra su país. Además de la UE y Estados Unidos, esta medida se extendía a países como Australia, Canadá o Noruega, si bien la zona comunitaria fue – y es todavía – la más afectada.
Pérdidas de miles de millones para la agricultura europea fueron las consecuencias inmediatas de la decisión rusa dada la condición del producto y la imposibilidad de encontrar mercados, ya que la agricultura europea es poco competitiva, de ahí que esté tan protegida por la Unión. Putin había esperado para devolver el golpe, pero este había sido certero y dañino. Parecía que Rusia también sabía cómo jugar a este tipo de guerra.
Tocada y casi hundida
Después de aquella respuesta rusa no ha habido represalias de mayor calado. La UE ha seguido presionando y sancionando al sector energético ruso, especialmente a la petrolera Rosneft y a la gasística Gazprom, los dos buques insignia de los hidrocarburos rusos. Por su parte, Rusia se ha abstenido de fomentar la escalada, y en los últimos meses de 2014 empieza a ver con buenos ojos una salida pacífica al conflicto ucraniano.
Sin embargo, el ciclo de buena parte de la economía internacional no favorece la situación de Moscú. Desde principios del verano, el precio del petróleo ha empezado a caer de manera continuada, motivado principalmente por la burbuja del fracking en Estados Unidos y por la insistencia de Arabia Saudí de mantener en el mercado mayor oferta de petróleo que la demandada, aunque sea sufriendo cuantiosas pérdidas. De los 115 dólares en los que se situaba a mediados de año, el barril de Brent va a cerrar 2014 con un precio en torno a los 59 dólares, lo que para muchos países supone la evaporación de miles de millones en ingresos provenientes de los hidrocarburos. Además de la práctica totalidad de países de Oriente Medio o Venezuela, Rusia es uno de los más afectados. Su economía y sobre todo, sus cuentas públicas, dependen en gran medida de los ingresos que provienen del crudo y el gas natural. Si el precio cae un 50%, sus ingresos bajan en la misma proporción.
Con el crudo a precio de saldo se empezaba a notar cómo el magma financiero que bulle bajo la economía real se remueve. Pocos países, empresas y personas tienen la habilidad y la capacidad suficiente como para dirigir semejante poder en la dirección adecuada – la que les convenga –, y aunque Estados Unidos se vea perjudicado por la bajada de precio del petróleo, no es improbable que le haya sugerido la maniobra a los saudíes. Y es que si el siglo XX fue el siglo de las guerras convencionales, el XXI lo será de las guerras económicas.
Así, lo que a principio de 2014 se revelaba como una posición claramente superior de Rusia en la política sobre Europa oriental, se estaba tornando a fin de año como un compromiso que amenazaba con arrastrar a Moscú al desastre si el conflicto en Ucrania no terminaba pronto. Bien es cierto que en los últimos meses del año, tanto por el coste político y económico como por la incapacidad de zanjar el conflicto gracias a una clara superioridad de ninguno de los dos bandos, parecía que el alto el fuego y las negociaciones empezaban a atisbarse en el este de Ucrania. Sin embargo, se trata de situación muy débil y cuya consistencia es discontinua en el tiempo.
La situación para Rusia era por tanto cada vez más comprometida económicamente hablando. Si la recesión se veía probable cuando el crudo todavía estaba alto, las previsiones en un escenario más pesimista no auguraban nada bueno. Con la intención de revertir la situación, esto es, que el rublo, que llevaba meses depreciándose, ganase valor, y para controlar la inflación, el 16 de diciembre el Banco Central de Rusia decide subir de madrugada los tipos de interés del 10,5% al 17% en una clara maniobra proteccionista. Sin embargo, el momento y la manera de hacerlo fue la luz verde para que el poder financiero occidental dejase a Rusia al borde de la bancarrota. Lo que en Moscú vieron claramente como una medida destinada a proteger y estabilizar la economía y el rublo, en el Atlántico se percibió como una medida desesperada y extrema de salvar una economía que estaba al borde del colapso. Es lo que tiene la interpretación de mensajes. Así, aquel día de diciembre no pudo empezar peor para el gigante euroasiático; la bolsa moscovita se dejó más de un 12% y la moneda rusa cayó hasta los 68,5 rublos por dólar, cuando meses atrás rondaba los 35. Tampoco se libró la deuda soberana, que tanto a corto como a largo plazo ha sobrepasado largamente el 15% de interés, en un momento en el que para Rusia será fundamental el endeudamiento.
La reacción rusa a semejante descalabro económico ha sido suficiente y rápida, lo que ha evitado males mayores. Sin embargo, Moscú se ha visto obligada a realizar un esfuerzo político y financiero titánico para salvar los muebles. Su primera medida, apoyada por Rosneft y Gazprom, vender dólares en los mercados para recuperar rublos y estabilizar así su moneda, incluyendo las reservas que tiene el país en moneda extranjera; la segunda, rescatar a entidades bancarias y energéticas que irremediablemente han quedado muy tocadas con el tropiezo del rublo. Y aunque la divisa rusa haya recuperado parte del terreno perdido – cerrará 2014 en torno a los 53 rublos por dólar –, conviene recordar las sanciones impuestas a Rusia por las que le es de extrema dificultad financiarse vía bancos o entidades financieras europeas o norteamericanas. Así pues, el reto que le supone encontrar compradores para sus dólares se hace más intenso, especialmente dada la urgencia con la que se quiere deshacer de ellos.
Un difícil 2015
Con este panorama, el nuevo año se antoja difícil económicamente para el Kremlin. El batacazo del 16 de diciembre, que algunos llaman “martes negro”, no fue sino el aviso de los poderes fácticos de lo vulnerable que es el país frente al poder financiero y lo rápido que se pueden deshacer años de crecimiento y trabajo. Como en el mundo actual poco o nada se debe a la casualidad, que desde la política europea y norteamericana se haya presionado o invitado a ciertos grupos financieros a apuntar contra Moscú y obtener beneficios de la jugada – un botín de guerra del siglo XXI – no se puede descartar. Lo que parece haber quedado claro es que se avisa y perdona una vez. Dos no.
Ahora la pelota está en el tejado de Moscú. Debe parecer lo suficientemente fuerte como para que los mercados no le devoren como pasó en 1998, pero no debe dar la imagen de tener una actitud agresiva, ya que podría desencadenar otra voladura en el rublo o la deuda, quedando herido de muerte y acudiendo a la salida del default, algo que sin duda acabaría con su estatus de potencia emergente. Todo esto no le va a ser fácil, ya que los precios del crudo seguirán bajando y sólo los saudíes saben cuál será su suelo y durante cuánto tiempo. Los demás, incluyendo Rusia, a verlas venir. Del mismo modo, la paulatina pero constante apreciación del dólar será un impedimento para la estabilización del rublo, por lo que se verá obligada a seguir vendiendo sus reservas para mantener a flote el valor de su divisa y mantener así el nivel de importaciones.
La clave, al menos para tener opciones de sobrevivir económicamente, reside en Ucrania. Una salida negociada que mantuviese el estatus de estado-colchón de Kiev sería idílica para Rusia dada su situación, pero es altamente improbable. Una vez finalizada la guerra, el lugar hacia al que más mira Ucrania es al oeste, no al este. Es cierto que como potencia regional de la Europa oriental, el trasvase ucraniano de la zona de influencia de Moscú a ir de la mano con Bruselas supone un serio varapalo. Ahora bien, todo depende de los costes y beneficios que el presidente ruso calcule actualmente, que son muy distintos a las cuentas que tenía en mente hace menos de un año. Putin debió pensar que jugaría en el tablero político-militar, donde era claramente superior, y se ha encontrado jugando en el tablero económico, en el que es mucho más débil.
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