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viernes, 22 de abril de 2016

Autonomías: reglas presupuestarias y autonomía fiscal


La batalla recurrente en el debate autonómico de estos últimos años ha sido los ajustes presupuestarios. Prácticamente la mitad del gasto público en España está en manos de las comunidades autónomas, sea directamente, sea indirectamente, así que ante la crisis fiscal era inevitable que tuvieran que hacer su parte. A pesar de las exhortaciones de dos gobiernos y varios ministros de hacienda, las autonomías han retrasado y resistido los ajustes durante años. Los presidentes autonómicos han alternado entre quejarse amargamente de que el gobierno central no estaba haciendo su parte, protestar que desde Madrid no les dejaban generar recursos propios o respondiendo airadas que el autogobierno les da derecho a decir basta, y que sus votantes no van a tragar más recortes.
El debate importante recae en la capacidad fiscal y poder tomar decisiones de forma propia, con o sin limitaciones
No me voy a meter en la discusión sobre si el gobierno central ha hecho o no su parte del ajuste fiscal. Todo parece indicar que Hacienda ha echado el muerto a las autonomías, utilizando el disfuncional sistema de financiación para obligar a que sean otros los que incurran con los costes políticos de las reducciones de gasto. Más que las culpas y las facturas políticas, el debate importante recae en los dos últimos puntos, el de la capacidad fiscal y el poder tomar decisiones de forma propia, con o sin limitaciones.

La primera parte es la más sencilla. En el sistema de financiación autonómica actual el gobierno central decide sobre prácticamente todos los impuestos, recauda el dinero y lo distribuye a las comunidades. El sistema para asignar fondos es poco menos que incomprensible, con la cantidad desembolsada dependiendo de liquidaciones de cuentas de hace dos años. Las comunidades tienen una responsabilidad descomunal en la gestión del gasto público en España, pero apenas tienen capacidad alguna para decidir cómo pagarlo.

Esto, no hace falta decirlo, genera toda clase de problemas. Primero, porque los políticos autonómicos pueden prometer muchas cosas en su programa electoral, pero nunca saben realmente si van a poder pagarlas. Si la lotería que es el sistema de financiación (o más concretamente, el estado de la economía hace dos años) da un nivel de ingresos decente, quizás puedan cumplir con sus promesas. Si en Hacienda están tacaños, el parlamento en Madrid decide rebajar un impuesto que en teoría tenían cedido o cambian el reparto, pueden quedarse a dos velas, sin los recursos para cumplir su programa electoral. Dado que además el gobierno central ha impuesto toda una serie de barreras legales a la capacidad de las comunidades para recaudar impuestos, tenemos un autogobierno con poderes enormes en teoría, pero una capacidad de maniobra limitada en la práctica.
Lo peor es que el escenario de un político autonómico que quiere hacer algo pero se resigna a romper promesas si no tiene dinero es de hecho optimista. Lo que hemos visto, una y otra vez, es que las comunidades se acostumbraron a disparar primero y preocuparse sobre cómo pagar sus ocurrencias después.
Acabados los años de bonanza, las comunidades se habían acostumbrado a gastar pensando que siempre habría más dinero
En los años de la burbuja, cuando la recaudación fiscal no hacía más que subir a todos los niveles, este era un problema relativo. O bien el sistema de financiación acababa dando suficiente dinero al cabo de unos años, o bien un presidente del gobierno voluntarioso (y sin mayoría absoluta) cerraba el agujero en la próxima ronda negociadora sobre el sistema de reparto. Acabados los años de bonanza, las comunidades se habían acostumbrado a gastar pensando que siempre habría más dinero, o lanzar grandes planes y llorar sobre la opresión centralista de Madrid después. El resultado ha sido varias regiones con déficits estructurales persistentes (Cataluña y Valencia son los peores ejemplos), y sin herramientas para poder cerrarlos.

En un sistema de gobierno descentralizado es necesario que los políticos que gestionan una determinada partida de gasto público también se encarguen de recaudar los impuestos para pagarlo. Esto permite por un lado que los votantes vigilen la acción de gobierno, y por otro que ese gobierno tenga que asumir el coste político si quiere subir impuestos para un aumento del gasto público. Obviamente las comunidades más ricas acabarán pagando más impuestos al gobierno central por el mero hecho de tener ciudadanos y empresas con más dinero, mientras que las pobres recibirán más recursos del centro en los programas sociales que dependan de este, simplemente porque tienen más pobres. Lo importante, sin embargo, es que los políticos (y votantes) a todos los niveles puedan decidir qué quieren y cómo cuadrar las cuentas, sin depender del humor o cinismo de terceros.

Esto no quiere decir, sin embargo, que los gobiernos autonómicos deban tener una libertad de acción absoluta sobre sus cuentas. El motivo es muy sencillo: un gobernante autonómico, incluso cuando tiene capacidad recaudatoria, siempre tendrá la tentación de gastar más de la cuenta, sabiendo que el gobierno central no puede permitirse que una región quiebre.

Los políticos autonómicos tenderán a hacer algo tan español como comprometerse en enormes partidas de gasto (probablemente incluyendo varios edificios de Calatrava) incurriendo en enormes deudas, confiando que ya encontrarán una forma de pagarlo todo más adelante. Lo que sucederá, tristemente, es que una recesión interrumpirá inesperadamente la fiesta, y el gobierno central se va a encontrar con el desagradable dilema de elegir entre rescatarles o afrontar las consecuencias de un impago en un ente público importante.
Cualquier sistema de descentralización fiscal debe ir acompañado de unas reglas férreas de control presupuestario
Cualquier sistema de descentralización fiscal debe ir acompañado, de forma inevitable, de unas reglas férreas de control presupuestario. Del mismo modo que la autonomía fiscal debe proteger a las regiones de las exigencias arbitrarias del gobierno central, una ley de equilibrio presupuestario, límites de endeudamiento, creación de fondos de reserva y/o limitación de la expansión de gasto, debe proteger al resto del país de los potenciales desmanes presupuestarios de una región irresponsable. No hay autonomía real sin capacidad de decisión, pero la única forma de hacer que esa capacidad de decisión sea viable es que se ejerza bajo normas que obliguen a que sea utilizada sin poner en peligro la salud fiscal del resto.

España no hubiera evitado la crisis fiscal de los últimos años de tener un mejor sistema de financiación autonómica. No obstante, la ilusión de riqueza de los años de la burbuja no hubiera desencadenado el mismo descontrol de gasto con normas presupuestarias estrictas y claras, y el reparto de los ajustes hubiera sido mucho más justo y menos arbitrario. Si queremos que la próxima crisis sea menos severa, la reforma del sistema de financiación autonómica debe ser prioritaria.

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