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jueves, 17 de marzo de 2016

La miseria del populismo, treinta años después


Aníbal Romero es profesor de ciencia política en la Universidad de Simón Bolívar. 
   

Cuando fue publicada en 1986 la primera edición de mi libro La miseria del populismo, se hablaba constantemente en Venezuela de “crisis”, tal como ocurre ahora. Se trataba desde luego de una situación diferente, aunque mostraba algunas analogías con relación a lo que hoy experimenta nuestra sociedad.


En esa obra intenté diagnosticar tres males que continúan afectando al país: el primero, el de nuestra dependencia petrolera y monoproductora. El segundo, el del populismo, que allí describí como un modelo y como un estilo de hacer política. El modelo es el de la alianza de élites vinculada a la economía estatista, orientada a redistribuir la renta del petróleo. El estilo es el de la irresponsabilidad sistemática hacia las masas, a las que nunca se enfrenta con sus verdaderos desafíos pero a las que se conforta con las dádivas de gobiernos miopes.


En tercer lugar, quise profundizar sobre un rasgo del alma nacional, que permanece sembrado en lo más hondo de nuestro ser y que nos lleva de manera recurrente a confundir nuestra situación en el mundo, así como nuestra capacidad para influir más allá de nuestras fronteras. Califiqué esa tendencia como el mesianismo bolivariano, una propensión que entonces nos hizo creer que podíamos edificar un nuevo orden económico internacional, y que hoy sigue mareándonos con los sueños de transformarnos en país-potencia, eufemismo tras el cual los actuales gobernantes procuran ocultar la desnudez de su fracaso.


La miseria del populismo constituyó por encima de todo una inclemente andanada crítica, dirigida contra las actuaciones del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez entre 1974 y 1979, período que, visto en perspectiva, representó un punto de inflexión hondamente negativo para el sistema democrático-populista establecido a raíz del 23 de enero de 1958.


Dos años después de que apareció la primera edición del libro y durante la reñida campaña electoral de 1988, tiempos durante los que proseguía mi batalla contra Pérez a través de la prensa, la radio y la televisión, este último —a través de los buenos oficios de nuestro amigo común Alfredo Baldó Casanova— me invitó a desayunar y conversamos largamente. En esa oportunidad el presidente Pérez y mi persona, con cortesía no exenta de soterrada tensión, discutimos sobre diversos temas, y afirmo con toda veracidad que me dijo (palabras más, palabras menos): “Romero, yo ya no soy el mismo hombre, el mismo político, que usted dibuja en su libro. Leí su obra. Yo he cambiado, y voy a hacer un gobierno muy distinto, pues entiendo que las circunstancias del país son ahora muy diferentes”.


Al relatar esta historia, en modo alguno pretendo sostener que las nuevas ideas a las que Pérez se refería las sacó de mi libro; no tengo esa presunción, aunque tal lectura pudo haberle resultado útil, junto a otras. En todo caso ese día aprendí lo siguiente sobre Pérez: 1) Fue un personaje político con sentido de Estado, es decir, con una comprensión razonable de su posición en la historia y ante el país. 2) Fue un personaje que poseyó capacidad de aprendizaje, sin dogmatismos, con la flexibilidad mental y anímica necesarias para reconocer errores y tratar de enmendarlos. 3) Pérez respetaba las instituciones. Lamentablemente, erró en sus cálculos sobre la magnitud de la brecha entre, de un lado, las razones por las que el pueblo venezolano se disponía a elegirle de nuevo presidente, y del otro, el impacto adverso que podían generar sus planes de cambio hacia una dirección reformista y antipopulista en lo económico y lo político.


Ofrezco mi palabra de honor, a quien desee aceptarla, de que al final de la reunión le advertí al presidente Pérez acerca de ese abismo entre, por una parte, la imagen de un pueblo que veía en él un retorno inmediato a los tiempos atolondrados de la “Gran Venezuela”, de los ríos de dinero corriendo por las calles, y por otra parte las implicaciones de un nuevo modelo que no había sido anunciado ni explicado a las masas. Sin ser tan explícito, le sugerí que de él no se esperaba sino un regreso a la bonanza de su primer gobierno. No pareció inquietarse por ello. Como se evidenció más tarde, Pérez se sobreestimó a sí mismo y al pueblo venezolano.


Nuestra reunión culminó donde había comenzado. Agradecí a Pérez su deferencia y le ratifiqué que seguiría la misma línea crítica de antes. Él me refrendó su voluntad de hacer un gobierno distinto y cambiar la Venezuela rentista por una Venezuela productiva. Lo que vino después de su apoteósica reelección es bien conocido.


Los delirios de la “Gran Venezuela”, sin embargo, son poca cosa comparados con la pesadilla que hoy vive el país. Entonces, al menos nuestra sociedad vivió una bonanza, que como todas culminó en amargura; pero actualmente no hay bonanza sino solo amargura. Pérez pudo creer con alguna base que el petróleo, unido a la coyuntura internacional vigente, presentaba realmente a Venezuela la ocasión de jugar un papel transformador a escala global, a pesar de nuestras obvias vulnerabilidades como país, de nuestra dependencia importadora, del bajo nivel educativo de la población y de nuestra orfandad en los campos del avance científico y tecnológico.


La actual contradicción entre las ambiciones debocadas del mesianismo y la cruda realidad de un país en quiebra, endeudado hasta los tuétanos, cuyo gobierno liquida haberes y compromete los recursos de la nación; de un pueblo empobrecido que mendiga su alimentación y los servicios esenciales de la vida civilizada, cuyo gobierno se arrodilla con sumisión frente a los deseos del despotismo castrista; esa contradicción —repito— se ha convertido en una realidad asfixiante y demoledora bajo el “socialismo del siglo XXI”, que no es más que el paroxismo del populismo.


Me asombra, al releer hoy algunas páginas de ese libro de 1986, la relativa confianza que todavía albergaba acerca de la solidez institucional del sistema democrático. Abrigaba serias dudas, ciertamente, pero no percibí entonces la extensión de la precariedad que le carcomía por dentro. Y es necesario reconocerlo, la razón por la cual las instituciones de 1958 se derrumbaron tan estrepitosamente es que, en verdad, nunca tuvieron la fortaleza que en mejores momentos les atribuimos.


Cabe por último preguntarse: ¿qué hemos aprendido como sociedad de las experiencias de años recientes? ¿Entiende de forma más clara la mayoría de la población las razones que nos trajeron al punto en que nos hallamos? ¿Existe hoy acaso una conciencia más lúcida, de parte de los diversos sectores sociales, sobre la verdadera dimensión del fracaso a que nos condujeron las recetas populistas, y acerca del esfuerzo y sacrificios que será imperativo llevar a cabo para encaminar a Venezuela por un camino de prosperidad y convivencia?


Carezco de respuesta a esas interrogantes. La experiencia me impide ser optimista, pero el apego al país, a lo positivo que atesoro, me apartan de un total pesimismo. Tengo una postura más bien escéptica, sujeta no obstante al acoso constante de renovadas esperanzas.


Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 9 de marzo de 2016.

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