Como en otras asignaturas del Máster en Economía UFM-OMMA, fue la primera vez que estudié Historia del Pensamiento Económico: el único libro que había ojeado al respecto antes de estas clases era el de Rothbard, y sólo el primer volumen…
Claro, sí, conocía a la mayoría de los autores como conoces a los futbolistas antes de un mundial: bastante (nunca completamente) a los de tu selección, un poco menos a los que juegan en tus ligas favoritas y poco (o nada) a los que juegan muy lejos.
Quizás por eso, las sesiones impartidas por el profesor Carlos Rodríguez Braun dejaron en mí una huella imborrable: jamás olvidaré su apostilla a uno de mis comentarios en el chat. En una de sus sesiones acerca de la Escuela Clásica, yo escribí algo así como “no todos los clásicos estaban equivocados”, a lo que el profesor Rodriguez Braun contestó: “y los que lo estuvieron, ¡no lo estuvieron en todo!”.
Como esta serie siempre ha pretendido ser mi valoración personal sobre lo que aprendí, me voy a permitir otro juicio de valor más. Si Hazlitt fue el gran divulgador del liberalismo en lengua inglesa cuando no éramos muy populares en pleno siglo XX, sostengo que Rodríguez Braun es su mejor discípulo en español a ambos lados del Atlántico: sus clases fueron sencillamente brillantes, no sólo por su erudición, por su capacidad de síntesis o por su habilidad para hacer una presentación sin una sola diapositiva, sino fundamentalmente, por hacerlas tan amenas. Los que hacemos presentaciones en público, sabemos lo difícil que es conseguir mantener la atención de nuestra audiencia. No es necesario decir que me considero un afortunado por haberlo disfrutado como alumno.
A veces, los liberales olvidamos uno de los consejos más importantes de nuestro admirado Mises: “Lean todo lo que sus profesores les indican leer. Pero no lean sólo eso. Lean más. Lean todo acerca de un tema, desde todos los puntos de vista, ya sean socialista-marxista, intervencionista o liberal. Lean con mente abierta. Aprendan a pensar. Sólo cuando conozcan su campo desde todos los ángulos podrán decidir qué es correcto y qué es falso. Sólo entonces estarán preparados para responder a todas las preguntas, inclusive las que les hagan sus opositores”.
Sirva como ejemplo la paradoja del agua y los diamantes: sabemos que los economistas clásicos no tenían una buena teoría del valor y no pudieron explicar por qué el precio de los últimos era mucho más alto, aunque el hombre no podía vivir sin la primera. Que Adam Smith no se diera cuenta de que valoramos más los diamantes que el agua porque no estamos renunciando a todos los diamantes o a todo el agua (en cuyo caso, el agua sí tendría un valor mucho mayor que el de los diamantes), no significa que toda su obra sea errónea, su literatura incoherente o su reconocimiento injustificado y sobrevalorado.
Por eso me pareció tan revelador que el profesor Rodríguez Braun se alejara de cualquier tipo de dogmatismo intelectual, algo que, por otra parte, fue una constante en todos los profesores del máster: de ahí su enorme valor académico.
Sus clases comenzaron explicando qué condiciones tiene que cumplir una escuela económica para ser considerada como tal y por qué empezar este recorrido histórico por la Escuela Clásica: acotada en el tiempo (aproximadamente desde 1776 hasta 1870), en un lugar concreto (fenómeno fundamentalmente británico con la notable excepción de Jean-Baptiste Say en Francia), con un nexo de unión entre sus fundadores (el Political Economy Club de Londres, por ejemplo) y unos cuantos textos fundamentales (La riqueza de las naciones o Principios de economía política y tributación).
Sin embargo, a pesar de esos parámetros comunes, en algunos casos tuve la sensación de que se repetían las rencillas personales, por utilizar un eufemismo, de los irrepetibles escritores españoles del Siglo de Oro: David Ricardo siempre intentando encontrar los puntos débiles de Adam Smith, Nassau William Senior objetando las catastróficas consecuencias demográficas de Malthus, John Stuart Mill rebatiendo la Ley de Say en el caso del dinero,…
Y es que el pensamiento de los economistas clásicos no era homogéneo: el valor para Adam Smith dependía de la producción y para David Ricardo del trabajo, pero Say, Senior, Longfield o Lloyd, por ejemplo, se acercaron mucho al concepto subjetivo del valor que dio origen a la Revolución Marginal de Carl Menger, William Stanley Jevons y Léon Walras a partir de 1871, si bien es cierto que no consiguieron formular correctamente la diferencia entre utilidad total y utilidad marginal que he mencionado anteriormente en el caso del agua y los diamantes. O la visión que tenían del comercio internacional: para Smith, siempre prevalecía la ventaja absoluta (comprar fuera si cuesta menos que producir dentro), mientras que Ricardo consideraba que dependía de las ventajas comparativas, aunque siempre fuera más barato comprar fuera que producir dentro.
Esa heterogeneidad es la que, en mi opinión, no permite usar una clasificación binaria de ceros y unos (buenos y malos, acertados y equivocados) con la Escuela Clásica: por supuesto, me identifico con los de mi equipo (Say), pero ahora puedo reconocer las virtudes y los errores de otros que antes conocía menos (Smith, Ricardo, Malthus, los Mill, padre e hijo) y, sobre todo, apreciar a algunos que eran para mí grandes desconocidos (Senior).
Sí me gustaría hacer una excepción con Karl Marx, al que debemos, precisamente, la denominación de dicha escuela como clásica. No cabe alejarse de dogmatismos con el economista bajo cuya siniestra y cruel influencia vivieron casi un tercio de los seres humanos durante demasiado tiempo en el siglo XX, aunque a algunos no les debió de parecer bastante en vista de que, ya en el siglo XXI, no quieren que se acabe la pesadilla allí donde no cayó ningún muro (Cuba, Corea del Norte) y quieren levantar uno donde no lo hubo (España).
Con matices, podemos decir que los autores clásicos fueron liberales, sobre todo en su sentido comercial: es innegable que se opusieron al mercantilismo, denunciaron los privilegios monopolísticos, las protecciones arancelarias, el control de precios, etc. Pero no lo fueron tanto en la limitación del Estado: si aceptamos que Marx perteneció a la misma escuela que Smith, algo que a mí ya me parece discutible, creo que el marxismo es la consecuencia de la imposibilidad de contener al leviatán de Hobbes, pero el tumor ya se encontraba en el socialismo de John Stuart Mill dentro de la Escuela Clásica.
Tiempo habrá para hablar del socialismo real y su aplicación en otra asignatura del máster: baste decir aquí que la teoría marxista fue refutada por Eugen von Böhm-Bawerk, discípulo de Menger, uno de los padres de esa Revolución Marginal mencionada anteriormente. Con el profesor Rodriguez Braun entendí cómo dicha revolución dio lugar a la Escuela Austríaca y a la Escuela Neoclásica.
El profesor José Ignacio del Castillo continuó la senda austríaca (Wieser, Philippovich) hasta la generación de Schumpeter y, por supuesto, Mises. También analizó las causas económicas de la guerra según la teoría marxista (subconsumo, conflicto entre monopolios) y su correspondiente refutación.
Juan Ramón Rallo completó una terna de profesores excelente: el profesor Rallo abarcó toda la teoría monetaria previa a la Revolución Marginal (desde los mercantilistas hasta el debate entre la Escuela Bancaria y la Escuela Monetaria), el intervencionismo de John Maynard Keynes y las doctrinas monetarias de la Escuela de Chicago de Milton Friedman e Irving Fisher.
He vuelto a leer muchas veces apuntes, presentaciones y artículos de esta asignatura para entender mejor algunos comentarios o referencias a tal o cual escuela económica: el mejor resumen con el que puedo terminar es que, al hacerlo, siempre aclaré todas mis dudas.
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