La mayor tragedia del descalabro financiero de 2008-2009 no fue que ocurriera. El colapso de los precios de los activos fue el resultado necesario de los tipos de interés de casi cero. No, el aspecto más devastador del descalabro financiero es que la alquimia de la planificación centralizada no perdió ninguna credibilidad. Los políticos de todo el mundo siguen recurriendo al intervencionismo keynesiano y socialista para tratar los problemas causados por keynesianos y socialistas. Los mazos gemelos de la banca centralizada y el poder estatal casi ilimitado han distorsionado tanto los mercados globales (de nuevo) que algunas economías están ahora en estado terminal. La última víctima de los intervencionistas y microgestores es la nación de Japón. Una nación en un tiempo genuinamente productiva e innovadora ha sucumbido lentamente, a lo largo de los años, a la podredumbre cancerosa del intervencionismo.
La derrota japonesa de la Segunda Guerra Mundial dejó atrás una isla rocosa estéril cuya capacidad industrial, infraestructura y fuerza laboral fueron devastadas por las bombas aliadas. Las ciudades aplastadas y fábricas en llamas de Japón pueden haber pintado un futuro triste, pero Japón tenía lo que más importaba: una población en buena parte libre para organizar y reconstruir. El ejército estadounidense y los restos de la autoridad central japonesa trataron liderar la reconstrucción de Japón a través del proceso político, pero las líneas de comunicación y la infraestructura de transportes estaban tan dañadas que muchos centros de población lejos de Tokio quedaron relativamente libres para reconstruir. El auge económico japonés resultante catapultó los niveles de vida de Japón a un nivel a la par con la mayoría de las naciones occidentalizadas. Este crecimiento explosivo, descrito como un “milagro”, no fue tal. La prosperidad recién descubierta de Japón fue sencillamente lo que ocurre cuando se permite funcionar a los mercados. Por desgracia, los planificadores centrales en la banca y el gobierno no pudieron resistir la reclamación estatista de un intervencionismo duro. Si hay algo que odia la élite política, es la gente libre tomando decisiones voluntarias sin su participación por la fuerza.
La planificación centralizada ha convertido a las corporaciones japonesas en reinas del bienestar
Los planificadores centrales impusieron varios planes absurdos anti-mercado sobre la economía japonesa que nunca han sido reformados en lo sustancial hasta hoy. Los legisladores acorazaron la enorme base industrial japonesa frente a la competencia extranjera a través de aranceles proteccionistas e incluso subvencionando algunas exportaciones al extranjero. En el frente interno, a las nuevas empresas japonesas se les impuso duras cargas regulatorias e impuestos muy altos, haciendo esto casi imposible que las start-ups despegaran y optaran a la parte del mercado de las grandes empresas establecidas. Y por si esto no bastara, los exportadores fueron aún más favorecidos por el Banco de Japón (BdJ). El BdJ ha estado tratando fervientemente de convertir el yen en papel higiénico durante los últimos treinta años. Una moneda barata significa beneficios artificialmente altos para empresas que exportan bienes y costes artificialmente altos para empresas que importan bienes. Después de todo, ningún plan público podría calificarse a sí mismo como público de pleno derecho si no enriquece a alguien a costa directa de otros. Los efectos destructivos de estas políticas han erosionado masivamente la productividad japonesa en los siglos XX y XXI.
Como pasa con todas las economías industrializadas con l estado poderoso y un banco central, las mayores empresas de Japón se convierten en agente so semiagentes del estado. Podría esperarse razonablemente que los fabricantes de automóviles, navieras y otros productores japoneses llevaran a cabo trabajo y políticas de producción del gobierno a cambio de acceso directo a políticos, préstamos baratos, legislación anticompetencia, beneficios garantizados y rescates. Las empresas japonesas (especialmente las manufacturas) están muy protegidas y son en buena parte inmunes a competidores nacionales y extranjeros. El proteccionismo público convirtió a las empresas japonesas en un tiempo productivas en lentas y artríticas. Los pocos sectores realmente productivos de Japón se han visto obligados a disminuir por los impuestos para subvencionar un gobierno hinchado y la multitud de empresas parásitas apiñadas en sus ubres. El resultado es que las empresas japonesas son cada vez menos competitivas en un mercado global compartido por empresas dinámicas de Australia, Nueva Zelanda, Singapur, Hong Kong y otras economías más orientadas al mercado.
Alquimia keynesiana en Japón
La espiral keynesiana de la muerte empezó hace casi tres décadas. En 1986 el valor del yen japonés casi era el doble en relación con el dólar de EEUU. Consecuentemente, el mastodóntico sector exportador de Japón se veía castigado. Las empresas con influencia política descubrieron que podían conseguir más beneficios, no innovando o recortando costes, sino presionando a la élite política y monetaria para inundar el mercado con crédito barato. El BdJ y los políticos miopes estuvieron encantados de ayudar. El resultado fue una burbuja como Japón nunca había experimentado. El valor de los terrenos en Tokio sobrepasó el valor del territorio de todos los Estados Unidos. En solo unos pocos años, el Nikkei cuadruplicó su tamaño y apareció un enorme sector financiero japonés. La sobrefinanciación de una economía es una de las primeras señales de un tumor maligno del tamaño de un banco central. El auge de pantagruélicos bancos de inversión y comerciantes de derivados de millones de dólares en Estados Unidos se corresponde casi exactamente con la muerte del dinero (casi) fuerte en 1971 (La administración Nixon llevó a Estados Unidos completamente fuera del patrón oro). La locura monetaria de Japón hizo que empresas y familias asumieran niveles récord de deuda que se financiaban sin ningún ahorro en la economía privada.
El inevitable estallido de la burbuja a principio de la década de 1990 fue verdaderamente espectacular. El Nikkei perdió más del 80% de su valor, los precios de terrenos y viviendas se vieron casi completamente aplastados y el crecimiento del PIB se estrelló hasta un anémico 1%. Cuando los economistas se refieren a la “década perdida” de Japón, se refieren a su economía posterior a la burbuja. Pero Japón se encuentra arrastrándose a una tercera década con crecimiento minúsculo. El Nikkei y los precios de los activos nunca se recuperaron acercándose a los máximos anteriores. Quien hubiera entrado en el Nikkei en 1990, después de treinta y seis años, tendría retornos de aproximadamente un -50%. Los keynesianos y otros intervencionistas económicos harían bien en ver a Japón como el canario en la mina de carbón. Estados Unidos y Europa han doblado su apuesta sobre la alquimia keynesiana esta última década, pero nuestros líderes solo tienen que ver la devastación que han traído a Japón estos planes, una nación que tratado de buscar la prosperidad tomando prestado, imprimiendo y gravándose durante treinta años. Japón está en la última etapa del cáncer keynesiano y los políticos del resto del mundo desarrollado harían bien en darse cuenta de esto.
Demografía
Por si los planes descabellados de la élite política no estuvieran haciendo lo bastante para poner un clavo en el ataúd de Japón, la nación también está sufriendo un desastre demográfico. Un país que consume más pañales para adultos que para bebés es una nación en camino hacia el vertedero de la historia. Existe tal escasez de mano de obra joven y capacitada en Japón que han empezado a importar “internos” de China para trabajar en sus muchas industrias. Como está ocurriendo en Europa y Estados Unidos, una “educación” interminable de grado posgrado ha distanciado cada vez más a los jóvenes de las habilidades demandadas por el mercado laboral. La juventud está siendo financiada casi exclusivamente por deuda o consumo de capital de los ahorros de sus padres. La dificultad de crear y mantener una familia se h hecho cada vez más difícil para parejas japonesas sin cualificación y endeudadas (sin ahorros) que probablemente solo entren en el mercado laboral por primera vez a mediados de sus veinte.
No es demasiado tarde
Japón tiene una fuerza laboral altamente capacitada, una impresionante base industrial y toda la infraestructura necesaria para reafirmarse como un puntal comercial global. La recuperación de Japón requiere recortar impuestos, reducir al mínimo sus políticas mercantiles escandalosamente caras, permitiendo una inmigración más sencilla de las empresas extranjeras y sus empleados y dejar que el mercado decida el verdadero valor del yen. El pueblo japonés tiene que rechazar a los planificadores que están ahogando a una gran nación.
Publicado originalmente el 21 de abril de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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