Emilio Campmany
Los parlamentos nacieron para controlar lo que gastaba el rey y no pagar más impuestos que los justos. Hoy ocurre lo contrario.
Hoy en Occidente creemos que sólo son genuinas democracias las nuestras. Y sin embargo hay algo en ellas que no tiene nada de democrático, como es el modo en que se recaudan los impuestos. Bajo el pretexto de ser necesarios para pagar las pensiones, la sanidad y la educación, se cometen los más ignominiosos atropellos sin que nadie se oponga, porque la mayor parte de los ciudadanos cree, aunque en muchos casos no sea verdad, que son beneficiarios netos del sistema. Hoy es más fácil ingresar en prisión preventiva sin fianza por ser acusado de delito fiscal que por serlo de estafa, apropiación indebida o alzamiento de bienes. Y es un disparate.
Para empezar, el delito fiscal no es defraudar a Hacienda. Es hacerlo en una cuantía superior a una determinada suma al año. Es por tanto un delito que sólo pueden cometer los ricos, pero no los pobres, aunque sustantivamente la conducta sea la misma. Pero lo peor no es eso. Lo inadmisible es que es un delito que sólo es posible cometer debido al diseño del sistema, que obliga al contribuyente a calcular cuánto ha de pagar a Hacienda. Luego ésta comprueba la declaración y, si no está conforme, gira la correspondiente liquidación complementaria con sanción e intereses. Si lo defraudado supera una determinada cifra, además hay delito. Y no tendría por qué ser así. Hacienda dispone de todos nuestros datos económicos, como prueban los borradores que nos presenta. ¿Por qué no hace ella la declaración y nos deja a nosotros recurrir si no estamos de acuerdo? Si fuera así, el delito fiscal sería imposible de cometer.
Con todo, el sistema tendría un pase si calcular lo que debemos por cada impuesto fuera una tarea simple. Lo cierto es que no lo es. Con una vida económica relativamente compleja, Hacienda y nueve asesores fiscales de alto copete harán con los mismos datos diez declaraciones diferentes según la interpretación que cada cual haga de las normas aplicables. No sólo, sino que Hacienda, según va conviniendo a las arcas del Estado, interpreta sus propias normas de forma cambiante. Ello puede conducir a que, con las mismas leyes, una forma de declarar sea conforme con Hacienda un año y al siguiente, no.
Naturalmente, el contribuyente que lo desee puede acudir a los tribunales, pero entonces se arriesga a que le miren todas las declaraciones con lupa y a que, aun ganando el recurso, acabe pagando más por las otras liquidaciones que le giren, además de las facturas de los abogados.
¿Es democrático un sistema así? Los parlamentos nacieron para controlar lo que gastaba el rey y no pagar más impuestos que los justos. Hoy ocurre lo contrario. El electorado, que piensa que todo es en su beneficio, se convierte en cómplice y aplaude y respalda esta forma casi confiscatoria de recaudar, creyendo que es indispensable para poder pagar el Estado del Bienestar. En realidad, eso es sólo el pretexto. Se recauda así para tener con qué pagar las muchas subvenciones, prebendas y ayudas que los políticos reparten entre los suyos y sus amigos, incluidos muchos empresarios. Y los contribuyentes afectados callan, silencian y ocultan el maltrato que sufren porque, en caso de denunciarlo públicamente, son inmediatamente tachados de defraudadores. Eso si no han salido antes en la lista de Montoro. En pocas dictaduras pasan estas cosas.
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