Buscar este blog

martes, 23 de febrero de 2016

El papa y el lujo



Hace unos días, en la tradicional misa del Gallo, el papa Francisco volvió a arremeter contra el lujo y a exaltar la pobreza, condenando actitudes como la mundanidad o el exhibicionismo. Una vez más lanzó al mundo un mensaje de rechazo a los valores que llevan varios siglos provocando un progreso tecnológico y un avance del bienestar sin precedentes en la Historia humana. Esos valores son los valores capitalistas. Uno de ellos es la superioridad de la razón, de la comprobación material de las cosas y la deducción basada en la lógica. Otro es la excelencia que sólo puede darse por contraste, por lo que requiere competir en libertad, emular al exitoso, trazar alianzas de colaboración y desarrollar el ingenio para ser ágil frente al grande. Y otro de esos valores es el lucro libre —con la consiguiente movilidad social—, proscrito desde tiempo inmemorial por organizaciones religiosas como la de Francisco y muchas otras, y también por ideologías como el conservadurismo tradicionalista y estamental o como —ya en la época contemporánea— el marxismo y todas sus derivaciones.

Con todo el respeto profundo que me merecen mis amigos católicos, cada vez que oigo a Francisco decir estas cosas no puedo sino volver la vista hacia ellos, expectante, para ver si reaccionan y hacen algo al respecto en el seno de su iglesia, ya que a todos nos afecta porque indudablemente sigue siendo muy alta la influencia de esa importantísima institución en gran parte del mundo. Esta vez ha condenado el “exhibicionismo”, entiendo de que de los bienes materiales logrados y sobre todo de aquellos considerados de lujo —consideración que es siempre subjetiva, claro—. Pues bien, yo sostengo que ese “exhibicionismo” y por supuesto el lujo cumplen una gran labor social.
Exhibir lo logrado es muy útil para que otros, si son más inteligentes que envidiosos, se esfuercen por comprender cómo se consiguió y lo intenten también
Va contra la naturaleza humana proscribir la “mundanidad”. Ya desde la prehistoria los hombres y mujeres se acicalaban para poner en valor lo mejor de su aspecto físico, y presumían de su ingenio, o de sus éxitos en la caza o en la recolección, o en la construcción; y ostentaban las riquezas que habían conquistado u obtenido por intercambio. Exhibir lo logrado es muy útil para que otros, si son más inteligentes que envidiosos —el pecado capital de envidia no parece preocupar tanto a Francisco—, se esfuercen por comprender cómo se consiguió y lo intenten también, emprendiendo para ello acciones que generalmente terminarán beneficiando al conjunto de la sociedad.

El lujo contribuye a ese acicate. La tenencia y ostentación de determinados objetos o el disfrute de algunos servicios sirve además como banco de pruebas. Hace quince años una gran pantalla de plasma era un lujo cuyo precio resultaba prohibitivo para la gran mayoría. Lo que Francisco —como si se tratara de un podemita—, no parece comprender es que, gracias a la minoría que compró esa pantalla en ese momento para fardar (“exhibicionismo”) en sus soirées “mundanas”, la tecnología pudo progresar, perfeccionarse y abaratarse, y hoy el ciudadano medio dispone de ese mismo aparato, que ya no constituye un condenable y pecaminoso “lujo”. Los consumidores de lujo son con frecuencia early adopters que ayudan al resto de la sociedad financiando y probando antes que nadie cosas que luego funcionarán o no.

El lujo en sí mismo no es ni bueno ni malo. Sería muy de agradecer que los líderes religiosos diferenciaran entre el lujo conseguido mediante la creación, el esfuerzo y el ingenio en el intercambio voluntario, y el lujo obtenido mediante la coerción o el privilegio regulatorio. Este último sí es condenable, y siempre hay un Estado detrás. Los lujosos cochazos del Estado de la Ciudad del Vaticano llevan la matrícula SCV, y los romanos dicen con ironía que en realidad significa “se Cristo vedesse” (“si lo viera Cristo”). Francisco pontifica contra esas cosas y presume de llevar una vida más austera que sus predecesores, pero cuando ataca al capitalismo está buscando el enemigo donde no se encuentra, y mejor haría en mirar hacia el Estado: ahí es donde se originan generalmente los incentivos perversos para alcanzar logros sin esfuerzo mediante decisiones oficiales a expensas de la gente productiva. El Estado es el reino del cohecho, de la regulación injusta, de la exacción fiscal empobrecedora y del reparto arbitrario del producto de nuestro esfuerzo, pero del Estado no dice nada Francisco.
El capitalismo de libre mercado es el sistema de economía política más social y solidario que existe
El capitalismo de libre mercado es el sistema de economía política más social y solidario que existe. Es el más social porque no viene impuesto por una arrogante élite de funcionarios, sino que emerge de la propia base de la sociedad y se articula mediante miles de planes individuales de emprendimiento que se cruzan e interactúan espontáneamente. Es el más solidario porque en él se produce el éxito (y con él tal vez el “lujo” y su “mundana” “exhibición”) como resultado del esfuerzo intelectual, de la innovación, del riesgo, de la creatividad. En el capitalismo, para prosperar hay que emprender, emplear o trabajar para otros, esforzarse y mejorar lo que antes se hacía de otra forma o comenzar a hacer lo que antes no se hacía. En el capitalismo, al perseguir los fines propios por medios honorables, es muy frecuente producir avances que otros emularán y que terminarán llegando, capilarmente, a toda la sociedad. En el capitalismo algunos viven con lujos pero todos vivimos mejor. En los modelos de sociedad estática y estamental que proponen quienes exaltan la pobreza desde cualquier rincón del mapa de las ideas y creencias, sólo hay espacio para una existencia gris de privaciones y sufrimiento a la espera de que nos vaya mejor… en otra vida. Pues no sé ustedes, pero yo me quedo con el capitalismo y “exhibiré” en esta vida mis pocos o muchos “lujos” con toda la “mundanidad” que me dé la gana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario