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martes, 12 de abril de 2016

CHOQUE DE TRENES EN EL MUNDO ISLÁMICO: EL PULSO ENTRE IRÁN Y ARABIA SAUDÍ

Fernando Prieto Arellano 

El líder supremo de Irán, Ali Khamenei, durante un reciente acto público

IRÁN Y ARABIA SAUDÍ, DOS TOTALITARISMOS ENFRENTADOS, MANTIENEN UN PULSO DEL QUE DEPENDE PARTE DE LA ESTABILIDAD GLOBAL. EL RÉGIMEN DE TEHERÁN TIENE MEJORES CARTAS, EN GRAN PARTE POR SU PAPEL EN SIRIA, Y ADEMÁS LAS JUEGA MEJOR.
El pasado 2 de enero, Arabia Saudí anuncia la ejecución del clérigo chií Nimr Baqr Al Nimr, junto con otros 46 reos acusados de terrorismo. De inmediato, la comunidad internacional experimenta un estremecimiento ante las repercusiones que esta medida puede tener en el mundo islámico, en la lucha de poder entre suníes y chiíes y, en definitiva, en el contexto geopolítico de todo Oriente Medio. Obviamente, Irán no tardó en reaccionar y tras las manifestaciones de ira popular que se sucedieron a la muerte del clérigo -cuya máxima expresión fue el incendio de la embajada saudí en Teherán- se produjo una inmediata consecuencia política al anunciar Riad la ruptura de relaciones diplomáticas con la república islámica, decisión a la que no tardaron en sumarse Sudán y Bahrein, país, este último, de mayoría de población chií pero gobernado por una monarquía suní y uno de aquellos en los que la mal llamada "primavera árabe" fue más efervescente en un primer momento, hasta que los carros de combate saudíes lo invadieron a petición de la oligarquía dirigente para impedir la más mínima modificación del orden establecido. Podríamos analizar este episodio desde muchos ángulos pero ciertamente hay, en mi opinión, tres particularmente relevantes y a los que dedicaré este trabajo.
En primer lugar, asistimos a la lucha de dos totalitarismos por hacerse con el control geopolítico y geoestratégico de Oriente Medio. Esta lucha, cuya máxima expresión la encontramos en la guerra en Siria (con sus ramificaciones naturales en Irak y Líbano), sin olvidar el conflicto de Yemen, va mucho más allá de una mera disputa por un modo de entender el Islam y abarca toda una serie de factores militares, diplomáticos, políticos, culturales y, por supuesto, económicos, en los que queda implicada la práctica totalidad de la comunidad internacional.
Creo que conviene insistir en un aspecto fundamental que luego veremos con detalle: estamos asistiendo al combate entre dos modelos totalitarios en lo social, en lo religioso y -como consecuencia inmediata de ambos- en lo político. Nada nuevo, por otra parte, pues este combate entre árabes y persas y, por extensión, entre suníes y chiíes arranca ya en los albores del Islam y nos permite ver con claridad que la dimensión religiosa - con su componente espiritual, teológico y teleológico- condiciona, si no supedita, la dimensión política, hasta el punto de que sin la primera no se entiende la segunda en absoluto.
En el conflicto secular entre chiíes y suníes (ahora materializado entre Irán yArabia Saudí) se trata de ver quién prevalece y de medir las fuerzas de cada uno para hacerse con el dominio político de la región, siempre con criterios hegemónicos, expansionistas y, por decirlo de una manera gráfica, socio-imperialistas.
En segundo lugar, analizaremos la situación real en la que se encuentra actualmente Arabia Saudí en el contexto de Oriente Medio, donde está jugando una partida de póker en la que lleva muy malas cartas. Riad ya no puede esgrimir la baza petrolera como elemento referencial de su política exterior, lo cual la coloca en una posición de notable debilidad de la que difícilmente podrá recuperarse al menos a medio plazo. El descenso vertiginoso y constante del precio del petróleo, motivado por varias razones, pero desde luego entre ellas por el levantamiento de las sanciones energéticas a Irán (lo que amplía la oferta de crudo en los mercados), unido al descenso creciente de la demanda por parte de los principales consumidores como Estados Unidos, cuya apuesta por las técnicas de "fracking" ha llevado a que este país actualmente se encuentre en vías de alcanzar la plena independencia energética en un plazo no mayor de cuatro años, han causado un terremoto financiero en Arabia Saudí, cuyas autoridades tuvieron que anunciar a finales de diciembre de 2015 el incremento en un 50% del precio de la gasolina, lo que supone un verdadero latigazo en términos sociológicos para un país de esas características, en el que el Estado prácticamente subvenciona la totalidad de la energía.
En tercer lugar, nos ocuparemos de Irán como el nuevo "socio necesario" de Occidente para solucionar, entre otros, el conflicto sirio y su derivada más letal, el incremento de la presencia en suelo occidental del Estado Islámico, al que ya vemos como una organización terrorista que actúa dentro de Europa y que amenaza también a Rusia y Estados Unidos. La necesidad que actualmente tiene el bloque occidental de recurrir a Teherán para que le haga el trabajo sucio en Siria y elimine a los yihadistas se corresponde inevitablemente con las pretensiones iraníes (naturalmente avaladas por Rusia, que en este complicadísimo embrollo tiene unos intereses muy claros) de incrementar y afianzar su presencia política y de aumentar su rango de influencia en Oriente Medio. En mi opinión, Irán va a salir beneficiado (o mejor dicho, va a continuar beneficiándose) no solo de las consecuencias que pueda tener la ejecución del clérigo chií, sino también de todas las derivaciones, en términos de psicología social, que sobre Occidente tiene la creciente y constante amenaza del EI, máxime tras los atentados de París del 13 de noviembre de 2015, que conmocionaron a la población, pero no han logrado por el momento una actuación visible, unificada, única, clara y contundente de los gobiernos occidentales, en particular de los europeos, cuya prioridad parece radicar en dónde y cómo reubicar -y en definitiva qué hacer con ellos- a los cientos de miles de refugiados (sirios y no sirios) que se agolpan a las puertas de Europa, y no tanto en cómo enfocar con criterios simples, concretos y eficientes la dimensión del conflicto sirio y la repercusión del terrorismo yihadista.
La ejecución de Al Nimr contribuye a aumentar en el imaginario colectivo iraní-chií su sensación de "pueblo mártir" que combate a aquellos a los que Occidente califica de terroristas. Sin embargo -y esta es otra de las grandes paradojas de esta historia- ese mismo Occidente olvida de que quien alimentó ideológicamente a esos terroristas fue Arabia Saudí, el mismo país (o -para ser más precisos y prudentes- elementos destacados de ese país), entre otros, al que, al menos de momento, Occidente sigue considerando como un aliado geopolítico y un socio comercial. Por ello, tengo para mí que Irán va a seguir siendo un socio necesario para Occidente, incluso a sabiendas de que juega con las cartas marcadas. El argumento iraní puede ser muy simple pero muy efectivo: si los occidentales sienten en suelo propio el mismo terror que sienten los chiíes, los cristianos, o cualquiera que en las zonas del "califato" no se comporta como marcan las normas demenciales del EI, tendrán que recurrir a Irán para que les haga el juego sucio en Siria e incluso en Irak, ya que ellos no se atreven a mandar tropas y se limitan a pergeñar planes de paz, cuya consecución es dudosamente efectiva pero que, de producirse, siempre habrán de tener en cuenta a Teherán.

IRÁN Y ARABIA SAUDÍ, DOS TOTALITARISMOS ENFRENTADOS

La pugna entre chiíes y suníes es casi tan antigua como el propio Islam. Ambas ramas mantienen un enfrentamiento constante (en algunas etapas más atemperado que en otras) del que en Occidente no se tuvo constancia plena hasta el triunfo de la Revolución Islámica iraní, en febrero de 1979, y la instauración de una república teocrática que, a diferencia de la monarquía saudí, sí tiene un componente claro y evidentemente expansivo, en tanto que revolucionario, aunque la estructura profunda de ambos sistemas es igual de totalitaria. Tanto para la monarquía teocrática saudí como para la república islámica iraní religión y política constituyen un todo indisoluble, que en el segundo caso, sin embargo, presenta una estructura, una articulación más moderna, más perfeccionada, más "revolucionaria" en suma, a diferencia del sistema wahabí, mucho más arcaico en sus mecanismos.
Si analizamos con algo de detalle los planteamientos de ambos sistemas, vemos amplias coincidencias en lo tocante a la praxis, al método de actuación, que, como ya mencioné antes, en el caso iraní reviste connotaciones más modernistas (por llamarlo de un modo fácil de asimilar) que en el saudí.

IRÁN: UNA VISIÓN MODERNA DE UN VIEJO ORDEN

En este sentido, y como atinadamente apunta el periodista español y experto en el mundo árabe Javier Martín, el sistema iraní, al que denomina la "teocracia chií" , consiste esencialmente en un gobierno basado en la "ley divina" que concentra todo el poder en manos de un omnipotente líder supremo, que es a la vez jefe del Estado y máxima autoridad judicial y religiosa.
Naturalmente, en Irán se celebran elecciones legislativas y presidenciales para elegir al presidente de la República, quien nominalmente es el jefe del Estado, pero desde el punto de vista organizativo y constitucional está sometido al criterio final del Líder Supremo, verdadero factótum del país, por cuanto en sus manos recaen tanto la organización policía como la religiosa y, además, de quien depende directamente la todopoderosa Guardia Revolucionaria, verdadera fuerza armada de élite del sistema, al que sostiene y del que se nutre ideológica, financiera y militarmente. Son los pretorianos de la República Islámica, una estructura militar omnipresente, muy bien armada, entrenada, organizada y concienciada, que controla todos los resortes del Estado y, que como dice el analista estadounidense de origen iraní Mehdi Khalaji, en la actualidad supone la espina dorsal de la actual estructura política y un actor fundamental de la misma y de su economía, hasta el punto de que su dominio es tan hegemónico que ha hecho de Irán algo mucho más complejo que una teocracia al estilo de su archienemigo saudí. De este modo, y sin dejar de ser teocrático, el régimen iraní, sostiene Khalaji, se acerca más al concepto de estado militarizado, de "estado cuartel", más propio de sistemas puramente totalitarios como el de Corea del Norte, en el que los militares (o más concretamente la Guardia Revolucionaria, por cuanto que esta actúa en paralelo a las Fuerzas Armadas convencionales e incluso dispone de un servicio propio de inteligencia), dominan la vida política, económica y cultural y protegen al régimen de sus oponentes tanto internos como externos.
Obviamente, a nadie se le escapa que el régimen iraní es revolucionario pues es producto de una revolución, entendiendo por tal un conjunto de cambios profundos de carácter radical que pretenden desmantelar por completo un orden social establecido que se considera "corrupto" (el régimen del sha de 1979) y a partir de lo cual hay que construir, edificar una nueva sociedad completamente diferente.
Asimismo, como sucedió en la historia con otros regímenes revolucionarios (como el soviético o los fascismos en el periodo de entreguerras), los dirigentes establecidos en Irán a partir de febrero de 1979 siguen la estela de un líder máximo, indiscutible e incontestable (en aquel caso el ayatolá Rujolá Jomeini y tras él todos los clérigos que han ocupado el puesto de Líder Supremo), una de cuyas finalidades es exportar la revolución, lo cual, como bien apunta el politólogo italiano Emanuele Ottolenghi, llevará más temprano que tarde a un choque frontal con sus vecinos y, siguiendo esta progresión, con una parte (si no con toda) de la comunidad internacional. Obviamente, este choque será en principio repudiado, después aceptado (y quizá también buscado), pero nunca temido por el régimen revolucionario, que lo considerará como un elemento sustantivo para cambiar un statu quo que considera inicuo.
Por ello, Irán ha tratado de establecer (y a mi juicio en buena medida ya lo ha conseguido) una red de influencias en la región basadas en el componente religioso, entendido como poderosa herramienta política que supera y desarticula incluso las tradicionales reticencias de carácter étnico entre árabes y persas. Así, el régimen iraní penetró e influyó (e influye) en el mundo árabe, notablemente en Irak (un 60% de cuya población es chií), en Líbano (con un 27%), Baréin (con un 80%) y, de manera muy singular en estos tiempos, en Siria (con un 13%), sobre todo de la secta alauí, a la que pertenece el presidente del país, Bachar al Asad).
Sin duda, de una revolución siempre emana un cambio o de lo contrario no habrá tal revolución sino una mera algarada que no pasará de conato. Lo que nunca está garantizado, como nos enseña la historia, es que de una revolución pueda derivarse un sistema político, económico y social que merezca calificarse de venturoso, al menos de acuerdo con el criterio que tenemos en Occidente, basado en el principio de la separación de poderes, la igualdad ante la ley, la concurrencia pacífica de partidos e ideologías diversos, el respeto a los derechos individuales, la defensa de las libertades de prensa, asociación, expresión, cátedra, pensamiento o religión, la libertad sindical, el papel de la mujer en equidad con el hombre, el respeto a las diferentes opciones sexuales, etc. Todos estos principios -corregidos, aumentados y perfeccionados- han llegado hasta nosotros a partir de las revoluciones americana y francesa, pero casi ninguno de ellos fue un pilar de referencia en los regímenes comunistas que seguían la estela de la URSS (y si en algún caso lo fue, siempre estuvo al servicio de una superestructura llamada "Estado", "Partido" o de modo más genérico "Pueblo", nunca en beneficio del individuo) ni, por supuesto, tampoco lo es en el Iránactual, que, desde luego es un régimen revolucionario (en tanto que promueve cambios profundos en la estructura social, política y económica, con independencia de cuál sea la naturaleza, el alcance y la aceptabilidad de dichos cambios) que, en su zona de influencia, pretende exportar una revolución, entendiendo por tal un proceso de cambios en el statu quo vigente sin considerar por ello que dichas transformaciones tengan que estar acompañadas de nada que pueda parecerse a un mínimo esbozo democrático.
En este sentido, es muy interesante el análisis que nos brinda el que fuera secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger en su último libro Orden Mundial, cuando glosa unas manifestaciones realizadas en la primavera de 2013 por el líder supremo iraní, Alí Jamenei, quien calificó como despertar islámicola oleada de movimientos en demanda de cambios que estaba sacudiendo al mundo árabe.
Esa oleada, que en Occidente vimos con la ingenuidad que nos caracteriza y a la que de modo tan poético como exagerado dimos en denominar "Primavera Árabe", estaba, según Kissinger, muy lejos de ser un estallido del que surgiría un Oriente Medio democrático. Para el veterano político estadounidense, cuando Jamenei hablaba de un despertar islámico (...) "abría la puerta a una revolución religiosa global que finalmente acabaría con la autoritaria influencia de Estados Unidos y sus aliados y pondría fin a tres siglos de primacía occidental". Kissinger, glosando siempre las palabras de Jamenei, subraya que éste "estaba proclamando que los principios religiosos universales, no los intereses nacionales o el internacionalismo liberal, dominarían el nuevo mundo que él profetizaba. Si esos sentimientos hubieran sido expresados por un líder asiático o europeo, habrían sido interpretados como un chocante desafío global. Pero treinta y cinco años de repetición habían inmunizado al mundo contra el radicalismo de esos sentimientos y de las acciones que los respaldaban. Por su parte, Irán combinaba su desafío a la modernidad con una tradición milenaria de un arte de gobierno de excepcional sagacidad".

ARABIA SAUDÍ: EL TOTALITARISMO ARCAICO

Un sistema como el de Arabia Saudí, en el que todo, absolutamente todo, está supeditado a la voluntad del rey, asesorado por sus ministros (designados por el monarca muchas veces de entre los miembros de su familia) y en el que el estamento religioso no es un mero poder fáctico, sino "el poder", por cuanto que el ordenamiento jurídico no es otro que la misma ley religiosa, es un sistema que podemos calificar también de totalitario, en tanto en cuanto la totalidad de las actividades está condicionada, sometida, sujeta y determinada por el peso de una superestructura que en este caso es política y religiosa a partes iguales o, por decirlo de otra manera, es una mezcla compacta entre política y religión, entre orden civil y orden religioso, sin que sea posible verificar los límites de cada uno.
Sin embargo, este totalitarismo enlaza más bien con los modelos absolutistas clásicos previos a la Revolución francesa, con las monarquías medievales, en las que se establecía un sistema piramidal de vasallaje, y, en cambio, no presenta componentes de modernidad política como su rival iraní.
Arabia Saudí, a la que podríamos definir como el único estado patrimonial del mundo, por cuanto que toma su nombre y fundamenta su misma existencia en el entramado de una familia, Al Saud, es un modelo de totalitarismo arcaico, completamente alejado del caso iraní en el desarrollo estructural y en el planteamiento sociopolítico. Por decirlo con palabras de Kissinger, Arabia Saudí es un reino árabe-islámico tradicional: vale decir, una monarquía tribal y una teocracia islámica, en la que el rey trata de actuar como un mediador, como un "pontífice" entre el elemento político (del cual forma parte omnipresente), la familia real y el estamento religioso. Para ello, el monarca hace valer su papel de "custodio de las dos sagradas mezquitas" (La Meca y Medina), lo que, según el ex secretario de Estado de Estados Unidos recuerda al de "defensor fidei" que ostentaba el cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico.
Arabia Saudí, donde también existe una minoría chií de la que Irán siempre está muy pendiente y a la que el poder mira con creciente recelo, ha fundamentado siempre su extraordinaria riqueza en el monocultivo del petróleo, con el cual ha gestionado su geopolítica y del que se ha valido para ejercer su papel de árbitro regional, siempre con la anuencia y el buen acuerdo de Occidente, para el que siempre ha sido un socio comercial privilegiado, a despecho de las carencias en materia de derechos humanos en el reino saudí.
Sin embargo, y a diferencia de Irán, que -como los totalitarismos clásicos soviético y nazi- se ha preocupado de formar una clase dirigente y una clase media bien preparada, bien formada en el plano técnico e intelectual, al tiempo que muy bien adoctrinada por los mecanismos educativos y propagandísticos del sistema, Arabia Saudí ha descuidado notablemente la preparación académica de su población, la cual padece un sistema educativo deliberadamente pobre de contenidos y en el que la única finalidad consiste en evitar cualquier atisbo de pensamiento crítico.
A diferencia de los ciudadanos iraníes, el común de los saudíes presenta una endeble formación lo cual, paradójicamente, se traduce en un débil adoctrinamiento, en tanto en cuanto el régimen no ha sido capaz a formar una casta político-militar bien preparada técnica e ideológicamente que le sirva para sustentar su poder, de grado, por la fuerza o mediante la mezcla de ambos factores.
En Arabia Saudí siempre se han configurado las relaciones de poder como un conglomerado de vínculos entre la monarquía y sus elementos próximos, quienes, a su vez, mantienen relaciones de interdependencia con otros elementos próximos que les son leales... y así sucesivamente en una estructura piramidal anquilosada que ya revelaba claros síntomas de agotamiento al comienzo del siglo XXI y que ahora, con la eclosión, la expansión y la cada vez más firme presencia del yihadismo como actor indeseable pero de momento inevitable en la geopolítica, se ve superada, desfasada, se ha quedado notablemente obsoleta y, además, ahora ya no puede presentar el argumento energético como elemento para hacer política e imponer sus criterios o, al menos, para influir en las relaciones internacionales de la manera determinante en que lo hizo.
La pujanza del régimen iraní, su habilidad para negociar, su capacidad de adaptación y negociación, unidas a su evidente audacia a la hora de introducirse -física, política y militarmente incluso- en la escena de Oriente Medio, de mayoría suní y, por lo tanto, un territorio que el reino wahabí siempre consideró como suyo (aunque su capacidad de influencia en esa zona nunca haya sido muy potente) hacen que Arabia Saudí se encuentre ahora en una situación extremadamente delicada, máxime si consideramos que Teherán ha sabido aprovechar el hecho de que Occidente le necesita en calidad de socio circunstancial, algo que no sucede con Riad, cuyas autoridades intentan seguir manteniendo sus vínculos con el viejo aliado, pero no disponen ahora de los mecanismos políticos y coercitivos que, por mor del petróleo, tenían hasta no hace tanto tiempo.
El conflicto con Irán, y en esto Kissinger creo que se muestra muy atinado, es de naturaleza existencial para Arabia Saudí, ya que en la medida en que crea que Estados Unidos se está retirando de la región, probablemente buscará un orden regional que involucre a otra potencia externa. Y es particularmente agudo cuando afirma que las tensiones y los disturbios que están sacudiendo ahora Oriente Medio (y siempre sin olvidar sus derivadas en Europa y Estados Unidos, en forma de atentados terroristas, como parte del mismo conflicto, algo que, sin embargo, parece no tomar en consideración el ex secretario de Estado), "(...) deben comprenderse (...) como estratos de un conflicto civil y religioso que debe dirimirse en una contienda cuyo objetivo es determinar si y cómo se relacionará la región con alguna concepción más amplia y abarcadora de orden mundial".
Obviamente, ese conflicto civil y religioso del que habla Kissinger se dirime actualmente en dos escenarios bien diferenciados, Siria y Yemen, donde Irán le disputa a Arabia Saudí la influencia y la preeminencia a las mismas puertas de su casa. La rebelión de los chiíes hutíes de Yemen, que llegaron incluso a tomar el poder y han dejado el país virtualmente partido en dos, ha obligado a Arabia Saudí a formar una coalición de circunstancias para tratar de restablecer el statu quo en la zona e impedir que los chiíes lleguen a gobernar un país vecino, muy vinculado a los saudíes y, por extensión, a impedir que Irán pueda ejercer su influencia nada menos que en la península Arábiga, lo cual supondría ya un punto de inflexión geoestratégico de un alcance extraordinario.

ARABIA SAUDÍ Y SUS POBRES CARTAS PARA JUGAR UNA PARTIDA VITAL

En estos momentos podríamos decir que el reino wahabí está afrontando quizá la situación más crítica de toda su historia. Por un lado, en el ámbito político y geoestratégico está perdiendo influencia. Ni logra afianzar su presencia en el creciente fértil, en Mesopotamia, ni tampoco consigue neutralizar la rebelión de los hutíes en Yemen. Asimismo, en Occidente se le comienza a acusar de haber sido en exceso condescendiente con los elementos que dieron lugar al Estado Islámico, un grupo que reniega de la casa de Saud por considerarla tan impía como débil, pero cuyos fundamentos ideológicos beben de las mismas fuentes que el reino wahabí.
Asimismo, la caída en picado de los precios del petróleo ha debilitado en gran medida el sistema financiero saudí, hasta el punto de que por primera vez sus autoridades han tenido que subir el precio de la gasolina en un intento por cuadrar las cuentas del reino, que podrían sufrir nuevos terremotos si no se produce un cambio sustantivo de la situación.
El déficit presupuestario está ocasionando graves perjuicios no solo a la economía sino también a la vida política y social saudí, configurada desde los orígenes del reino (y sobre todo desde el "boom" de los hidrocarburos, a comienzos de los años 70) como una especie de contrato social en el que el poder tutela a sus súbditos, les pide fidelidad, que sean acríticos y dóciles, a cambio de garantizarles unos precios subvencionados y una elevada calidad de vida.
En la actualidad, ese contrato social se está deteriorando de manera evidente, pues comienzan a percibirse signos que muestran la deficiencia de los servicios públicos y, lo que es más llamativo de cara a las relaciones internacionales, da la impresión de que puede producirse una ralentización -cuando no una paralización- de los espectaculares proyectos de infraestructura que ya estaban aprobados y que el actual déficit presupuestario no permite ejecutar.
Pese a ello, el Gobierno saudí llevó a cabo a finales del año pasado una intensa campaña de relaciones públicas para animar a sus diferentes socios y persuadirles de que, pese a todo, seguirán adelante algunos de esos proyectos, como el AVE entre La Meca y Medina o el metro de Riad, en los que participan varias de las principales empresas españolas como ACS, OHL, Talgo, Indra, FCC, etc.
Sin embargo, la situación no parece dar la razón a estos buenos propósitos y hace suponer que las autoridades saudíes han comenzado a reconocer que el petróleo ya no va a ser un elemento estratégico de actuación como hasta ahora. Todo induce a pensar que el crudo ya no es ni será un instrumento de negociación política relevante y que el descenso de los precios, unido al auge de técnicas alternativas de extracción, como el "fracking", el regreso de Irán al concierto de los mercados petroleros además de la apuesta por las energías renovables que se está haciendo desde Occidente (en particular desde Estados Unidos), va a condicionar de forma muy significativa el papel que el reino wahabí desempeñará en la escena internacional en los próximos años, y que podría obligarle a redefinirse de un modo que aún es muy impreciso.
De hecho, este replanteamiento parece haber comenzado a verificarse, pues a comienzos de enero, el portal financiero Bloomberg informó de que las autoridades saudíes están estudiando la venta parcial del gigante petrolero estatal Aramco, de titularidad pública y considerada la empresa más valiosa del mundo.
Da la impresión de que Riad quiere sacar el mayor beneficio posible, ahora que todavía hay tiempo, y para ello la venta de Aramco supondría una inyección de capital imprescindible para sanear las deterioradas cuentas del reino. El problema, sin embargo, no habría terminado pues Arabia Saudí, como ya he señalado antes, es un monocultivo del petróleo y ha diversificado muy poco sus fuentes de ingresos, a diferencia de lo que han hecho otros países vecinos de la región del Golfo, como Emiratos Árabes Unidos, que se han convertido en uno de los principales centros de negocios del mundo, lo cual, unido a los réditos que el crudo sigue generando, les permite vivir con notable holgura y desempeñar un papel en el concierto internacional mucho mayor del que podría pensarse por sus dimensiones y población.
Evidentemente, si Arabia Saudí estornuda, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) se constipa, de manera que de proseguir la situación por esta vía, el hasta ahora todopoderoso cartel petrolero puede estar asistiendo también al final de sus días como "lobby" energético mundial, dado que muchos de sus clientes están diversificando tanto sus proveedores como sus capacidades energéticas alternativas.
Como apunta el analista financiero Jim Chanos, ante la perspectiva de que en los próximos cinco o diez años se incremente el uso de las energías renovables y se intensifiquen con tanta solidez como claridad las ventas de vehículos eléctricos "si yo fuera un miembro de la OPEP estaría produciendo tanto (petróleo) como pudiera hoy, porque ahora vale algo y puede que no valga casi nada en 2030".
Si trasladamos esta situación al ámbito de la seguridad y la defensa, podemos percibir que Estados Unidos, por un lado, se busca un futuro propio energético, pero sigue manteniendo su alianza estratégica con Arabia Saudí. Al mismo tiempo, con la firma del acuerdo nuclear Occidente ha decidido dar un voto de confianza (aunque sea condicionado) a Irán. El drama para el reino wahabí (y por añadidura también para Washington) es que se mantiene una alianza necesaria en términos geoestratégicos, mientras comienza a planificarse otra, igualmente imprescindible en estos momentos, sobre todo ante la incapacidad para acabar con el conflicto sirio y sus ramificaciones en Occidente. El problema es que los socios que por separado conforman cada una de esas alianzas (la existente y la que está forzada a existir) -Arabia Saudí e Irán- son enemigos acérrimos y necesitan seguir librando una batalla continua por hacerse con el control de la región o ampliar su esfera de influencia en la misma. No estamos hablando ya de meras relaciones coyunturales; por el contrario, nos encontramos ante un panorama en el que Occidente quiere mantener o establecer alianzas sobre asuntos de interés mutuo con actores regionales fundamentales pero cuyo objetivo último es la aniquilación del uno por el otro. Una paradoja geoestratégica y una tragedia geopolítica, sin lugar a dudas.
En este sentido, el analista estadounidense William Pfaff nos ofrece de manera diáfana el verdadero alcance de esta situación al referirse a la coalición creada por Estados Unidos para luchar contra el Estado Islámico: "Coaligándose con EEUU para luchar contra el (...) califato, Arabia Saudí y el resto de sus socios árabes reconocen de nuevo su dependencia de un poder forastero intervencionista a la hora de defender su propia integridad. El reino saudí admite, así pues, que no tiene la capacidad de devolver al mundo árabe la unidad e integridad que poseía durante el periodo otomano, evocando a su vez la capitulación en el siglo XX ante el imperialismo y la división impuesta por las potencias europeas. Arabia Saudí no quiere ni puede restablecer la unidad del pasado, cometido al que se ha entregado en cuerpo y alma el bárbaro movimiento suní (en alusión al EI), sea cual sea el peaje a pagar por el islam como civilización".

EL INTERÉS DE IRÁN, O CUANDO NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

Por muy trágicamente paradójico que pueda parecer, Irán es el gran beneficiado de la crisis con Arabia Saudí producida por la ejecución del clérigo chií y de la consiguiente ruptura de relaciones diplomáticas. Las autoridades iraníes han vuelto a utilizar con éxito el altavoz del martirologio chií a manos de los rigoristas suníes y, al mismo tiempo, y esto es lo verdaderamente importante, han conseguido cerrar con Occidente el acuerdo que en realidad les interesaba, el del levantamiento de las sanciones vinculadas al programa atómico impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea (UE) una vez que la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) publicó el pasado 16 de enero un documento en el que se confirmaba que Teherán ha reducido su programa nuclear de acuerdo con los términos del acuerdo suscrito el 14 de julio de 2015 en Viena con el Grupo 5+1 (Estados Unidos, Rusia, China, Francia, Reino Unido y Alemania).
Así pues, Irán vuelve a ocupar, casi con toda normalidad, un papel en la escena internacional. Abandona de iure la situación de paria (la cual ya había abandonado de facto prácticamente desde que se descontroló la crisis siria) y se reintegra al concierto de las naciones con las que puede hacerse negocios y trabajar.
Y es que, a la postre, de eso se trata: de hacer negocios; de conseguir una estabilidad energética y de que los precios del crudo no supongan un dogal para Occidente. El regreso de Irán al circuito comercial del petróleo implica la puesta en circulación de otros 500.000 barriles adicionales de crudo al día. Con el precio del barril en 30 dólares y ante la clara perspectiva de que siga bajando, puede que a Irán no le reporte una entrada millonaria de divisas en sus arcas públicas, pero desde luego a quien destroza por completo los planes es a Arabia Saudí (y por extensión a la misma OPEP), que se encuentra con que, por si algo faltaba, al exceso ya evidente de oferta, se suma ahora la aportación iraní, lo que sin duda lastrará todavía más las posibilidades de reequilibrar las maltrechas cuentas del reino.
Irán le viene bien que se mantengan bajos los precios del crudo con tal de reincorporarse plenamente al mercado. Después de tanto tiempo de sanciones, lo que necesitan los iraníes es, por un lado, oxigenar su economía y por otro pulimentar su política exterior, en particular en lo tocante a las relaciones con Occidente, de manera que su posición está muy clara: mejor un petróleo barato pero que puede entrar en el mercado con total libertad, ya que cualquiera en Occidente se lo puede comprar al no haber sanciones, que un petróleo invendible (o de difícil salida) por muy altos que estén los precios. Así se matan dos pájaros de un tiro: por un lado entra dinero fresco y muy necesario y por otro se estimulan las relaciones comerciales como consecuencia de la revitalización y la (casi) normalización de las relaciones políticas.
Ya en la reunión que la OPEP celebró el 4 de diciembre de 2015 en Viena, Iránadvirtió de cuál iba a ser su proceder si, como ya se preveía por entonces, se producía el levantamiento de sanciones. Por medio de su ministro del Petróleo, Biyán Namdar Zanganeh, Teherán manifestaba que no estaba dispuesto a admitir ninguna discusión en lo relativo al aumento de la producción iraní, una vez se produzca el levantamiento de las sanciones, al tiempo que subrayaba su derecho a producir sin límite.
Irán, que posee las cuartas reservas mundiales de petróleo, seguirá comercializándolo a sus clientes naturales, China e India, sobre todo, pero también abre las puertas de su mercado a inversores deseosos de buscar nuevos segmentos, como buena parte de los países de la UE. Todos ellos se necesitan; los occidentales en busca de nuevas oportunidades de negocio, Irán a la espera de inversiones que alivien su dolorida economía. Buena prueba de ello son las palabras que el domingo 17 de enero, nada más conocerse el levantamiento de las sanciones, pronunció en una comparecencia en la televisión estatal el presidente iraní, Hasán Rohaní, quien tras definir lo ocurrido como una victoria política, afirmó que su país necesita atraer al menos 30.000 millones de dólares en inversiones extranjeras en los próximos cinco años.
Parece claro que, a tenor de lo sucedido, esa victoria política de la que hablaba Rohaní es evidente y no ofrece dudas. Occidente necesita ahora más que nunca a Irán. Por muchas razones. La primera, para acabar (o cuando menos minimizar) la crisis siria, entendida no ya como una guerra civil que ha derivado en un conflicto de alcance regional, sino (y esto es lo que de verdad provoca pesadillas en las cancillerías y en los servicios de seguridad e inteligencia occidentales) como un conflicto de largo alcance con ramificaciones terroristas, cuyo principal protagonista, el Estado Islámico, puede golpear en Europa (y también en Estados Unidos, recordemos la casi inadvertida matanza de San Bernardino) casi con total impunidad.
En segundo lugar, a Occidente le preocupa cada vez más la extraña, dubitativa y en muchos casos incomprensible actitud de Arabia Saudí (así como de otros países aliados, como Turquía y Catar, por ejemplo) en todo lo relacionado con la crisis siria y el incremento exponencial de la potencia del Estado Islámico. Los occidentales no se atreven a enviar tropas terrestres a Siria y, lo que es peor, sus planes para la reconstrucción del país son contradictorios. Ni siquiera tienen claro qué hacer con Siria -y mucho menos con el presidente sirio, Bachar al Asad- una vez concluya la guerra. Es evidente que el plan diseñado en Viena a mediados de noviembre es tan bienintencionado en su planteamiento como alambicado e incierto en su desarrollo.
En todo caso, para llevar adelante ese plan es fundamental el concurso de Irán, y evidentemente también de Rusia. Con los iraníes, el precio a pagar pasa por el levantamiento de las sanciones vinculadas al programa atómico a cambio de que actúen como gendarmes y garantes de la reorganización de Siria. El resto de los grandes temas que siempre están en la agenda y con los que tiene que ver Irán (su influencia cada vez más notoria en Irak; la situación en Líbano y la relación casi de vasallaje que, por intermedio de la milicia Hizbulá mantiene este país árabe con Teherán; su influencia en el movimiento islamista palestino Hamás, la muy tensa situación de Israel con respecto a la eventual amenaza iraní, etc.) pasan a un segundo plano, si bien todos están interconectados y todos tienen en la actualidad un foco, un origen común, Siria, cuya crisis ha superado por completo la esclerotizada capacidad de respuesta de Occidente, que, en consecuencia, busca en Irán no ya a un socio sino a un aliado que le permita enjugar el mal trago, incluso a costa de trastocar por completo el equilibrio geopolítico y geoestratégico regional.
Por otra parte, Occidente, aunque sea de manera meramente diplomática, también tiene que seguir haciendo gestos de buena voluntad a Arabia Saudí,como el que le brindó el ministro alemán de Exteriores, Frank Walter Steinmeier, quien el pasado 18 de enero, alarmado por el retraso en el comienzo de las conversaciones de paz para Siria, instó a saudíes e iraníes a seguir trabajando para lograr el objetivo fijado en noviembre en Viena y manifestó: "Según las informaciones que tenemos, ambas partes quieren seguir desempeñando un papel constructivo en la cuestión siria. Pero si la situación empeora, no se podrá controlar la dinámica del conflicto. Por eso necesitamos mantenernos en contacto con las dos capitales".
Y, como es natural cuando se le dan tantas facilidades a un país que se sabe dominador de la situación ante la inacción de los demás, Irán no ha dudado en lanzar un nuevo órdago a la comunidad internacional. Apenas 24 horas después del anuncio del levantamiento de las sanciones, el régimen de Teherán manifestó que iba a aumentar su programa de diseño y producción de misiles balísticos, el cual justifica con el argumento de que, como estado soberano, tiene derecho a investigar en sistemas militares convenientes para sus necesidades defensivas, algo que no gusta en Occidente, particularmente en Washington, donde se dio la curiosa circunstancia de que el presidente estadounidense, Barack Obama, firmaba el levantamiento de sanciones a Irán en relación con su programa atómico para, inmediatamente después, proceder a la firma de un paquete sancionador contra once personas y empresas iraníes, en relación con el programa de misiles balísticos.
Y es que, como cualquiera puede suponer, un misil balístico puede cargar (y de hecho para eso se diseñó en su momento en plena Guerra Fría) una ojiva nuclear. Obviamente, Irán se ha comprometido a no desarrollar un programa atómico con fines militares y la OIEA lo está verificando al minuto. Sin embargo, y prueba evidente de ello es la reacción de la administración Obama, los recelos permanecen, las suspicacias continúan y la inquietud persiste. Pese a todo, la necesidad de soluciones a corto plazo es imperiosa y el único actor cualificado para aportar esas soluciones (a la vista de las circunstancias) es Irán. Entretanto, y como prueba de la "buena voluntad" iraní, once miembros de la Marina de Estados Unidos cuya embarcación había entrado ilegalmente en aguas iraníes fueron rápidamente liberados por las autoridades de Teherán al considerar que todo había sido un malentendido y que nunca hubo ninguna actitud hostil en su proceder. En otro tiempo no tan lejano, habrían pasado una larga temporada retenidos.
Fernando Prieto Arellano es periodista de la Agencia EFE y profesor de Periodismo Internacional en la Universidad Carlos III de Madrid. Este artículo se publicó originalmente en el boletín del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE).

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