La socialdemocracia ha sido incapaz de entender que debe luchar por un nuevo modelo de globalización en el que la internacionalización de la economía se vea igualmente acompañada por una internacionalización de las instituciones
A diferencia de otras corrientes ideológicas, la socialdemocracia siempre vio en el Estado un potencial aliado, y se afanó en hacer de él un instrumento al servicio de su causa. A través del Estado la socialdemocracia y la clase obrera alcanzaron el poder necesario para hablar a la burguesía de igual a igual, y utilizaron los impuestos, las leyes laborales y los servicios públicos no para destruir el capitalismo, sino para dominarlo y repartir sus abundantes frutos entre todos los individuos conforme a su idea de justicia social.
Sin embargo, gracias a la globalización, el capitalismo está logrando escapar al control del Estado democrático, el único que le había puesto coto de una manera provechosa y eficaz, para campar nuevamente libre en un mundo sin reglas, sin más enemigo que sus propias contradicciones.
El modelo actual de globalización, fundamentado en el librecambismo y la desregulación, ha conseguido trasladar la competencia del ámbito empresarial al de las legislaciones medioambientales, las condiciones laborales, los sistemas fiscales y de protección social, reduciendo considerablemente el poder de negociación de los trabajadores y la capacidad del Estado para regular la economía y redistribuir la riqueza.
Los datos disponibles muestran que, al contrario de lo previsto en el modelo de Heckscher y Ohlin, la globalización está reduciendo la participación del trabajo en el producto nacional en todo el mundo, y no únicamente en los países desarrollados. El estudio de Harrison (2005) apunta como causas, principalmente, a la creciente capacidad de deslocalización del capital y la consiguiente pérdida de poder de negociación de los trabajadores, y en menor medida a otros factores como la reducción del gasto público y el aumento del comercio internacional.
Pero la globalización y la apertura de los mercados de capitales no sólo están dando lugar al aumento de la participación del capital en la renta, sino también a una progresiva disminución de su contribución al conjunto de las cargas impositivas. La competencia fiscal entre países ha favorecido una rebaja progresiva de su tributación. Desde 1995 el tipo medio del impuesto de sociedades se ha reducido en Europa desde el 35,3% al 23,5% en 2012. Además, muchos países han establecido sistemas de tributación duales por el que los rendimientos del capital se someten a tipos de gravamen muy inferiores a los aplicables al resto de las rentas personales, distorsionando enormemente la progresividad. El resultado es que mientras que el capital soporta en la UE tipos medios efectivos del 21,3% en 2011, las rentas del trabajo tributan al 33,4%, lo que reduce su contribución al 8% del PIB, frente al 20% aportado por las rentas del trabajo.
La pérdida de poder tributario y regulatorio de los Estados nacionales implica una menor capacidad de gasto y de intervención económica, pero también una menor capacidad de redistribución. Un Estado con escaso poder para gravar las rentas del capital, privado por tanto de los recursos necesarios para financiar el Estado del Bienestar, y sin apenas margen para regular las relaciones laborales, tiene, en la práctica, muy poca capacidad de alterar la distribución de la renta resultante del libre mercado por muy injusta que ésta pueda resultar o por mucho rechazo social que suscite. Todo ello se está traduciendo, inevitablemente, en un avance de la desigualdad a escala mundial.
Resignada en su impotencia, la socialdemocracia ha seguido, en demasiadas ocasiones, el camino de adaptarse a este nuevo escenario y, en vez de enfrentarlo, se ha doblegado traicionando su mensaje, confundiendo a su electorado y perdiendo progresivamente el apoyo político del que antes gozaba. La socialdemocracia ha sido incapaz de entender que si quiere tener algún futuro no debe resignarse, sino luchar por un nuevo modelo de globalización en el que la internacionalización de la economía se vea igualmente acompañada por una internacionalización de las instituciones, y en el que las relaciones comerciales y financieras entre países estén condicionadas a la mutua aceptación de unas normas básicas en materia medioambiental, tributaria y laboral.
Giddens y la tercera vía creyeron que el reto de la socialdemocracia era hacer compatible, en el contexto de la globalización, competitividad económica y justicia social, aceptando explícitamente el modelo de globalización existente y los sacrificios necesarios para alcanzar la competitividad. Pero no lo hicieron como un planteamiento táctico, con el que mantenerse a flote mientras se luchaba por alcanzar un nuevo orden mundial, sino que lo asumieron como un objetivo final sin contemplar siquiera la posibilidad de que bajo el actual modelo de globalización tal compatibilidad pudiese resultar sencillamente imposible.
Por alguna razón, muchos socialdemócratas, desconocedores de los principios económicos y políticos que justifican y gobiernan la acción colectiva y, por tanto, la propia socialdemocracia, pensaron que era posible mantener una política socialdemócrata en un mundo sin reglas, en el que la pérdida progresiva de poder de los Estados nacionales no se ve reemplazada por una nueva autoridad global. Sin embargo, sin autoridad no es posible la cooperación eficaz, ni la redistribución, ni la estabilidad. Sin autoridad, el “estado de naturaleza” en el terreno económico acabará pareciéndose a aquel descrito por Hobbes, en el que el hombre es un lobo para el hombre que añora la presencia de un nuevo Leviatán.
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