Hana Fischer es analista política uruguaya.
En estos días The Economist Intelligence Unit publicó su Democracy Index 2015. Según ese informe, en el 2015 EE.UU. obtuvo un puntaje menor que en años anteriores, lo que sitúa a esa nación —que una vez fue modelo a imitar en el mundo— al borde de bajar a la condición de “democracias imperfectas”.
Desde que este índice comenzó a elaborarse en 2006, la mencionada nación ha venido descendiendo en su puntaje en forma paulatina pero sostenida. En el primer reporte le fue adjudicado 8,22 puntos, mientras que en el último sacó únicamente 8,05. Lo cual significa que en siete años le restaron 17 puntos en calidad democrática.
Si consideramos que 8,00 es la cifra que marca la rebaja de categoría, es posible apreciar la velocidad con la cual se está degradando la forma republicana de gobierno en EE.UU. Con respecto a esa situación, creemos que no sería descabellado el afirmar que este proceso comenzó el 11 de septiembre 2001 tras la caída de las Torres Gemelas.
En aquel momento algunas voces lúcidas advirtieron lo siguiente: que si bien la situación provocada por los fundamentalistas islámicos de Al Qaeda constituía un pequeño triunfo, era de temer que la reacción de los gobernantes pavimentara el camino hacia una resonante victoria de los enemigos de la libertad y la democracia. O sea, tomaran medidas que provocaran la decadencia de los valores y principios sobre los que se asienta EE.UU.
La verdadera tragedia para el pueblo estadounidense no fue la caída de esos aviones —a pesar de todo el horror que produjeron— sino el debilitamiento de su hasta entonces sólido sistema de frenos y contrapesos al poder estatal, del control ciudadano sobre el accionar de sus gobernantes y del derecho constitucional al debido proceso.
Otra gran víctima del ataque terrorista, fue su otrora admirable prensa. Hasta ese momento, la forma de trabajar de sus periodistas constituía el paradigma de un trabajo riguroso, profesional e independiente. Era el faro que iluminaba el camino a seguir y un baluarte invalorable en la lucha internacional por la libertad de expresión, opinión y prensa. En las escuelas de periodismo de otros países se lo ponía como ejemplo. Incluso, muchas veces los principios sobre los que ella se sustentaba, sirvieron de base argumental y jurídica en los juicios promovidos por agentes gubernamentales, que pretendían silenciar las voces críticas o la información acerca de sus actividades “non sanctas”.
Luego del ataque terrorista los periodistas quedaron imbuidos de un sentido “patriótico”, que a nuestro entender es errado. En consecuencia, en gran medida dejaron de lado su independencia y sentido crítico, y pasaron a ser simple “portavoces” del gobierno. Algo nefasto para la calidad democrática.
Si la democracia se fundamenta en el dogma de que la “soberanía reside en la nación”, entonces, no hay justificativo para que ella no sea informada con independencia de lo que está ocurriendo o de lo que hacen sus gobernantes. Una ciudadanía mal informada y atemorizada, fácilmente puede ser manipulada.
Por aquella época leíamos diariamente la versión digital del New York Times. Desde la distancia —tanto geográfica como emocional— era posible percibir nítidamente ciertas cosas que los que estaban cerca no advertían, porque las pasiones les “nublaban la vista”. Recordamos cómo nos impactaba negativamente que cada día se colocara una especie de señal (verde, naranja, o roja) para alertar a la población acerca del grado de peligro que corrían de volver a tener un ataque terrorista. Nos dábamos cuenta que de ese modo el gobierno mantenía a la gente en una especie de psicosis colectiva, lo que facilitaba que en pos de “seguridad”, aceptaran que se recortaran sus derechos, libertades y garantías constitucionales. Esa es la verdadera historia tras la malhadada “Patriot Act".
Los estadounidenses olvidaron lo proclamado por Benjamín Franklin: “Aquellos que renunciarían a una libertad esencial para conseguir un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad”. O, dicho de una forma más contundente: No se puede renunciar a la libertad en pos de obtener seguridad, porque el mayor resguardo para la segunda, es precisamente la primera. Si perdemos libertad, simultáneamente y en la misma proporción, disminuimos nuestra seguridad.
En la lamentable situación descripta, la culpa es compartida entre el gobierno y los propios periodistas. En la mayoría de los casos, estos últimos estaban convencidos de buena fe que estaban actuando en pro del bien de la nación. No obstante, el gobierno ejerció una presión brutal para que aquellos a los cuales la conciencia comenzara a atormentarles, se ajustaran a la nueva doctrina emanada de la “Patriot Act”.
A los díscolos, es decir, a aquellos que osaron decirle la verdad al pueblo estadounidense, como medida ejemplarizante el gobierno los castigó en forma brutal, cobarde y vil. Una muestra de ello fue el recordado “Plamegate”:
Entre 2001 y 2003, Valerie Elise Plame fue agente encubierta de la CIA en la zona más caldeada del Cercano Oriente de ese momento (Irán e Irak). Estaba casada con el diplomático estadounidense Joseph Wilson, especializado en armas de destrucción masiva. Por aquella época el presidente George W. Bush (Jr) pretendía atacar Irak, con el argumento de que estaba construyendo armas atómicas. Expresaba que había pruebas de que era así porque la CIA había detectado que Níger le estaba vendiendo uranio al entonces dictador iraquí Saddam Husseim. Wilson había sido el encargado de viajar a Níger para verificar esa situación, pero comprobó que no era cierto. Así lo dejó asentado en el reporte que elaboró para la Agencia de Inteligencia.
Pero el gobierno seguía aterrorizando a los estadounidenses con ese tema, haciendo caso omiso del informe elaborado por Wilson. En consecuencia, éste decidió publicar una columna en el New York Times dando a conocer la verdad. Ocho días después (14 de julio de 2003), la identidad secreta de Plame fue revelada en una nota periodística por el Washington Post, poniendo en peligro su vida, la de sus familiares y la de toda la red de informantes que —corriendo un gran riesgo personal— colaboraban desde Irak con las autoridades de EE.UU.
En el artículo anterior afirmamos que la democracia “No crea el paraíso sobre la tierra: hay problemas, pero también soluciones. Injusticias, pero también la posibilidad de denunciarlas y que los responsables sean castigados. Las democracias de mejor calidad contienen en sí mismas las herramientas para irse depurando en forma continua”.
En el caso de EE.UU., esas herramientas son su Poder Judicial y las asociaciones independientes que tanto admiraron a Alexis de Tocqueville.
En el referido asunto, un juez federal sentenció a prisión a Lewis Libby, el funcionario que fue encontrado culpable de filtrar a la prensa la información confidencial sobre la identidad secreta de Plame. Sin embargo, ha quedado la sensación de que fue el "chivo expiatorio" y además, que fue una posición voluntariamente aceptada para salvarles el pellejo a figuras más altas. Esa percepción se vio fortalecida cuando “inexplicablemente”, el presidente Bush le conmutó la pena de prisión.
Asimismo, son relevantes las asociaciones independientes que les dieron “voz” a los más débiles, en este caso la familia de Valerie Plame. Primero, al publicar su libro autobiográfico Fair Game: My Life as a Spy, My Betrayal by the White House (Juego limpio: Mi vida como espía, cómo fui traicionada por la Casa Blanca). Y luego, mediante su adaptación cinematográfica (“Fair Game") que recorrió el mundo entero.
En consecuencia, EE.UU. hasta ahora ha demostrado ser una nación con una gran capacidad de autocrítica y reacción. Esperemos que esos rasgos tan profundamente arraigados hagan que la gente tome conciencia hacia dónde van, y retorne a aquellos principios que hicieron de ese país, un pueblo admirable.
Este artículo fue publicado originalmente en Panampost (EE.UU.) el 1 de marzo de 2016.
Desde que este índice comenzó a elaborarse en 2006, la mencionada nación ha venido descendiendo en su puntaje en forma paulatina pero sostenida. En el primer reporte le fue adjudicado 8,22 puntos, mientras que en el último sacó únicamente 8,05. Lo cual significa que en siete años le restaron 17 puntos en calidad democrática.
Si consideramos que 8,00 es la cifra que marca la rebaja de categoría, es posible apreciar la velocidad con la cual se está degradando la forma republicana de gobierno en EE.UU. Con respecto a esa situación, creemos que no sería descabellado el afirmar que este proceso comenzó el 11 de septiembre 2001 tras la caída de las Torres Gemelas.
En aquel momento algunas voces lúcidas advirtieron lo siguiente: que si bien la situación provocada por los fundamentalistas islámicos de Al Qaeda constituía un pequeño triunfo, era de temer que la reacción de los gobernantes pavimentara el camino hacia una resonante victoria de los enemigos de la libertad y la democracia. O sea, tomaran medidas que provocaran la decadencia de los valores y principios sobre los que se asienta EE.UU.
La verdadera tragedia para el pueblo estadounidense no fue la caída de esos aviones —a pesar de todo el horror que produjeron— sino el debilitamiento de su hasta entonces sólido sistema de frenos y contrapesos al poder estatal, del control ciudadano sobre el accionar de sus gobernantes y del derecho constitucional al debido proceso.
Otra gran víctima del ataque terrorista, fue su otrora admirable prensa. Hasta ese momento, la forma de trabajar de sus periodistas constituía el paradigma de un trabajo riguroso, profesional e independiente. Era el faro que iluminaba el camino a seguir y un baluarte invalorable en la lucha internacional por la libertad de expresión, opinión y prensa. En las escuelas de periodismo de otros países se lo ponía como ejemplo. Incluso, muchas veces los principios sobre los que ella se sustentaba, sirvieron de base argumental y jurídica en los juicios promovidos por agentes gubernamentales, que pretendían silenciar las voces críticas o la información acerca de sus actividades “non sanctas”.
Luego del ataque terrorista los periodistas quedaron imbuidos de un sentido “patriótico”, que a nuestro entender es errado. En consecuencia, en gran medida dejaron de lado su independencia y sentido crítico, y pasaron a ser simple “portavoces” del gobierno. Algo nefasto para la calidad democrática.
Si la democracia se fundamenta en el dogma de que la “soberanía reside en la nación”, entonces, no hay justificativo para que ella no sea informada con independencia de lo que está ocurriendo o de lo que hacen sus gobernantes. Una ciudadanía mal informada y atemorizada, fácilmente puede ser manipulada.
Por aquella época leíamos diariamente la versión digital del New York Times. Desde la distancia —tanto geográfica como emocional— era posible percibir nítidamente ciertas cosas que los que estaban cerca no advertían, porque las pasiones les “nublaban la vista”. Recordamos cómo nos impactaba negativamente que cada día se colocara una especie de señal (verde, naranja, o roja) para alertar a la población acerca del grado de peligro que corrían de volver a tener un ataque terrorista. Nos dábamos cuenta que de ese modo el gobierno mantenía a la gente en una especie de psicosis colectiva, lo que facilitaba que en pos de “seguridad”, aceptaran que se recortaran sus derechos, libertades y garantías constitucionales. Esa es la verdadera historia tras la malhadada “Patriot Act".
Los estadounidenses olvidaron lo proclamado por Benjamín Franklin: “Aquellos que renunciarían a una libertad esencial para conseguir un poco de seguridad momentánea, no merecen ni libertad ni seguridad”. O, dicho de una forma más contundente: No se puede renunciar a la libertad en pos de obtener seguridad, porque el mayor resguardo para la segunda, es precisamente la primera. Si perdemos libertad, simultáneamente y en la misma proporción, disminuimos nuestra seguridad.
En la lamentable situación descripta, la culpa es compartida entre el gobierno y los propios periodistas. En la mayoría de los casos, estos últimos estaban convencidos de buena fe que estaban actuando en pro del bien de la nación. No obstante, el gobierno ejerció una presión brutal para que aquellos a los cuales la conciencia comenzara a atormentarles, se ajustaran a la nueva doctrina emanada de la “Patriot Act”.
A los díscolos, es decir, a aquellos que osaron decirle la verdad al pueblo estadounidense, como medida ejemplarizante el gobierno los castigó en forma brutal, cobarde y vil. Una muestra de ello fue el recordado “Plamegate”:
Entre 2001 y 2003, Valerie Elise Plame fue agente encubierta de la CIA en la zona más caldeada del Cercano Oriente de ese momento (Irán e Irak). Estaba casada con el diplomático estadounidense Joseph Wilson, especializado en armas de destrucción masiva. Por aquella época el presidente George W. Bush (Jr) pretendía atacar Irak, con el argumento de que estaba construyendo armas atómicas. Expresaba que había pruebas de que era así porque la CIA había detectado que Níger le estaba vendiendo uranio al entonces dictador iraquí Saddam Husseim. Wilson había sido el encargado de viajar a Níger para verificar esa situación, pero comprobó que no era cierto. Así lo dejó asentado en el reporte que elaboró para la Agencia de Inteligencia.
Pero el gobierno seguía aterrorizando a los estadounidenses con ese tema, haciendo caso omiso del informe elaborado por Wilson. En consecuencia, éste decidió publicar una columna en el New York Times dando a conocer la verdad. Ocho días después (14 de julio de 2003), la identidad secreta de Plame fue revelada en una nota periodística por el Washington Post, poniendo en peligro su vida, la de sus familiares y la de toda la red de informantes que —corriendo un gran riesgo personal— colaboraban desde Irak con las autoridades de EE.UU.
En el artículo anterior afirmamos que la democracia “No crea el paraíso sobre la tierra: hay problemas, pero también soluciones. Injusticias, pero también la posibilidad de denunciarlas y que los responsables sean castigados. Las democracias de mejor calidad contienen en sí mismas las herramientas para irse depurando en forma continua”.
En el caso de EE.UU., esas herramientas son su Poder Judicial y las asociaciones independientes que tanto admiraron a Alexis de Tocqueville.
En el referido asunto, un juez federal sentenció a prisión a Lewis Libby, el funcionario que fue encontrado culpable de filtrar a la prensa la información confidencial sobre la identidad secreta de Plame. Sin embargo, ha quedado la sensación de que fue el "chivo expiatorio" y además, que fue una posición voluntariamente aceptada para salvarles el pellejo a figuras más altas. Esa percepción se vio fortalecida cuando “inexplicablemente”, el presidente Bush le conmutó la pena de prisión.
Asimismo, son relevantes las asociaciones independientes que les dieron “voz” a los más débiles, en este caso la familia de Valerie Plame. Primero, al publicar su libro autobiográfico Fair Game: My Life as a Spy, My Betrayal by the White House (Juego limpio: Mi vida como espía, cómo fui traicionada por la Casa Blanca). Y luego, mediante su adaptación cinematográfica (“Fair Game") que recorrió el mundo entero.
En consecuencia, EE.UU. hasta ahora ha demostrado ser una nación con una gran capacidad de autocrítica y reacción. Esperemos que esos rasgos tan profundamente arraigados hagan que la gente tome conciencia hacia dónde van, y retorne a aquellos principios que hicieron de ese país, un pueblo admirable.
Este artículo fue publicado originalmente en Panampost (EE.UU.) el 1 de marzo de 2016.
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