Friedrich August von Hayek (1899-1992) fue tal vez el más grande defensor de una sociedad libre en el siglo XX. Siendo economista, erudito del derecho y filósofo, Hayek escribió Camino a la servidumbre (1943), Los fundamentos de la libertad (1959) y Derecho, legislación y libertad (1978).
¿Por qué no dejar al público elegir libremente la moneda que quiere utilizar? Las personas deben tener derecho a decidir si quieren comprar o vender en francos, libras, dólares, marcos alemanes u onzas de oro. No tengo objeción que hacer a la emisión de moneda por los gobiernos, pero creo que su derecho al monopolio en esta materia y su facultad para limitar la clase de moneda en que los contratos pueden ser convenidos dentro de su territorio o para decidir los tipos de cambio son gravemente nocivos.
Parece que lo mejor que podríamos desear en este momento es que los gobiernos, por ejemplo todos los miembros de la Comunidad Económica Europea, y, mejor aún, todos los de la Comunidad Atlántica, se comprometiesen a no poner restricciones a la libre utilización en sus respectivos territorios de las monedas de los demás, incluida su compra y venta al precio acordado por las partes y su uso como unidades contables. Este, y no una utópica Unidad Monetaria Europea, me parece hoy el acuerdo posible y deseable al que debemos aspirar.
El gobierno y la moneda de curso legal
Esta sugerencia puede, en un principio, parecer absurda a los imbuidos del concepto de una «moneda de curso legal». ¿Acaso no es Imprescindible que la ley designe un determinado tipo de moneda como la legítima? La verdad es que esto sólo es cierto en la medida que, si el gobierno emite moneda, debe también decir lo que hay que aceptar para el pago de las deudas contraidas en esa moneda. También de decidir cómo han de ser saldadas ciertas obligaciones legales no contractuales, como los impuestos o los daños y perjuicios.
Pero no hay razón para que la gente no sea libre de concertar contratos, incluidas las compras y ventas ordinarias, en la clase de moneda que prefiera, o para que se la obligue a vender a cambio de una determinada clase de moneda.
No habría remedio más eficaz contra Los abusos monetarios del gobierno que el de la libertad del público para rechazar la moneda que no le ofrezca confianza y preferir aquella en que la tenga. Tampoco podría haber nada que indujese tanto a los gobiernos a velar por la estabilidad de su moneda como el saber que, mientras conservasen la oferta de ese medio de cambio por debajo de la demanda, ésta tendería a aumentar. Privemos, pues, a los gobiernos (o a sus autoridades monetarias) de toda facultad para proteger su moneda de la competencia: cuando no puedan seguir ocultando que su moneda se degrada, tendrán que restringir la emisión.
La primera reacción de muchos lectores será preguntar si el efecto de ese sistema no sería, de acuerdo con la vieja norma, que la moneda mala expulsase a la buena. Pero esto supone una mala interpretación de la llamada Ley de Gresham. Se trata de una de las más viejas intuiciones en cuanto al mecanismo de la moneda; tan vieja que, hace 2,400 años, Aristófanes [i]) pudo decir en una de sus comedias que con los políticos ocurría lo mismo que con las monedas, que los malos echan a los buenos. Pero la verdad, que al parecer aún no ha llegado a comprenderse, es que la Ley de Gresham sólo rige si ambas clases de moneda han de ser aceptadas a un tipo de cambio prescrito, pero sucederá lo contrario si e! público tiene libertad para intercambiarías en la proporción que le parezca. Así pudo observarse muchas veces durante las grandes inflaciones, cuando ni la amenaza de las más severas penas conseguía evitar evitar que la gente utilizase cualquier moneda -incluso mercancías, como cigarrillos y botellas de coñac- antes que la del gobierno, lo que claramente significa que la moneda buena expulsa a la mala [ii]).
Bastará convertirlo en legal para que la gente se apresure a rechazar el uso de la divisa nacional cuando se deprecie de modo perceptible para hacer sus tratos en una moneda en la que sí confíe. A los empresarios, en particular, les interesará ofrecer en los convenios colectivos unos salarios, no calculados sobre una futura alza de precios, sino expresados en una moneda digna de confianza y que pueda ser base de un cálculo racional. Esto privaría al gobierno de la facultad de contrarrestar los excesivos aumentos salariales y el paro consiguiente mediante la depreciación de la moneda. Evitaría también que los empresarios concediesen esos aumentos con la esperanza de que la autoridad monetaria no les dejaría en la estacada si prometían más de lo que podían pagar.
No hay motivo para preocuparse por los actos de ese acuerdo sobre el hombre de la calle, que no sabe ni cómo manejar ni cómo procurarse monedas que no le son familiares. Tan pronto como los comerciantes supiesen que podían cambiarlas al momento, al curso corriente, en su divisa preferida, estarían más que expuestos a vender sus artículos en cualquier clase de moneda. En cambio, las malas prácticas del gobierno se harían patentes mucho antes si los precios sólo subían en la moneda emitida por él, y el público aprendería pronto hacerle responsable del valor de la moneda que de él recibía. No tardarían en utilizarse en todas partes calculadoras electrónicas, que en pocos segundos darían el equivalente de cualquier precio en cualquier moneda al tipo de cambio vigente. Pero a menos de que el gobierno nacional desbaratase totalmente la moneda por él emitida, probablemente se continuaría utilizando en las operaciones diarias al contado. Lo más afectado sería no tanto el uso de la moneda en los pagos corrientes como la inclinación a disponer de diferentes clases de moneda. En todos los negocios y transacciones de capital habría una tendencia a cambiar rápidamente a un patrón de más confianza (y a basar en él los cálculos y la contabilidad) que mantendría la política monetaria nacional en la buena senda.
El resultado más probable es que las monedas de aquellos países en cuya política monetaria se confiase tenderían a ir desplazando a las de los otros. La fama de seriedad financiera se convertiría en un capital celosamente custodiado por los emisores de moneda, seguros de que la más ligera desviación del camino honrado reduciría la demanda de su producto.
No creo que haya razón para temer que de esa competencia por la mayor aceptación de cada símbolo monetario surja una tendencia a la deflación o un aumento en el valor de la moneda. La gente sería tan reacia a pedir créditos o contraer deudas en una moneda que se creyese iba a aumentar de valor como a prestar en otra amenazada de depreciación. La utilidad milita decididamente en favor de una moneda capaz de mantener su valor con mínimas oscilaciones. Si cada gobierno o emisor de moneda hubiera de competir con los demás para convencer al público de ahorrar la que él emite y concertar en ella sus contratos a largo plazo, tendría que ofrecer confianza en su estabilidad a largo plazo.
De lo que no estoy seguro es de si en esa pugna por la confianza prevalecería alguna de las monedas emitidas por los gobiernos o la preferencia irla claramente a unidades como las onzas de oro. No parece improbable que, si a la gente se la diese completa libertad para decidir qué utilizar como patrón y medio general de cambio, el oro acabase por reafirmar su carácter de «recompensa universal en todos los países, culturas y épocas», como lo ha llamado recientemente Jacob Bronowski en su brillante obra The Ascent of Man.
Si prefiero la liberación total del intercambio monetano a cualquier especie de unión monetaria es también porque ésta exigiría una autoridad monetaria internacional que no me parece viable ni siquiera deseable, y que seria apenas más de fiar que una autoridad nacional. Creo que hay mucho de cuerdo en la extendida resistencia a conferir poderes soberanos, o al menos facultades dispositivas, a ninguna autoridad internacional. Lo que necesitamos no son autoridades internacionales investidas en funciones ejecutivas, sino simplemente instituciones internacionales lo, mejor, tratados internacionales debidamente respaldados) que puedan prohibir a los gobiernos ciertos actos lesivos para terceros. La efectiva prohibición de toda restricción sobre las transacciones (y la posesión de) diferentes clases de moneda (o créditos en ellas) haría al fin posible que la ausencia de aranceles y otros obstáculos para el movimiento de mercancías y personas garantizase una auténtica zona de libre cambio o mercado común, y contribuiría más que cualquier otra cosa a engendrar confianza en los países en ello comprometidos. Es urgente contrarrestar aquel nacionalismo monetario que critiqué por primera vez en 1937, y que se ha vuelto más peligroso porque, a consecuencia de la afinidad entre ambas ideas, está convirtiéndose en socialismo monetario. Espero que la total libertad para utilizar la moneda que uno prefiera no tarde en ser considerada rasgo esencial de todo país libre.
Como en otros contextos, he llegado aquí a la conclusión de que lo mejor que el Estado puede hacer con respecto a la moneda es proporcionar un marco de normas legales dentro del cual el público pueda desarrollar las instituciones monetarias que más le convenga. Creo que con sólo evitar que los gobiernos pusieran sus manos en la moneda haríamos por ella más de lo que ha hecho ningún gobernante. Y la empresa privada lo habría hecho probablemente mucho mejor que todos ellos
[i] Aristófanes, Lasranas. Hacia la misma época, el filósofo Diógenes llamaba a la moneda «el juego de dados de los legisladores».
Parece que lo mejor que podríamos desear en este momento es que los gobiernos, por ejemplo todos los miembros de la Comunidad Económica Europea, y, mejor aún, todos los de la Comunidad Atlántica, se comprometiesen a no poner restricciones a la libre utilización en sus respectivos territorios de las monedas de los demás, incluida su compra y venta al precio acordado por las partes y su uso como unidades contables. Este, y no una utópica Unidad Monetaria Europea, me parece hoy el acuerdo posible y deseable al que debemos aspirar.
El gobierno y la moneda de curso legal
Esta sugerencia puede, en un principio, parecer absurda a los imbuidos del concepto de una «moneda de curso legal». ¿Acaso no es Imprescindible que la ley designe un determinado tipo de moneda como la legítima? La verdad es que esto sólo es cierto en la medida que, si el gobierno emite moneda, debe también decir lo que hay que aceptar para el pago de las deudas contraidas en esa moneda. También de decidir cómo han de ser saldadas ciertas obligaciones legales no contractuales, como los impuestos o los daños y perjuicios.
Pero no hay razón para que la gente no sea libre de concertar contratos, incluidas las compras y ventas ordinarias, en la clase de moneda que prefiera, o para que se la obligue a vender a cambio de una determinada clase de moneda.
No habría remedio más eficaz contra Los abusos monetarios del gobierno que el de la libertad del público para rechazar la moneda que no le ofrezca confianza y preferir aquella en que la tenga. Tampoco podría haber nada que indujese tanto a los gobiernos a velar por la estabilidad de su moneda como el saber que, mientras conservasen la oferta de ese medio de cambio por debajo de la demanda, ésta tendería a aumentar. Privemos, pues, a los gobiernos (o a sus autoridades monetarias) de toda facultad para proteger su moneda de la competencia: cuando no puedan seguir ocultando que su moneda se degrada, tendrán que restringir la emisión.
La primera reacción de muchos lectores será preguntar si el efecto de ese sistema no sería, de acuerdo con la vieja norma, que la moneda mala expulsase a la buena. Pero esto supone una mala interpretación de la llamada Ley de Gresham. Se trata de una de las más viejas intuiciones en cuanto al mecanismo de la moneda; tan vieja que, hace 2,400 años, Aristófanes [i]) pudo decir en una de sus comedias que con los políticos ocurría lo mismo que con las monedas, que los malos echan a los buenos. Pero la verdad, que al parecer aún no ha llegado a comprenderse, es que la Ley de Gresham sólo rige si ambas clases de moneda han de ser aceptadas a un tipo de cambio prescrito, pero sucederá lo contrario si e! público tiene libertad para intercambiarías en la proporción que le parezca. Así pudo observarse muchas veces durante las grandes inflaciones, cuando ni la amenaza de las más severas penas conseguía evitar evitar que la gente utilizase cualquier moneda -incluso mercancías, como cigarrillos y botellas de coñac- antes que la del gobierno, lo que claramente significa que la moneda buena expulsa a la mala [ii]).
Los beneficios de un sistema de cambios libre
No hay motivo para preocuparse por los actos de ese acuerdo sobre el hombre de la calle, que no sabe ni cómo manejar ni cómo procurarse monedas que no le son familiares. Tan pronto como los comerciantes supiesen que podían cambiarlas al momento, al curso corriente, en su divisa preferida, estarían más que expuestos a vender sus artículos en cualquier clase de moneda. En cambio, las malas prácticas del gobierno se harían patentes mucho antes si los precios sólo subían en la moneda emitida por él, y el público aprendería pronto hacerle responsable del valor de la moneda que de él recibía. No tardarían en utilizarse en todas partes calculadoras electrónicas, que en pocos segundos darían el equivalente de cualquier precio en cualquier moneda al tipo de cambio vigente. Pero a menos de que el gobierno nacional desbaratase totalmente la moneda por él emitida, probablemente se continuaría utilizando en las operaciones diarias al contado. Lo más afectado sería no tanto el uso de la moneda en los pagos corrientes como la inclinación a disponer de diferentes clases de moneda. En todos los negocios y transacciones de capital habría una tendencia a cambiar rápidamente a un patrón de más confianza (y a basar en él los cálculos y la contabilidad) que mantendría la política monetaria nacional en la buena senda.
La estabilidad monetaria a largo plazo
No creo que haya razón para temer que de esa competencia por la mayor aceptación de cada símbolo monetario surja una tendencia a la deflación o un aumento en el valor de la moneda. La gente sería tan reacia a pedir créditos o contraer deudas en una moneda que se creyese iba a aumentar de valor como a prestar en otra amenazada de depreciación. La utilidad milita decididamente en favor de una moneda capaz de mantener su valor con mínimas oscilaciones. Si cada gobierno o emisor de moneda hubiera de competir con los demás para convencer al público de ahorrar la que él emite y concertar en ella sus contratos a largo plazo, tendría que ofrecer confianza en su estabilidad a largo plazo.
De lo que no estoy seguro es de si en esa pugna por la confianza prevalecería alguna de las monedas emitidas por los gobiernos o la preferencia irla claramente a unidades como las onzas de oro. No parece improbable que, si a la gente se la diese completa libertad para decidir qué utilizar como patrón y medio general de cambio, el oro acabase por reafirmar su carácter de «recompensa universal en todos los países, culturas y épocas», como lo ha llamado recientemente Jacob Bronowski en su brillante obra The Ascent of Man.
Mercado libre de dinero, mejor que uniones monetarias
Como en otros contextos, he llegado aquí a la conclusión de que lo mejor que el Estado puede hacer con respecto a la moneda es proporcionar un marco de normas legales dentro del cual el público pueda desarrollar las instituciones monetarias que más le convenga. Creo que con sólo evitar que los gobiernos pusieran sus manos en la moneda haríamos por ella más de lo que ha hecho ningún gobernante. Y la empresa privada lo habría hecho probablemente mucho mejor que todos ellos
[i] Aristófanes, Lasranas. Hacia la misma época, el filósofo Diógenes llamaba a la moneda «el juego de dados de los legisladores».
[ii] Durante la inflación que sigió en Alemania a la primera guerra mundial, cuando la gente comenzó a utilizar dólares y otras monedas sólidas en lugar de los marcos, un financiero holandés afirmó que la Ley de Gresham era falsa y la verdad todo lo contrario.
F.A. Hayek (1899-1992) fue talvez el más grande defensor de una sociedad libre en el siglo XX. Siendo economista, erudito del derecho y filósofo, Hayek escribió Camino a la Servidumbre, Los Fundamentos de la Libertad y Derecho, Legislación y Libertad, que consta de tres tomos. Sus obras siguen siendo fuente de inspiración para los especialistas en política pública del Cato Institute, en donde Hayek amablemente aceptó el título de Académico Asociado Distinguido.
Este es un extracto del libro Inflación o Pleno Empleo, union Editorial, Madrid, 1976. Fue adaptado por el Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES), y publicado en Tópicos de Actualidad No. 763, Guatemala, diciembre de 1992.
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