Por Henry Hazlitt
Hemos examinado anteriormente algunos de los perniciosos resultados que producen los arbitrarios esfuerzos realizados por el Estado para elevar el precio de aquellas mercancías que desea favorecer. La misma especie de daños se derivan cuando se trata de incrementar los sueldos mediante las leyes del salario mínimo. Esto no debe sorprendernos, pues un salario es en realidad un precio. En nada favorece la claridad del pensamiento económico que el precio de los servicios laborales haya recibido un nombre enteramente diferente al de los otros precios. Esto ha impedido a mucha gente percatarse de que ambos son gobernados por los mismos principios.
Las opiniones acerca de los salarios se formulan con tal apasionamiento y quedan tan influidas por la política, que en la mayoría de las discusiones sobre el tema se olvidan los más elementales principios. Gentes que serían las primeras en negar que la prosperidad pueda ser producida mediante un alza artificial de los precios y no vacilarían en afirmar que las leyes del precio mínimo, en vez de proteger, perjudican las industrias que tratan de favorecer, abogarán, no obstante, por la promulgación de leyes de salario mínimo e increparán con la máxima acritud a sus oponentes.
No obstante, debería quedar bien sentado que una ley de salario mínimo, en el mejor de los casos, constituye arma poco eficaz para combatir el daño derivado de los bajos salarios y que el posible beneficio a conseguir, mediante tales leyes, sólo superará el posible mal en proporción a la modestia de los objetivos a alcanzar. Cuanto más ambiciosa sea la ley, cuantos más obreros pretenda proteger y en mayor proporción aspire al incremento de los salarios, tanto más probable será que el perjuicio supere los efectos beneficiosos.
Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a encontrar empleo. No se puede sobrevalorar en una cantidad determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad inferior. Lo único que se consigue es privarle del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permitirían, mientras se impide a la comunidad beneficiarse de los modestos servicios que aquél es capaz de rendir. En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro. Se causa un mal general, sin compensación equivalente.
La única excepción se registra cuando un grupo de obreros recibe un salario efectivamente por debajo de su valor en el mercado. Esto puede ocurrir sólo en circunstancias o lugares especiales donde las fuerzas de la competencia no funcionen libre o adecuadamente; pero casi todos estos casos especiales podrían remediarse con igual efectividad, más flexiblemente y con menor daño potencial, a través del actuar de los sindicatos.
Cabe pensar que si la ley obliga a pagar mayores salarios en una industria dada, pueda ésta elevar sus precios de tal suerte que el incremento pase a gravitar sobre los consumidores. Sin embargo, tal desviación no es tan hacedera ni se escapa con tanta sencillez a las consecuencias de una artificiosa elevación de sueldos. Muchas veces no es posible aumentar el precio de sus productos, pues quizá se induzca al consumidor a la búsqueda de un sustitutivo. O bien, si continúan adquiriéndolo, los nuevos precios les obliguen a comprar menos cantidad. En su consecuencia, aunque algunos obreros de la industria en cuestión se han beneficiado del alza de salarios, otros por ello perderán sus empleos. Por otra parte, si no se aumenta el precio del producto, los fabricantes marginales son desplazados del negocio. En realidad se habrá provocado una reducción en la producción y el consiguiente paro, recorriendo camino distinto.
Cuando se mencionan estas consecuencias, siempre hay alguien que replica: «Perfectamente; si para conservar la industria X es ineludible pagar salarios ínfimos, justo es que los salarios mínimos obliguen a su cierre.» Ahora bien, tan audaz afirmación prescinde de ciertas realidades. En primer lugar, no advierte que los consumidores han de soportar la pérdida del producto. Olvida también que los obreros que trabajaban en la industria en cuestión quedan condenados al paro. Finalmente, ignora que por bajos que fueran los emolumentos abonados, eran los mejores entre todas las posibilidades que se ofrecían a los obreros de la tantas veces aludida industria X, pues de lo contrario habrían acudido a otra. Por lo tanto, si la industria X es suprimida por una ley de salarios mínimos, quienes en ella trabajaban se verán constreñidos a aceptar empleos que reputaron menos interesantes que los que por fuerza han de abandonar. Su demanda de trabajo hará descender todavía más los salarios de las ocupaciones alternativas que ahora les son ofrecidas. No cabe eludir la consecuencia: siempre que se imponen salarios mínimos se provoca un incremento del paro.
Además, los programas de asistencia destinados a aliviar el paro originado por la ley del salario mínimo crean un serio problema. Mediante un salario mínimo de 75 centavos por hora, verbigracia, se prohíbe a cualquiera trabajar cuarenta horas semanales por menos de treinta dólares. Supongamos ahora que se ofrece una asistencia de sólo dieciocho dólares semanales. Ello equivale a haber prohibido que una persona emplee su tiempo eficazmente ganando, por ejemplo, veinticinco dólares semanales, manteniéndole en cambio inactivo percibiendo un subsidio de dieciocho dólares a la semana. Hemos privado a la sociedad del valor de sus servicios; al hombre, de la independencia y dignidad que se derivan de la autosuficiencia económica, incluso a bajo nivel, separándole de la tarea más de su agrado, y, al propio tiempo, recibe una remuneración menor a la que podía haber ganado por su propio esfuerzo.
Estas consecuencias se producirán siempre que el socorro sea inferior en un centavo a los treinta dólares. Sin embargo, cuanto más elevado sea el mismo, tanto peor será la situación en otros aspectos. Si se ofrece un subsidio de treinta dólares, se facilita a muchos igual cantidad sin trabajar que trabajando. En fin, cualquiera que sea la cantidad a que ascienda el subsidio, provoca una situación en la que cada cual trabaja sólo por la diferencia entre su salario y el importe del socorro. Si éste, por ejemplo, es de treinta dólares semanales, los obreros a quienes se ofrece un salario de un dólar por hora o cuarenta dólares a la semana, ven que de hecho se les pide que trabajen por diez dólares a la semana tan sólo, puesto que el resto pueden obtenerlo sin hacer nada.
Cabría pensar en la posibilidad de escapar a estas consecuencias ofreciendo ese socorro en forma de trabajo remunerado, en lugar de hacerlo a cambio de nada; pero esto es tan sólo cambiar la naturaleza de las repercusiones. La asistencia en forma de trabajo significa pagar a los beneficiarios más de lo que el mercado hubiera ofrecido libremente. Por tanto, sólo una parte del salario de ayuda proviene de su actividad (ejercida, por lo general, en trabajos de dudosa utilidad), mientras que el resto es una limosna disfrazada.
Probablemente hubiera sido mejor, en todo evento que el Estado, inicialmente, hubiera subvencionado francamente el sueldo percibido en las tareas privadas que ya venían realizando. No queremos alargar más este asunto, pues nos llevaría al examen de cuestiones que de momento no interesan. Ahora bien, conviene tener presentes las dificultades y consecuencias de los subsidios al considerar la promulgación de leyes del salario mínimo o el incremento de los mínimos ya fijados.
De cuanto antecede no se pretende deducir la imposibilidad de elevar los salarios. Lo único que se desea es señalar que el método aparentemente sencillo de incrementarlo mediante disposiciones del poder público es el camino peor y más equivocado.
Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor filantropía de los primeros, sino su mayor impaciencia. No se trata de si deseamos o no el mayor bienestar económico posible para todos. Entre hombres de buena voluntad tal objetivo ha de darse por descontado. La verdadera cuestión se refiere a los medios adecuados para conseguirlo, y al tratar de dar una respuesta a tal cuestión, no el lícito olvidar unas cuantas verdades elementales; no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.
La mejor manera de elevar, por lo tanto, los salarios es incrementando la productividad del trabajo. Tal finalidad puede alcanzarse acudiendo a distintos métodos: por una mayor acumulación de capital, es decir, mediante un aumento de las máquinas que ayudan al obrero en su tarea; por nuevos inventos y mejoras técnicas; por una dirección más eficaz por parte de los empresarios; por mayor aplicación y eficiencia por parte de los obreros; por una mejor formación y adiestramiento profesional. Cuanto más produce el individuo, tanto más acrecienta la riqueza de toda la comunidad. Cuanto más produce, tanto más valiosos son sus servicios para los consumidores y, por lo tanto, para los empresarios. Y cuanto mayor es su valor para el empresario, mejor le pagarán. Los salarios reales tienen su origen en la producción, no en los decretos y órdenes ministeriales.
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