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jueves, 31 de marzo de 2016

EL PARTIDISTA INTERÉS PÚBLICO DE VAROUFAKIS




Es habitual afirmar que la propiedad privada siempre se gestiona atendiendo a los intereses privativos de su dueño mientras que, en cambio, la propiedad pública se administra de acuerdo con el interés general. Quienes establecen esta simplista dicotomía no toman en cuenta otras dos posibilidades: por un lado, que el dueño de una propiedad privada decida gestionarla según su concepción del interés general (por ejemplo, un inmueble que sea cedido habitualmente por su propietario a ONGs que combatan problemáticas sociales que él considere relevantes); por otro, que los gestores de la propiedad pública la patrimonialicen en su propio interés personal (por ejemplo, un inmueble público cedido gratuitamente a un partido político para que organice un mitin).
Justamente, esta última posibilidad es bastante más habitual de lo que suele reconocerse en el debate político. Y es que, durante cuatro años, nuestros mandatarios —sea cual sea el color de su ideología— se convierten en dueños y señores de un gigantesco catálogo de propiedades estatales que han sido financiadas en su totalidad mediante la sustracción de recursos a los ciudadanos: edificios, terrenos, vehículos, empresas públicas, entidades financiaras nacionalizadas, paradores, escuelas, hospitales y, cómo no, decenas de miles de millones de euros en forma de recaudación tributaria. Presuntamente, esos mandatarios, como legítimos representantes “del pueblo”, gestionarán esa inmensidad de propiedades estatales atendiendo al interés de sus representados, pero es bien sabido que también podrían hacerlo atendiendo a su interés personal: esa es una de las caras de la famosa “corrupción institucional” que desde hace décadas contamina las administraciones públicas españolas.
En principio, la legislación de un país proscribe el uso arbitrario de los recursos públicos en interés exclusivo del político-administrador de turno: la normativa no permite la apropiación personalista de los recursos estatales. Sin embargo, esta limitación se enfrenta a tres graves problemas: el primero es que tal limitación puede no ser eficaz, dado que los políticos pueden en muchos casos burlar las leyes sin que la ciudadanía, los medios de comunicación o los tribunales sean conscientes de ello. El segundo es que las leyes que ponen coto al uso personalista de las propiedades estatales son redactadas por los mismos políticos que deberían ser objeto de control, de modo que ellos pueden ajustarlas para que su latrocinio no cualifique como corrupción.
Mas acaso el tercer problema sea el más serio y difícil de resolver: dado que no existe una definición objetivo de qué es el “interés general”, compete a los administradores especificar en cada caso cuándo un determinado uso de las propiedades estatales resulta compatible con ese interés general. Por ello, la misma legislación que proscribe un uso arbitrario y personalista de los enseres públicos autoriza un margen de discrecionalidad a los políticos para que los administren según su personal concepción —o la personal concepción de sus votantes— de ese interés general. Y es aquí donde evidentemente se abona el terreno para que nuestros mandatarios usen a su antojo los recursos que nos han extraído coactivamente a todos: se trata de una corrupción no solo legalizada, sino socialmente legitimada.
Tomemos como ejemplo la última polémica a la que se ha visto sometida la Concejalía de Cultura el Ayuntamiento de Madrid: la cesión con un 70% de descuento del centro cultural municipal Matadero a la plataforma “Un plan B para Europa” (participada por miembros de Podemos, En Comú, Izquierda Unida…) para organizar una jornada de conferencias en las que intervino Yanis Varoufakis. Precisamente, la justificación de ese notable descuento (desde 23.000 euros a 6.900) fue que tales jornadas respondían al “interés público”. Pero, ¿de verdad lo hacían?
Al entender de muchos —entre los que yo mismo me encuentro—, contribuían más bien a promover una visión de Europa que nos conduciría a una mayor pobreza, fragmentación social, discordia y enfrentamiento: es decir, si acaso respondían a algo, eso era el “anti-interés público”. Por supuesto, desde Ahora Madrid mantendrán una visión distinta: de acuerdo con su criterio, estas jornadas sí contribuían a construir una Europa mejor. Pero si existe un fuerte disenso al respecto, parece claro que el interés de esas jornadas no será general, sino más bien parcial y partidista. ¿Debería Ahora Madrid (o cualquier otro partido político) poder instrumentar partidistamente unas instalaciones públicas? No, no debería: pero en este caso lo ha hecho, incluso tal vez sin ser consciente de ello (pues podrían pensar sinceramente que estaban fomentando el interés general).
Por cierto, tal vez intente replicarse que toda jornada de reflexión y debate ideológico es de interés general. Pero no: ¿o es que consideraríamos de interés general que tales instalaciones se cedieran para unas “jornadas” de reflexión de la Falange, del Frente Nacional o de Amanecer Dorado por el debate que contribuyeran a suscitar? Claramente no. Por consiguiente, por mucho debate público que pueda haber promovido Varoufakis, seguimos estando ante un caso de uso partidista y personalista de la propiedad pública: un habitualísimo tipo de uso que los defensores de la propiedad pública suelen obviar cuando la promueven.
En definitiva, cada vez que algún político defienda que sólo la propiedad pública salvaguarda el interés general recuerden qué quieren decir en verdad: la propiedad arrebatada coactivamente a los ciudadanos incrementa el patrimonio del que ese político —o los burócratas o votantes cuyos intereses representa— usa y disfruta personalmente. Ningún mandatario está libre de ello: tampoco aquellos que nos dijeron que iban a regenerar la vida pública. Es un problema mucho más profundo de derechos, incentivos y visiones ideológicas: es un problema consustancial al Estado.

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