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domingo, 5 de febrero de 2017

No a la renta básica




La Renta Básica Incondicional (RBI), Renta Básica Universal (RBU) o Ingreso Mínimo Vital (IMV) es un instrumento mediante el cual el Estado proporciona a todos los ciudadanos una suma de dinero con independencia de si trabajan o no, de si desean hacerlo o no, de si son ricos o pobres. Si bien cabe establecer matizaciones y refinamientos sobre su alcance y extensión, su esencia es la descrita. Los paladines de esa propuesta sostienen que su implantación mejoraría la posición de las personas con bajos ingresos. Aumentaría la capacidad negociadora de los trabajadores con los empresarios. Reduciría el riesgo del autoempleo al ofrecer una red mínima de seguridad salarial. Evitaría la aceptación por necesidad de empleos indeseables. Disminuiría la desigualdad y concedería a los individuos libertad real para realizar su proyecto vital. Las personas con ingresos altos también la percibirían, pero ello elevaría su carga tributaria, lo que incrementaría su aportación a las arcas del Estado. Este paradisíaco panorama presenta serias objeciones.
Quizá el único argumento «nuevo» de los defensores de la RBI es su utilización como un medio para paliar los costes sobre el empleo del cambio tecnológico. En realidad, esta tesis es una resurrección de la vieja falacia ludista, a saber, la afirmación, desmentida por una evidencia empírica secular, de que las nuevas tecnologías destruyen puestos no sólo en el corto plazo sino en el medio y en el largo. Si esto fuese cierto, no quedaría ni un empleo disponible en las economías desarrolladas a la vista del fabuloso crecimiento de la productividad que han registrado durante los últimos 200 años. Dicho esto, es importante analizar las repercusiones de introducir la RBI en España.
De entrada, el Estado del Bienestar español es un sistema opaco, ineficiente y oneroso de transferencias de rentas estatales, regionales y locales que absorbe más de la mitad del PIB. Por ello, la primera cuestión por aclarar es si la RBI se sumaría al cúmulo de los programas sociales existentes o los sustituiría. Si la opción elegida es introducirla como un complemento del actual esquema de prestaciones suministradas por los poderes públicos, el impacto alcista de esa medida sobre el déficit y la deuda del conjunto de las AAPP sería inasumible, salvo que su puesta en marcha se financiase con una masiva subida de los impuestos. En cualquiera de esos dos escenarios, la economía española se vería abocada a una situación insostenible.
Ante ese panorama, la compatibilidad de la RBI con la estabilidad económica y financiera de España exigiría reemplazar el modelo de seguridad social imperante, exceptuadas las pensiones contributivas, por aquella y asignarle la cobertura de las contingencias atendidas por él. Parece muy poco probable que las fuerzas políticas parlamentarias que promueven esa figura estén dispuestas a aceptar una solución de esa naturaleza y, si así fuese, se plantearía el problema de cómo desmantelar buena parte del aparato burocrático del Estado del Bienestar. Por definición, éste sería innecesario ya que su función se limitaría a pagar los cheques de la renta mínima vital a los ciudadanos. Como es evidente, este planteamiento implica altos costes de transición y además conduciría por lógica a una privatización total o parcial del modelo español de protección social; hipótesis deseable pero ajena a la voluntad y los deseos de los promotores hispanos de la renta básica. Pero ahí no termina la historia...
Cuanto mayor sea la cuantía de la RBI, menores son los incentivos de los individuos a incorporarse al mercado laboral. Ese efecto se potencia en el supuesto de que la renta básica se acumule a los beneficios sociales ya ofertados por las Administraciones Públicas. Ello conduciría a fomentar una cultura de dependencia que contribuiría a agudizar uno de los problemas que el ingreso mínimo vital pretende conjurar: la profundización y consolidación de la marginación social de los individuos y de los colectivos situados en los escalones más bajos de la renta, así como la de aquellos que soportan una tasa de desempleo estructural muy abultada, esto es, los jóvenes y los parados de larga duración.
La RBI hace abstracción de otra cuestión básica. El coste de la vida y el tamaño de la población no son iguales en todas las partes del territorio nacional. Un euro en Andalucía o Extremadura no tiene el mismo poder adquisitivo que en Madrid o en el País Vasco, y ese ejemplo es extensible a otras regiones, ciudades y pueblos de España. Por tanto, las desigualdades interregionales persistirían con independencia de que el RBI se implantase pero con un resultado adicional imprevisto: un aumento de los flujos migratorios internos, no hacia las zonas en donde las oportunidades de obtener empleo y generar riqueza son superiores, sino hacia aquellas en las que el paquete de prestaciones sociales es más alto que, casualmente, son las más pobres y las que menos oportunidades ofrecen. Tampoco cabe despreciar el efecto llamada que ello tendría sobre la inmigración no productiva.
Aunque las consideraciones de carácter moral y la apelación a la responsabilidad individual tienen cada vez menos audiencia en la atmósfera populista de estas primeras dos décadas del siglo XXI, parece evidente que la RBI contribuye a estimular algo muy nocivo para la salud de una sociedad libre con alta movilidad social, y también, para el eficiente funcionamiento de una economía de mercado: una creciente dependencia de la asistencia estatal. Hay quienes aún consideramos que es moralmente malo permitir a individuos adultos no aquejados de incapacidad alguna o víctimas de infortunios que son imputables a sus actos vivir a costa de los demás sin dar nada a cambio. Quizá esta visión resulte anticuada o insensible pero ha sido y es uno de los fundamentos básicos que han hecho posible la prosperidad de las sociedades en las que vivimos.
Quienes de verdad quieren combatir la pobreza y la exclusión social deberían cambiar el foco y analizar sin prejuicios cuales son los mejores medios para alcanzar los fines que persiguen. No se acabará con esas lacras con un sistema asentado en un clientelismo paternalista que sólo sirve para agravarlas. Hace falta una economía libre y competitiva, con un Estado fuerte pero limitado que cree las condiciones para generar riqueza y empleo, que fomente la responsabilidad individual y la movilidad social, que trate a los ciudadanos como a adultos, no como a menores de edad. La Renta Básica Universal, el Ingreso Mínimo Vital, la Renta Básica Incondicional y figuras similares son una pieza más en el proceso de convertir España en un carísimo e ineficiente jardín de infancia. Por cierto, ese no es el futuro...

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