Juan M. Blanco (*)
El régimen del 78 está acabado. Algunos recurren al masaje cardíaco desesperado, al boca a boca frenético. Todo inútil: el enfermo terminal pronto será cadáver. Tal suele suceder con las estructuras rígidas, cerradas, refractarias al cambio: la carcomida viga maestra acaba cediendo. Aún así, no hay motivo para el miedo o la angustia: el fin de ciclo no es necesariamente un fenómeno catastrófico o apocalíptico, aunque muchos puedan sentir el vértigo del cambio acelerado, experimentar temor ante la incertidumbre. La historia está repleta de trasformaciones políticas, económicas y sociales; todo fluye, nada permanece inmóvil, unos regímenes suceden a otros. Y no existe un determinismo rígido: en una importante encrucijada la ciudadanía puede elegir la senda correcta... o la equivocada. Todo depende de si mantiene la cabeza fría, se muestra precavida, escéptica, sensata o, por el contrario, sucumbe a los cantos de sirena de quienes prometen el paraíso a la vuelta de la esquina.
La descomposición del régimen se aceleró al reducirse drásticamente los recursos que abastecían las redes de intercambio de favores
La descomposición del régimen se aceleró al reducirse drásticamente los recursos que abastecían las redes de intercambio de favores, intensificando la pugna de facciones. Y también al levantarse el velo, quebrarse la censura, romperse con estrépito los tabúes que protegían el gran secreto. Pinchada la burbuja, rotos los sueños, se desveló un sistema político perfilado por la ineficiencia, el despilfarro y la corrupción, un régimen injusto, con flagrante desigualdad ante la ley, marcado a fuego por los privilegios de grupos cercanos al poder. El Régimen de la Transición se había transformado en un sistema de acceso restringido, donde unos pocos ejercen el monopolio sobre la política y la economía, donde las leyes son extremadamente complejas, con infinidad de excepciones para otorgar prebendas a determinados colectivos. Un entorno falto de oportunidades, en el que la posición en el sistema socioeconómico no depende tanto del mérito y el esfuerzo como del favor del poder. Aprendida la lección, es fundamental actuar como Ulises, rechazar el inmovilismo de los partidos del turno, sí, pero también hacer oídos sordos a los cantos de Podemos, evitar a toda costa que el régimen sea sustituido por otro todavía más cerrado que el actual.
El peligro del populismo
La actual encrucijada sólo apunta dos salidas: el populismo, esto es, la profundización en el sistema de acceso restringido o las reformas radicales, la apuesta por abrir puertas, derribar muros y barreras, avanzar de manera decidida hacia un régimen de libre acceso con verdadera libertad, instituciones neutrales, fiables, igualdad ante la ley, controles y contrapesos sobre el poder político. Pero corremos un peligro: una sociedad acostumbrada a la discriminación, a los favores, al amiguismo, al paternalismo estatal, al ninguneo del mérito y el esfuerzo, a la ausencia de responsabilidad individual, puede ser presa fácil del populismo, de esa insensata propaganda que, azuzando la envidia y las más bajas pasiones, promete la extensión de los privilegios de la élite a innumerables colectivos, una fantasiosa vida regalada a golpe de decreto ley, a base de repartir un maná inacabable que sólo existe en la imaginación.
No sólo se trata de Podemos, también las bases del PSOE se han ido radicalizando, moviéndose hacia postulados netamente populistas
La gente puede llegar a creer que la enfermedad se cura incrementando las dosis del veneno que la causó, como el alcohólico piensa que el remedio a su insoportable malestar es... otra copita. Un régimen sin controles, que antepone la componenda a la ley, puede evolucionar fácilmente hacia otro donde el cambalache entre partidos, la famosa lottizzazione, deje paso al ordeno y mando del jefe supremo, ese líder investido de poder absoluto. Desmontados los contrapesos, el sistema carece de salvaguardias para resistir el avance del totalitarismo populista. No sólo se trata de Podemos, también las bases del PSOE se han ido radicalizando, moviéndose hacia postulados equivocados, netamente populistas, mientras las bases del PP andan deshechas, completamente desorientadas una vez que languidece la perspectiva del reparto.
El populismo posee evidentes inclinaciones totalitarias, con una ortodoxia ideológica que persigue al crítico, vilipendia a quien osa poner en cuestión lo políticamente correcto. De apariencia atractiva, un supuesto Robin Hood que roba al rico para dárselo al pobre, que premia a los buenos y castiga a los malos, el populismo es una formidable máquina de expoliar al contribuyente en beneficio de esas nuevas oligarquías que esconden su codicia tras atuendos informales. Ojo, el nacionalismo separatista no es más que una variante localista y caciquil de este fenómeno. La demagogia igualitaria y la identificación de sus líderes como únicos representantes del pueblo, son meras excusas para establecer un régimen todavía más hermético, más asfixiante para el que busca oportunidades, para quien desea vivir en libertad. Un marco en que el individuo es cada vez más dependiente del poder político, donde cada día hay más súbditos y menos ciudadanos.
El camino hacia un régimen de libre acceso; el camino hacia la libertad
La senda recomendable, aunque no la más llana, pasa por una radical transformación del sistema político que elimine las barreras que protegen a las élites, garantice la igualdad ante la ley, refuerce la responsabilidad individual, acometa una radical simplificación legislativa. Y pacte una nueva Constitución, muy distinta, que fomente el juego de contrapoderes y el control mutuo. Que promueva una relación directa entre representante y representado, reduciendo el poder de los partidos. Una Carta Magna que racionalice de una vez ese caos de clientelismo, caciquismo y corrupción donde ha desembocado el Estado de las Autonomías.
La reforma constitucional genera no pocas controversias. Hay leguleyos, no verdaderos juristas, que tras una lectura superficial no ven demasiados disparates o desaciertos en la Constitución del 78. Y atribuyen la culpa del desastre institucional a aquellos gobernantes que la violentaron, degradaron o pervirtieron. Sin embargo, una constitución fracasa cuando no establece mecanismos fiables que impidan el quebrantamiento de las leyes, el abuso o la arbitrariedad. La Constitución no debe ser juzgada por sus intenciones retóricas, tal como pretenden esos ingenuos, sino por su eficacia para promover un funcionamiento adecuado del sistema democrático y por su capacidad para garantizar el cumplimiento de las leyes.
Las reformas no pueden ser incrementales, parciales, marginales o timoratas sino radicales, para lograr un potente efecto anuncio
Naturalmente, una nueva constitución no es la solución definitiva, por muy perfecta que sea. La reforma es un primer paso, capaz de afectar a las correosas reglas informales, esas costumbres arraigadas, esos pactos no escritos que constituyen la columna vertebral del restringido sistema. En contra de los que sostienen algunos pensadores, las reformas no pueden ser incrementales, parciales, marginales o timoratas sino radicales, para lograr un potente efecto anuncio, un colosal aldabonazo, un atronador sonar de trompetas que derribe las murallas de Jericó. Un golpe de efecto capaz de convencer a la gente de que existe verdadera voluntad de cambio, un estentóreo mensaje destinado a transformar drásticamente las expectativas que sostienen esos equilibrios informales de intercambio de favores, clientelismo y corrupción. Necesitamos una reforma inteligente, osada y audaz, que imponga las necesarias restricciones sobre el poder político, que transforme completamente las reglas del juego del perverso sistema. Si Suecia pudo hacerlo, en circunstancias muy difíciles, nosotros también. Dirijámonos hacia el horizonte de libertad, no a la ciénaga populista. Evitemos las arenas movedizas del paternalismo, la dependencia y la sumisión.
(*) Juan M. Blanco
Estudié en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad intentando aprender y enseñar los principios de la economía a las pocas personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Nos encontramos “en el límite”: es momento de mostrar la gran utilidad que pueden tener las ideas.
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