José García Domínguez
Un desastre. Otro. Suma y sigue.
Conseguir que un país logre alcanzar la tasa de inflación más alta del mundo es relativamente sencillo. Venezuela, que ya va camino de consolidar ese récord planetario por cuarto año consecutivo, lo materializó por la muy prosaica vía de imprimir papel moneda sin freno. Algo tan simple como eso. De ahí que la base monetaria haya crecido en un 33.000% dede 1999 hasta hoy. Dicho de otro modo, por cada 100 bolívares que había en circulación hace 17 años, el Banco Central de Venezuela ha mandado imprimir otros 33.000 nuevos. Cuando el Ejecutivo de Caracas quiere comprar algo, cualquier cosa, lo que sea, ordena que se imprima un buen fajo de billetes. Y asunto resulto. Nadie se extrañe, pues, de que el banco emisor de la República de Venezuela se halle a punto de declararse en suspensión de pago a estas horas. Y es que el papel para fabricar los bolívares se lo compra a una empresa europea, británica por más señas, a la que ya debe algo más de 260 millones de dólares. Los ingleses, hartos de los retrasos, estarían amenazado al Palacio de Miraflores con no entregar varias toneladas de nuevos billetes en caso de que no se les abone lo adeudado.
Así las cosas, tampoco nadie se extrañe de que, entre enero de 2008 y diciembre de 2015, la inflación acumulada haya sido de un 2.262%. Y subiendo. En ese mismo periodo, la diferencia entre el cambio oficial del dólar y su precio en el mercado negro alcanzó un estratosférico 18.000%. Por lo demás, el Banco Central de Venezuela no es la única institución estatal que está en quiebra. PDVSA, empresa pública que monopoliza la extracción y distribución del petróleo de uno de los mayores productores de crudo del mundo, también anda en la ruina técnica ahora mismo. Lograr la bancarrota de PDVSA parece, de entrada, un objetivo casi imposible, incluso para el Gobierno de Venezuela. Pero, al final, lo han conseguido. Y por una vía casi tan simple como la que llevó a la hiperinflación. Así, PDVSA se ve obligada a entregar al Estado cada dólar que ingresa, al cambio oficial. Y ello al mismo tiempo que paga a todos sus proveedores en dólares… al cambio del mercado negro. Pero la bancarrota de un ente público no supone ningún problema en Venezuela. Se descuelga el teléfono, se ordena estampar la efigie de Simón Bolívar en unos cuantos centenares de millones de trozos de papel rectangular, y a otra cosa.
La mitad, exactamente la mitad, de los nuevos billetes de banco que entraron en circulación en el país desde 1999 se fabricaron exclusivamente para conceder créditos a la quebrada PDVSA. Créditos que le otorga el propio Banco Central. En Venezuela todo es caro. Todo menos el dinero, que sale baratísimo. En un lugar donde el tipo de interés es del 15% y la inflación anda por el 180%, el mejor negocio imaginable consiste en pedir prestado. A fin de cuentas, se alquila a una tasa negativa del 165%. Y es que esos bolívares regalados se pueden vender con un buen beneficio. Porque hay un sitio en el mundo, solo uno por cierto, donde hay gente que quiere comprar billetes del banco de Venezuela, cuantos más mejor. Y ese sitio es la frontera de Colombia. El asunto, como todo allí, también es simple. Los colombianos cambian bolívares por pesos a los estraperlistas venezolanos, funcionarios corruptos o afines. Con los bolívares compran productos básicos subsidiados por el Gobierno de Venezuela a precios muy bajos. Luego revenden la mercancía en el interior de Colombia, pero ya a tarifas de mercado. Una sangría para Venezuela. Un chollo para Colombia. Y una fuente de depreciación permanente de la moneda venezolana: cuantos más y más fajos de bolívares viajan hasta la frontera para ser cambiados por pesos, más y más baratos acaban siendo. Un desastre. Otro. Suma y sigue.
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