Hillary Clinton dio su primer gran discurso sobre economía el pasado lunes, y los progresistas se han mostrado satisfechos en general. Porque el mensaje primordial de Clinton ha sido que el Gobierno federal puede y debe usar su influencia para conseguir que aumenten los salarios.
Los conservadores, sin embargo —al menos los que han podido dejar de gritar “¡Bengasi! ¡Bengasi! ¡Bengasi!” durante el tiempo suficiente para prestar atención— parecen desconcertados. Creen que Ronald Reagan demostró que el Gobierno es el problema, no la solución. De modo que, ¿no estaba Clinton reviviendo el difunto “paleoliberalismo”? ¿Y no sabemos que la intervención gubernamental en los mercados tiene consecuencias indirectas terribles?
No, ni lo ha revivido ni sabemos tal cosa. De hecho, el discurso de Clinton reflejaba cambios importantes, sobradamente respaldados por pruebas, sobre lo que sabemos acerca de qué determina los salarios. Y una conclusión fundamental derivada de esos nuevos conocimientos es que las políticas públicas pueden ayudar mucho a los trabajadores, sin atraer la cólera de la mano invisible.
En concreto, la opinión general era que el aumento de la desigualdad se debía a los cambios tecnológicos, que estaban incrementando la demanda de trabajadores muy cualificados y devaluando el trabajo poco cualificado. Y no había mucho que las políticas pudieran hacer para modificar esa tendencia, aparte de ayudar a los trabajadores con salarios bajos mediante subvenciones como las deducciones sobre el impuesto de la renta.Antes, muchos economistas pensaban en el mercado laboral como algo muy similar al resto de los mercados, donde los precios de las distintas clases de trabajo —es decir, las tasas salariales — estaban plenamente determinados por la oferta y la demanda. Así que si los salarios de muchos trabajadores se han estancado o reducido, debe de ser porque la demanda de sus servicios se está reduciendo.
Todavía escuchamos a distintos analistas que no se han puesto al día invocar esta historia como si fuese una verdad evidente. Pero el razonamiento de que el “cambio tecnológico condicionado por la cualificación” es la causa principal del estancamiento salarial se ha venido abajo en gran medida. En particular, un nivel elevado de formación no es ninguna garantía de unos ingresos más altos; por ejemplo, los sueldos de quienes acaban de licenciarse en la universidad, ajustados según la inflación, llevan 15 años sin subir ni bajar.
Mientras tanto, lo que sabemos acerca de la determinación de los salarios se ha visto transformado por una revolución intelectual —y no es ninguna exageración— propiciada por una serie de estudios notables sobre lo que sucede cuando un Gobierno modifica el salario mínimo.
Hace más de dos décadas, los economistas David Card y Alan Krueger se dieron cuenta de que cuando un estado concreto eleva el salario mínimo profesional, lleva a cabo un experimento práctico con el mercado laboral. Mejor aún, es un experimento que proporciona un grupo de control natural: los estados vecinos que no suben el salario mínimo. Card y Krueger aplicaron su descubrimiento al análisis de lo que sucedía en el sector de la comida rápida —donde los efectos del salario mínimo deberían ser más acusados— después de que Nueva Jersey incrementase el salario mínimo pero Pensilvania no lo hiciese.
Antes del estudio de Card y Krueger, la mayoría de los economistas, yo incluido, daban por sentado que el aumento del salario mínimo tendría un claro efecto negativo sobre el empleo. Pero ellos descubrieron que, en todo caso, el efecto era positivo. Sus resultados se han confirmado posteriormente gracias a los datos de muchos episodios. No hay ninguna prueba de que el incremento del salario mínimo reduzca el número de puestos de trabajo, al menos cuando el punto de partida es tan bajo como el de Estados Unidos en la actualidad.
¿Cómo es esto posible? Hay varias respuestas, pero la más importante probablemente sea que el mercado laboral no es como el mercado de, por ejemplo, el trigo, porque los trabajadores son personas. Y como son personas, se obtienen beneficios importantes, incluso para el empresario, cuando se les paga más: tienen la moral más alta, cambian menos de trabajo y son más productivas. Estos beneficios compensan en gran medida el efecto directo del aumento del coste de la mano de obra, así que elevar el salario mínimo no tiene por qué reducir la cantidad de puestos de trabajo.
La conclusión más evidente de esta revolución intelectual es, lógicamente, que debemos aumentar el salario mínimo. Pero hay también otras inferencias más generales: si nos tomamos en serio lo que hemos aprendido de los estudios sobre el salario mínimo, nos daremos cuenta de que dicho salario no es importante solo para los trabajadores peor pagados.
Porque los empresarios siempre se enfrentan a los pros y contras de seguir una estrategia de sueldos bajos o de sueldos altos, por ejemplo, entre el modelo tradicional de Walmart (pagar tan poco como sea posible y aceptar que los trabajadores cambien muy a menudo y tengan baja la moral) y el modelo de Costco (sueldos y beneficios más altos que traen consigo una mano de obra más estable). Y hay muy buenos motivos para pensar que las políticas públicas pueden, de distintas formas — incluso facilitando que los trabajadores se organicen—, empujar a más empresas a optar por la estrategia de los buenos sueldos.
De modo que tras el discurso de Hillary había mucho más de lo que la mayoría de los analistas pensaban, según sospecho. Y para quienes intentan poner pegas señalando que parte de lo que ha dicho difiere de las ideas que imperaban cuando su marido era presidente, la cosa es que muchos progresistas han cambiado de opinión en respuesta a las nuevas pruebas empíricas. Es una experiencia interesante; los conservadores deberían probarla alguna vez.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
© The New York Times Company, 2015.
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