[Artículo número 9 de la lista de lectura de 30 días de Robert Wenzel que te ayudará a convertirte en un conocedor libertario]
Para la generación actual, Hitler es el hombre más odiado de la historia y su régimen, el arquetipo de la maldad política. Esta opinión no se extiende sin embargo a sus políticas económicas. Muy al contrario. Son adoptadas por gobiernos de todo el mundo. Por ejemplo, el Glenview State Bank de Chicago alababa recientemente la economía de Hotler en su boletín mensual. Al hacerlo, el banco descubría los riesgos de alabar las políticas keynesianas en un contexto erróneo.
El número del boletín (julio de 2003) no está en línea, pero el contenido puede adivinarse a través de la carta de protesta de la Liga Anti-Difamación (ADL, por sus siglas en inglés). “Independientemente de los argumentos económicos”, decía la carta, “las políticas económicas de Hitler no pueden separarse de sus grandes políticas de virulento antisemitismo, racismo y genocidio. (…) Analizar sus acciones a través de cualquier otra lente supone desviar gravemente la atención”.
Lo mismo podría decirse de todas las formas de planificación centralizada. Es erróneo examinar las políticas económicas de cualquier estado Leviatán sin considerar la violencia política que caracteriza a toda planificación centralizada, ya sea en Alemania, la Unión Soviética o Estados Unidos. La controversia resalta la forma en que sigue sin entenderse la conexión entre violencia y planificación centralizada, ni siquiera por la ADL. La tendencia de los economistas a admirar el programa económico de Hitler es un buen ejemplo.
En la década de 1930, Hitler se consideraba en general solo como otro planificador centralizado proteccionista que reconocía el supuesto fracaso del libre mercado y la necesidad de un desarrollo económico guiado nacionalmente. La economista socialista proto-keynesiana Joan Robinson escribió que “Hitler encontró un remedio frente al desempleo antes de que Keynes acabara explicándolo”.
¿Cuáles eran esas políticas económicas? Suspendió el patrón oro, inició enormes programas de obras públicas como las autopistas, protegió a la industria frente a la competencia extranjera, expandió el crédito, instituyó programas de empleo, acosó al sector privado en decisiones sobre precios y producción, expandió ampliamente el ejército, aplicó controles de capital, instituyó la planificación familiar, penalizó el tabaco, introdujo la atención sanitaria nacional y el seguro de desempleo, impuso estándares educativos y acabó teniendo enormes déficits. El programa intervencionista nazi fue esencial para el rechazo del régimen de la economía de mercado y su adopción del socialismo en un país.
Esos programas siguen siendo hoy ampliamente alabados, a pesar de sus fracasos. Son característicos de toda democracia “capitalista”. El propio Keynes admiraba el programa económico nazi, escribiendo para el prólogo de la edición alemana de la Teoría general: “la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire”.
El comentario de Keynes, que puede sorprender a muchos, no era inesperado. Los economistas de Hitler rechazaban el laissez faire y admiraban a Keynes, incluso precediéndole en muchas maneras. De forma similar, los keynesianos admiraban a Hitler (ver George Garvy, “Keynes and the Economic Activists of Pre-Hitler Germany”, The Journal of Political Economy, Volumen 83, Número 2, Abril de 1975, pp. 391-405).
Todavía en 1962, en un informe escrito para el Presidente Kennedy, Paul Samuelson alababa a Hitler: “La historia nos recuerda que incluso en los peores días de la gran depresión nunca hubo escasez de expertos que advirtieran contra todas las acciones públicas curativas. (…) Si hubiera prevalecido aquí este consejo, como lo hizo en la Alemania anterior a Hitler, la existencia de nuestra forma de gobierno podría haber estado en peligro. Ningún gobierno moderno cometerá de nueva ese error”.
Hasta cierto punto, no es sorprendente. Hitler instituyó un New Deal para Alemania, distinto del de FDR y el de Mussolini solo en los detalles. Y funcionó solo sobre el papel en el sentido de las cifras del PIB de la época reflejan un crecimiento. El desempleo se mantuvo bajo porque Hitler, aunque intervino en los mercados laborales, nunca intentó llevar los salarios por encima de su nivel en el mercado. Pero por debajo de todo, estaban teniendo lugar graves distorsiones, igual que ocurren en cualquier economía que no sea de mercado. Pueden potenciar el PIB a corto plazo (ved cómo el gasto público aumentó el tasa de crecimiento de EEUU en el segundo trimestre de 2003 del 0,7% al 2,4%), pero no funcionan a largo plazo.
“Escribir sobre Hitler sin el contexto de los millones de inocentes brutalmente asesinados y las decenas de millones muertos luchando contra él es un insulto a la memoria de todos”, escribía la ADL en protesta por el análisis publicado por el Glenview State Bank. De verdad que lo es.
Pero ser paladín de las implicaciones morales de las políticas económicas es moneda cambio en la profesión. Cuando los economistas piden estimular la “demanda agregada”, no explica qué significa esto realmente. Significa eliminar por la fuerza las decisiones voluntarias de consumidores y ahorradores, violando sus derechos de propiedad y su libertad de asociación para alcanzar las ambiciones económicas del gobierno nacional. Incluso si esos programas funcionaran en algún sentido económico, deberían rechazarse basándose en que son incompatibles con la libertad.
Lo mismo pasa con el proteccionismo. La principal ambición del programa económico de Hitler era expandir las fronteras de Alemania para hacer viable la autarquía, lo que significa construir enormes barreras proteccionistas a las importaciones. El objetivo era hacer de Alemania una productora autosuficiente de forma que no tuviera el riesgo de la influencia extranjera y no hacer que el destino de su economía se ligara a los altibajos en otros países. Fue un caso clásico de xenofobia económicamente contraproducente.
E incluso hoy en Estados Unidos las políticas proteccionistas están realizando un trágico retorno. Solo bajo la administración Bush, se está protegiendo un enorme rango de productos, que van de la madera a los microchips, ante la competencia extranjera de bajos precios. Estas políticas se han combinado con intentos de estimular la oferta y la demanda mediante gasto militar a gran escala, aventurerismo en la política exterior, estado de bienestar, déficits y promoción del fervor nacionalista. Esas políticas pueden crear la ilusión de una creciente prosperidad, pero la realidad es que desvían recursos escasos de su empleo productivo.
Tal vez lo peor de estas políticas sea que son inconcebibles sin un estado Leviatán, exactamente como dijo Keynes. Un gobierno suficientemente grande y poderoso como para manipular la demanda agregada es suficientemente grande y poderoso como para violar las libertades civiles del pueblo y atacar sus derechos de cualquier otra manera. Las políticas keynesianas (o hitlerianas) desenfundan la espada del estado sobre toda la población. La planificación centralizada, incluso en su variedad más mínima, y la libertad son incompatibles.
Desde el 11-S y la respuesta autoritaria y militarista, la izquierda política ha advertido que Bush es el nuevo Hitler, mientras que la derecha execra este tipo de retórica como una hipérbole irresponsable. La verdad es que la izquierda, al realizar estas afirmaciones, tiene más razón de l que cree. Hitler, como FDR, dejó su sello en Alemania y el mundo al aplastar los tabús contra la planificación centralizada y hacer del gran gobiernos una característica aparentemente permanente de las economías occidentales.
David Raub, el autor del artículo para el Glenview, estaba siendo ingenuo al pensar que podía ver los hechos como los ve la corriente principal y llegar a lo que pensaba que sería una respuesta convencional. La ADL tiene razón en este caso: la planificación centralizada nunca puede alabarse. Debemos considerar siempre su contexto histórico y sus inevitables resultados políticos.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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