La próxima vez que oigamos un helicóptero sobrevolando nuestras cabezas, puede haber motivos para el optimismo. En vez de ponernos una multa de tráfico, tal vez el copiloto se apreste a vaciar un saco de billetes de euros sobre nuestras cabezas.
La idea de lanzar dinero desde los helicópteros no es tan descabellada como parece a primera vista. De hecho tiene un largo y respetable aval académico. El concepto fue acuñado hace décadas por Milton Friedman, quien lo usó como un ejemplo provocativo de que un banco emisor siempre podrá incrementar la cantidad de dinero en circulación: si todo lo demás falla, en último extremo le queda la opción de arrojar los billetes recién impresos desde helicópteros directamente a la población.
La sugerencia tomó nueva vida con motivo de la trampa deflacionaria en la que se vio atrapado Japón, un panorama al que el europeo empieza a parecerse. Ben Bernanke, el que fuera presidente de la Reserva Federal, recordó la intuición de Friedman como herramienta extrema para combatirla. Otros prestigiosos economistas (como Ricardo Caballero o Willem Buiter) también han jugado con la idea. El propio presidente del BCE, Mario Draghi, la ha considerado varias veces “una idea muy interesante”, lo que quiere decir que no la descarta (aunque haya aclarado que el BCE como institución no se la ha planteado de momento).
Este enfoque heterodoxo, y un tanto desesperado, para combatir la crisis vuelve a estar de actualidad porque las numerosas medidas de política monetaria hasta ahora adoptadas, tanto convencionales (bajadas de tipos de interés a mínimos históricos) como no convencionales (QE o expansión cuantitativa) no terminan de dar los resultados apetecidos. La tasa de inflación continúa siendo muy baja en la zona del euro y las expectativas van incorporando ese escenario como el más probable para el futuro inmediato; la producción tampoco termina de despegar.
Las medidas anteriores dependen del buen funcionamiento de un largo mecanismo de transmisión, desde que las toma el BCE hasta que afectan finalmente a la demanda agregada de bienes y servicios. El BCE actúa a través de los intermediarios y mercados financieros, para reducir el coste de los préstamos, con la esperanza (no siempre materializada) de que familias y empresas acaben consumiendo e invirtiendo más.
En el enfoque alternativo, el BCE transferiría dinero directamente a la economía real. Esta estrategia puede aplicarse de diferentes formas. En algunas versiones, los receptores de ese dinero nuevo serían los gobiernos, que podrían financiar así aumentos del gasto público (un componente de la demanda agregada) o bajadas de impuestos (dejando más renta disponible a las familias para que consuman). Estas políticas fiscales serían más expansivas si se financian así, en vez de mediante impuestos o deuda pública (ya muy elevada y que da lugar a impuestos en el futuro). Otro receptor de los billetes podría ser el Plan Juncker de inversión europea, que bien necesitado está de refuerzos. En cierta manera, lo que se hace con estas medidas es transformar la política monetaria, que se ha demostrado insuficiente, en política fiscal.
En versiones más audaces e improbables, el BCE daría el dinero a la gente directamente, para que consuma más. Es la propuesta del profesor de Oxford John Muellbauer (dar 500 euros a cada ciudadano adulto de la zona del euro) y de Corbyn, el líder laborista británico. La han bautizado “el QE de las personas”.
¿Qué otras consecuencias tendrían este tipo de medidas? Tienen ventajas e inconvenientes. En el pasado, se ha recurrido a la monetización del déficit público en las guerras mundiales, o en la Alemania de Weimar tras la I Guerra Mundial, por ejemplo. Fueron medidas inflacionarias, incluso hiperinflacionarias en el caso alemán. No obstante, si se aplican de forma limitada en el actual contexto de deflación, tal amenaza no parece grave.
Otro riesgo consiste en el desincentivo a la disciplina fiscal. Los gobiernos pueden acostumbrarse a este tipo de ayudas y volverse adictos a ellas. Deberían aplicarse sólo una vez, de forma excepcional y no continuada.
Entre sus ventajas está el que, al actuar por vías distintas a los bajos tipos de interés, no generan burbujas en el precio de los activos.
La independencia del BCE podría preservarse, si es él quien decide la cuantía del estímulo, dejando a los gobiernos la decisión de cómo utilizarlo (vía mayor gasto o menores impuestos). Tales políticas requerirían cambios legales en los Tratados. A día de hoy, el BCE tiene prohibido financiar directamente a los gobiernos. Paradójicamente, dar el dinero directamente a la gente podría resultar más viable jurídicamente, pues ese escenario no se contempla, ni se prohíbe expresamente.
En conclusión, si un helicóptero nos sobrevuela, seguirá siendo de momento mucho más probable que lluevan multas que billetes.
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