por Juan Ramón Rallo
Una economía dinámica, basada en el cambio y en la introducción continuada de nuevos y mejores productos para los ciudadanos, es una economía donde, por necesidad, viejos modos de producción desaparecen y otros más innovadores emergen. Una economía basada en el cambio no puede apuntalarse a la parálisis de las técnicas de producción, ya que en tal caso no podría materializarse cambio alguno: o progreso o estancamiento. Los dos simultáneamente no pueden darse.
Sucede que el progreso que valoramos como consumidores (el tener cada vez más y mejores productos) lo detestamos como productores. Lo ideal para cualquiera es que todos cambien y que yo no sienta la necesidad de hacerlo: esto es, que mis servicios, aunque no se reciclen lo más mínimo, sean tan o más valorados como antes y que el resto de la población tenga que dedicarse a fabricar los nuevos bienes y servicios que yo deseo consumir. Claro que, si todos obráramos igual, nadie cambiaría y todos nos estancaríamos, renunciando a la innovación y al progreso material y tecnológico.
Por eso, de momento, no existe un movimiento social y político generalizado que clame abiertamente por la regresión económica (aunque sí existen grupos marginales en esta línea reaccionaria, como los decrecentistas o los distributistas). En general, la gente desea vivir mejor y, al menos abiertamente, no reclama la involución y el freno al avance científico, tecnológico y económico en todos los campos.
Ahora bien, frente a la inexistencia de ese amplio movimiento favorable a la regresión económica sí existen grupúsculos organizados que intentan frenar el progreso únicamente en su sector. Son los llamados lobbies que recurren a la regulación estatal para asegurarse su parcelita oligopolística en el mercado, bloqueando que cualquier innovador disruptivo pueda ofrecer nuevas y mejores soluciones que la suya.
Durante la crisis, la reivindicación de estas regulaciones se ha extremado por cuanto no sólo han aparecido innovaciones disruptivas que absorbían parte de los viejos mercados tradicionales, sino que además el tamaño de esos mercados se ha estrechado: un mayor número de jugadores unido a un menor juego que repartir implica que los peores se quedan con una porción diminuta de los consumidores (o incluso que son completamente excluidos del mercado). Muestras de este regresivo prohibicionismo económico son, por ejemplo, el lobby hotelero reclamando la prohibición/regulación del alquiler vacacional toda vez que éste se ha visto potenciado por Airbnb; el lobby de editores provocando el cierre de Google News ante su incapacidad para parasitarlo; el lobby de los taxis expulsando a Uber de nuestro país; o, más recientemente, el lobby patronal de los autobuses (Confebús) demandando a BlaBlaCar por “competencia desleal”.
Cambios necesarios y provechosos que no distan demasiado en cuanto a sus efectos de lo que ya sucediera con la aparición de la electricidad con respecto a los fabricantes de velas; del automóvil con respecto a los carruajes; del ordenador personal frente a la máquina de escribir; de las cámaras de fotografía digital frente a las analógicas; o de los smartphones frente a los teléfonos móviles tradicionales. La diferencia en este caso es que nos hallamos ante una “vieja economía” que aspira a morir matando a una “nueva economía” que ya debería estar generalizada de no ser por el intrusismo regulatorio.
Ahora bien, lo grave del asunto no es que una agrupación de empresarios conspire para acabar con sus competidores sin preocuparse por los medios empleados para ello: muchas personas —incluidos muchos empresarios— creen equivocadamente que el fin justifica los medios y actúan inescrupulosamente en consecuencia. Pero lo verdaderamente grave de esta cuestión no es eso, sino que el Estado acceda a canalizar estas conspiraciones empresariales a través de su normativa: esto es, lo verdaderamente grave no es que los hoteleros quieran bloquear Airbnb, los periódicos Google News, los taxistas Uber o los autobuseros BlaBlaCar, sino que el Estado les haga caso y traduzca sus ilegítimas reivindicaciones lobistas en normativa general a la que todos debamos someternos.
Mas acaso lo verdaderamente grave tampoco sea que el Estado legisle a favor de los lobbies y en contra de las relaciones libres y voluntarias entre partes: como el escorpión de la fábula de Esopo, bien podríamos decir que hacer semejantes tropelías se halla “en la naturaleza” del Estado. Acaso el auténtico peligro provenga de que socialmente le reconocemos al Estado autoridad política para legislar sobre tales materias.
Y no deberíamos: un Estado ha de limitarse, como mucho, a proteger unas instituciones normativas poco intrusivas que sienten las bases para la interacción pacífica y voluntaria de los ciudadanos (esto es, respeto a la propiedad privada y a los contratos entre particulares). Nada más: el resto de leyes son solo formas de instrumentar la violencia de algún grupo social organizado en contra de otros grupos sociales desorganizados. En este caso, se trata de reprimir a usuarios y proveedores de nuevas herramientas cooperativas para mantener los beneficios oligopolísticos de modelos de producción caducos. De nuevo, el Estado como freno del progreso basado en la libre cooperación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario