No hace muchos días reapareció en los medios de comunicación un debate con solera y larga tradición, de esos que aparecen y desaparecen como el Guadiana. Un debate nunca finiquitado, aunque sí aletargado a la espera de mejores momentos. Y en este preciso instante en el que muchos pueden pillar trozo de poder, es uno de esos momentos. Me refiero a la necesidad, o no, de una banca pública. El artículo que Alberto Garzón recientemente publicara en El País lo ha vuelto a poner, aunque por unos días, de moda. Los argumentos esgrimidos por el líder de la formación de izquierdas son los tradicionales: apoyo a sectores estratégicos para fomentar el crecimiento, así como ayudar a los que han sufrido y siguen sufriendo las consecuencias de la crisis, permitiendo que toda la expansión monetaria llevada a cabo por los bancos centrales llegue finalmente a quienes realmente lo necesitan. La labor de la banca pública sería la de “conectar” al sistema bancario con los ciudadanos, dibujando de este modo una cara más amable al sector financiero y permitiendo, entre otras cosas, impulsar el crecimiento económico y reducir la desigualdad.
Poco después de la publicación de esta columna, aparecieron las réplicas liberales. Los argumentos en contra de la banca pública son igualmente los tradicionales. Exponiendo la experiencia de las Cajas de Ahorros como ejemplo de las consecuencias de un estado interventor a través del sistema financiero, se argumentaba a su vez que lo que no provee o no desea el mercado no justifica, por razones de eficiencia, su sustitución por parte del Estado.
Las posiciones enfrentadas se sostienen en simples eslóganes y frases hechas sin que ninguna de las partes acuda a la experiencia para defender su postura o su argumentación
Este debate, insisto, es ya una constante en los diversos ámbitos mediáticos e incluso académicos. Sin embargo las posiciones enfrentadas se sostienen en simples eslóganes y frases casi hechas sin que ninguna de las partes acuda a la experiencia (más allá de las Cajas) para defender su postura o su argumentación. La pregunta es, como siempre, si existe evidencia sobre cuáles son realmente los efectos de una banca pública sobre un país, en concreto su crecimiento y desigualdad, y si eso nos puede permitir matizar y enriquecer dicho debate. La respuesta es, lógicamente, afirmativa.
Crecimiento: a poco que uno revise la literatura encuentra trabajos sobre esta cuestión. En particular, el trabajo de referencia para esta literatura es un artículo publicado en 2002 por La Porta, López de Sillanes y Shleifer. En él, los autores encuentran que aquellos países donde la titularidad pública de los bancos es mayor (en porcentaje al total), el crecimiento económico experimentado es menor. Concretamente, para un aumento del 10% en la titularidad pública de los bancos del país, el crecimiento medio en los años siguientes (identificas causalidad) de dicha economía se reduce entre un 0,14 y 0,24% anual. Este trabajo parece dar, por lo tanto, soporte a quienes han recomendado la privatización del sistema financiero como condición para un mayor crecimiento económico. Atendiendo a estos resultados, por lo tanto, la respuesta es que no necesitamos una banca pública.
Sin embargo, el problema de este, y otros trabajos que han llegado a similar conclusión, es que no han distinguido por la heterogeneidad de los países. Es posible que a diferentes condiciones iniciales, diferentes conclusiones. En este sentido, otros trabajos más recientes, como es el caso del de Körnel y Schnabel de 2011, encuentran resultados que se enriquecen cuando ciertas características de los diferentes países son tenidas en cuenta. Según sus resultados, el efecto de la banca pública en el crecimiento difiere sensiblemente en función del grado de desarrollo financiero del país y del grado de calidad institucional. En ambos casos, a mayor desarrollo financiero y a mayor calidad de las instituciones políticas del país, el efecto que la banca pública tiene sobre el crecimiento deja de ser negativo, para volverse positivo. En concreto, y en referencia a la calidad de las instituciones, los autores argumentan que cuando estas buscan “su propio interés” el efecto sobre el crecimiento es negativo (¿recuerdan las Cajas?). A mayor calidad, el efecto se torna positivo. Resumiendo, la banca pública no tiene por qué ser negativa en todas las circunstancias. En particular, su efecto puede ser positivo si el sector financiero privado y unas instituciones públicas transparentes y de calidad puedan servir de contrapeso.
Desigualdad: de nuevo, la evidencia nos informa que la banca pública no resulta del todo necesaria. La relación entre desigualdad y sistema financiero tiene razones bien conocidas contra las cuáles habría que luchar. Y la banca pública no jugaría un papel necesario en este proceso. Por ejemplo, Beck et al.(2007) encuentran de nuevo que los mercados financieros más desarrollados reducen la desigualdad. Concretamente, estos autores encuentran que un aumento del 1 % del peso en el PIB del crédito privado reduce el índice de Gini entre 0,5 y 1 punto. Así, las diferencias en desigualdad entre dos países que poseen, por ejemplo, un peso del crédito privado del 15 % o el 25 % sería de entre 5 y 10 puntos en el índice de Gini sobre 100 posibles. Este resultado, como muestran en su trabajo, es enormemente estable ante diferentes escenarios y ejercicios de robustez.
Políticas más encaminadas a elevar la destreza financiera de los ciudadanos pueden ser mucho más eficientes en la lucha contra la desigualdad que la intervención directa de medios públicos
Por otro lado, se observa que los países con una mayor educación no solo financiera o económica, sino incluso general, facilita la comprensión y el acceso a los muy variados y complejos productos financieros y reduce así la desigualdad. Por ejemplo, Van Rooij, Lusardi y Alessie en un trabajo de (2011) encuentran, para los Países Bajos, que muy pocas de las personas encuestadas en la Encuesta Financiera que elabora el De Nederlandsche Bank (DNB), tienen nociones básicas sobre variables macroeconómicas (tipos de interés, inflación, entre otras) y sobre las diferencias entre diversos activos financieros. Además, encuentran que el desconocimiento de estas cuestiones reduce considerablemente la probabilidad de participación de los individuos en los mercados financieros. Lusardi (2008) encuentra de nuevo que la baja capacidad de la mayoría de los ciudadanos en distinguir nociones básicas sobre macroeconomía y variables fundamentales para la toma de decisiones financieras, como además de las habituales (de nuevo inflación, crecimiento o tipos de interés), puede afectar a la desigualdad en el consumo. Jappelli (2010) muestra, comparando datos de al menos 55 países, que la educación, en especial matemática, es crucial para elevar la destreza en el mercado financiero a partir de un mayor conocimiento de los determinantes del entorno económico. En consecuencia, políticas más encaminadas a elevar la destreza financiera de los ciudadanos pueden ser mucho más eficientes en la lucha contra la desigualdad que la intervención directa de medios públicos.
Estos trabajos, así como muchos otros, ¿dónde dejan a la banca pública? Sinceramente, no muy bien. Así, la mejor política que ayude a las clases menos favorecidas mediante la instrumentalización del sistema financiero es su desarrollo y perfeccionamiento. Por otro lado, deben esforzarse estos poderes públicos en elevar la educación financiera de la sociedad, lo que permitirá no sólo un mejor acceso a los productos, sino que forzará a las entidades privadas a incrementar su competencia. Por último, una vez conseguido esto, y llevado a cabo una mejora en el control y transparencia de las instituciones políticas, entonces y solo entonces es posible encontrar beneficio en una banca pública. Hasta entonces, otras muchas tareas son prioritarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario