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martes, 5 de abril de 2016

Del déficit a Panamá: obsesión impositiva



Ha regresado el déficit descontrolado; los números rojos de 2015 se desviaron en 10.000 millones de euros, un punto del PIB, del 4,2% previsto al 5,2%. Ya se sabe: año electoral, año clientelar. El despilfarro público se convierte en la norma allí donde no existen controles adecuados ¡qué fácil es dilapidar el dinero cuando sale del bolsillo de otros! Lo curioso es que, ante tales apuros, la inmensa mayoría de políticos se plantea siempre un aumento de la recaudación, de la presión fiscal; nunca una limitación del gasto. Antes darían cien vueltas de tuerca al grillete del contribuyente que desmantelar estructuras estatales y paraestatales, muchas de ellas redundantes o inútiles.
En lugar de adaptar el gasto a los ingresos disponibles, los dirigentes buscan mil estratagemas para incrementar la recaudación
En lugar de adaptar el gasto a los ingresos disponibles, o razonablemente esperados, los dirigentes buscan mil estratagemas para incrementar la recaudación. Cualquiera cosa con tal de mantener el mismo nivel de dispendio... o uno superior. Y, para justificarlo, utilizan una palabra, ambigua y engañosa, pero de efectos taumatúrgicos, "social", insinuando que los gastos benefician a la sociedad en su conjunto. Pero buena parte de ellos responde realmente a meros intereses corporativos, o partidistas, un medio para mantener apoyos, votos y... comisiones.

Los políticos saben que pierden más apoyos limitando el despilfarro que subiendo la fiscalidad, especialmente en sistemas previamente pervertidos, convertidos en clientelares. Mientras la subida de impuestos se reparte entre los ciudadanos, muchas partidas de gasto se concentran en colectivos concretos: constituyen privilegios para grupos minoritarios, otorgados para captar su apoyo. He ahí el verdadero motivo de muchas subvenciones, ayudas, creación de puestos innecesarios en la administración. La lógica del clientelismo conduce a que los votantes decidan, no por criterios políticos generales, sino en función del trato que el partido concede a su colectivo particular.

Favorecer a grupos minoritarios, bien organizados

Así se explica esa irresistible tendencia a conceder privilegios a minorías, a gastar en favor de grupos muy concretos y en perjuicio del interés general, del ciudadano medio. A quienes han sido capturados por esta rueda infernal, les molesta mucho menos la creciente presión fiscal que la perspectiva de perder su particular ayuda o subvención: "suban impuestos pero no me quiten mi mamandurria". El proceso se agrava cuando los dispendios se financian con deuda, ese impuesto sobre contribuyentes futuros, que todavía no votan.

Así, nuestros políticos se aferran al poder creando clientelas y favoreciendo el voto cautivo. Organizando la sociedad en distintos rebaños con diferentes derechos, ventajas y prebendas, unas facciones siempre con la mano extendida, en permanente competencia por el presupuesto. El clientelismo es perverso porque implica un regreso a la sociedad estamental, cerrada y discriminatoria. Es un fenómeno especialmente dañino por subvertir los principios de la democracia: convierte a muchos electores en tipos monotemáticos, dependientes del favor público, en votantes que no ejercen un control efectivo sobre la política general pues sólo formulan una pregunta: ¿qué hay de lo mío?  Al contrario de lo que se pregona, el inmenso gasto público no tiene como objetivo redistribuir la renta; más bien favorecer a poderosos grupos minoritarios, bien organizados. Todo acaba finalmente en un juego donde quien parte y reparte, los políticos y los burócratas, se lleva la mejor parte. Y el populismo, con su orgía de gasto, es la culminación, el estadio final del proceso clientelar.
Un sujeto podría mostrarse satisfecho al embolsarse una ayuda que procede... de su propio bolsillo
Pero hay una razón adicional para nuestros gobernantes prefieran subir impuestos a racionalizar el gasto: la asimetría, la ilusión óptica, la diferente percepción que los ciudadanos tienen de impuestos y ayudas. Muchos impuestos son borrosos, casi invisibles para gran parte de los contribuyentes. Los asalariados olvidan la retención, esa parte del sueldo que, como el aire, existe aunque nadie la haya visto. Casi todos consideran directamente el salario neto, olvidando el descuento por IRPF y las cuotas a la SS. Y pocos consumidores se detienen a calcular el IVA cada vez que pagan. Por el contrario, las ayudas y subvenciones son ostentosas, manifiestas y palpables: el beneficiario las recibe con plena consciencia. De este modo, un sujeto podría mostrarse satisfecho al embolsarse una ayuda que procede... de su propio bolsillo.

¡Todos tras el evasor fiscal!

Pero ni siquiera las subidas de impuestos son equitativas. Ni pagan más impuestos quienes más tienen o más ganan. La letra pequeña de leyes y reglamentos fiscales, tan largos como complejos, contempla numerosas excepciones, deducciones, desgravaciones, siempre a medida de grupos con influencia política. Una colección de agujeros por los que se cuelan los amigos, o quienes pululan en busca de favores. Finalmente, la carga fiscal depende menos de la capacidad de pago que de la cercanía al poder político, de la inclinación a comprar privilegios o de la disposición a ejercer presión. Como corolario, la normativa fiscal tiende a ser extremadamente enrevesada para privilegiar a unos, desplumar a otros y mantener al mismo tiempo la ficción de que su aplicación es justa y ecuánime.
La presión fiscal excesiva es uno de los principales factores que empuja al fraude
Descartada la racionalización del gasto, olvidada la contención de los múltiples despilfarros, se entiende la constante matraca a cuenta del fraude fiscal y todas las ocurrencias de Profesor Bacterio para detectar y reprimir a los infractores. ¡Menos lobos! La experiencia muestra que extremar el control y la vigilancia sobre los contribuyentes aporta sólo una minúscula recaudación adicional... si se compara con el dineral que inicialmente prevén sus impulsores. Deberían aprender un hecho fundamental: la presión fiscal excesiva es uno de los principales factores que empuja al fraude.

No sorprende en este particular entorno el enorme eco mediático de la llamada lista de Panamá, y el escarnio público de los "malvados defraudadores al fisco". Ahora bien, siendo reprobable la evasión de impuestos, lo es mucho más que algunos de estos fondos pertenezcan a dirigentes políticos que los obtuvieron ilícitamente, cobrando comisiones por favores concedidos. No es correcto evadir impuestos; pero mucho más grave es unir este delito al latrocinio y expolio del presupuesto público. Y, aunque Al Capone solo fue condenado por fraude fiscal, mucho me temo que muchos dirigentes españoles, o miembros de la realeza, no serán procesados... ni siquiera por eso.

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