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martes, 23 de febrero de 2016

¿Qué le pasa a la economía global?


¿Qué le pasa a la economía global? Desde que se iniciara el año, los mercados financieros no han dejado de convulsionar. La inflación no aparece, a pesar de los enormes intentos por parte de los bancos centrales de medio mundo. La mayoría de los países occidentales muestran tasas de crecimiento débiles. En Estados Unidos, la subida de tipos de hace dos meses parece que de momento va a ser anecdótica, mientras la nueva normalidad van a ser, por el contrario, los tipos negativos.

Algunos señalan como causa de tales males las mismas políticas monetarias que ayudaron a evitar una mayor debacle. Aunque es cierto que tales políticas van a generar volatilidad en los mercados, es muy difícil argumentar tal causa sin tener que apelar a otras “más profundas”. Otros hablan de crisis de balances: la elevada deuda y el necesario desempalancamiento nos obliga a dedicar recursos para reducirla. Sin embargo, otros períodos históricos se han caracterizado por mayores niveles de endeudamiento y sin embargo han convivido con tasas de crecimiento más intensas.
El Estancamiento Secular es objeto de debate y discusión entre economistas de todo el mundo
Aunque estas explicaciones pueden llevar razón, existe al menos otra hipótesis (complementaria, no sustitutiva) que comienza a cobrar forma en los últimos meses. En este caso me refiero a la hipótesis, poco original, del Estancamiento Secular, objeto de debate y discusión entre economistas de todo el mundo.

Y digo poco original porque tal hipótesis ya fue enunciada hace al menos 80 años. Ya a finales de los años 30 del siglo pasado, el economista Alvin Hansen influenciado por la entonces débil expansión de la economía norteamericana, expuso su hipótesis del estancamiento secular. Esta hipótesis venía a argumentar que el crecimiento económico moderado que Estados Unidos parecía mostrar incluso años después de 1929, se podría explicar por el escaso avance tecnológico de la época así como el moderado crecimiento de la población. Aunque es evidente que se equivocó, es de justicia mencionar que no tuvo la posibilidad de prever el efecto que la Segunda Guerra Mundial tendría en las economías occidentales, especialmente a través del avance tecnológico posterior. Tampoco pudo adelantar el auge del comercio internacional gracias a los acuerdos de liberalización, ni la estabilidad financiera con la que Bretton Woods dotó al sistema monetario internacional hasta los años setenta. En consecuencia, el fulgurante capitalismo “amable” de los años cincuenta y sesenta relegaron las predicciones de Hansen al olvido.

Sin embargo, desde hace dos años, impulsado por Lawrence Summers, esta hipótesis ha encontrado un nuevo hueco en el debate académico. De nuevo, y al igual que ocurriera en los años posteriores a la Gran Depresión, tanto Estados Unidos como Europa y numerosos países emergentes muestran decepcionantes tasas de crecimiento de la producción, a todas luces inferiores a las que registraran en décadas anteriores. Al igual que Hansen en su momento, Summers puntualiza que existen inquietantes señales de base estructural que podrían justificar e incluso explicar tan oscura predicción.
La desigualdad provoca un aumento del ahorro a la vez que un menor crecimiento del consumo, y en consecuencia de la demanda
Muchas son estas posibles razones. Sin embargo, la que más adeptos encuentra es aquella que se centra en la debilidad de la demanda, en particular consumo e inversión. Así, en primer lugar, se señala el bajo crecimiento de la inversión desde 2008, comparado con el vigor que mostraba antaño. Las explicaciones expuestas son variadas, pero la que más consenso suscita señala a la caída del crecimiento potencial de la economía estadounidense (y del resto de países por extensión) y en consecuencia de la rentabilidad a largo plazo de los proyectos de inversión, y cuya tendencia descendente se observa ya desde finales de los años ochenta. La explicación habría que centrarla principalmente en dos razones. En primer lugar, un cambio tecnológico que, aunque detonante de la última revolución tecnológica, no parece trasladarse a aumentos significativos e importantes de la productividad. En segundo lugar, por la propia debilidad del consumo y que a su vez tendría sus propias razones. Por un lado, el aumento de la desigualdad, en parte explicado por el mismo cambio tecnológico, la globalización y cambios institucionales, y que eleva la propensión marginal a ahorrar de las familias, pues renta y riqueza se concentran en aquellas manos que menos gastan, los más pudientes. La desigualdad provoca así un aumento del ahorro a la vez que un menor crecimiento del consumo, y en consecuencia de la demanda. Por otro lado, a la desigualdad debemos sumar el envejecimiento de la población, que al igual que la primera, eleva la preferencia por el ahorro, aunque dependiendo de la estructura demográfica de partida de cada país, además de reducir el crecimiento poblacional, lo que de nuevo afecta a la rentabilidad a largo plazo de las inversiones.

Todas estas razones estarían generando dos hechos diferentes, pero con similar origen y evolución paralela. Por un lado, como se ha dicho, la debilidad de la demanda explicaría una caída del crecimiento potencial. Por otro lado, el aumento de la desigualdad y del envejecimiento de la población aumentaría las preferencias por el ahorro. El aumento de la oferta de fondos de ahorros unido a la frágil inversión reduciría la rentabilidad de los proyectos de inversión hacia niveles extraordinariamente bajos. Si a esto unimos además que gran parte de los nuevos tipos de negocios poseen necesidades de capital mucho menores al de las industrias tradicionales, obtenemos una combinación que en consecuencia reduce la menor rentabilidad de la inversión y desincentiva su acometido.
Deben ser las reformas estructurales y las políticas de oferta, de educación y de eficiencia, las que permitan "redirigir" a las economías hacia la senda de crecimiento fuerte y sostenido
Dada esta situación, ¿nos enfrentamos a un destino del cuál no es posible escapar? ¿Son posibles políticas económicas que permitan revertir la tendencia? Las respuestas a tales preguntas son, respectivamente, no necesariamente y sí. Sin embargo es aquí donde el consenso entre los economistas parece diluirse. Así, por un lado, economistas liderados por el propio Summers junto con el premio nobel Paul Krugman, defienden una clara y decidida acción de los gobiernos para que sean ellos los que sustituyan a los mercados en su papel de inversión. Más aún, Narayana Kocherlakota, expresidente de la Reserva Federal de Minneapolis, defiende una política fiscal claramente expansiva con el apoyo de una política monetaria acomodaticia, lo que permitiría elevar la oferta de activos financieros seguros, por el que tanto apetito existe, elevando de este modo la rentabilidad. Por otro lado, otros economistas consideran que un posible estancamiento secular no es posible resolverlo mediante estímulos fiscales y monetarios, defendiendo por ello políticas de oferta. Deben ser por lo tanto las reformas estructurales y las políticas de oferta, de educación y de eficiencia, las que permitan "redirigir" a las economías hacia la senda de crecimiento fuerte y sostenido.

En conclusión, emerge de nuevo el fantasma del estancamiento secular, siendo la debilidad de demanda la explicación preferida por la academia. La solución para muchos sería apostar por una decidida política de demanda expansiva. Para otros, que aún siendo la demanda la culpable, el débil crecimiento no puede resolverse con estímulos de demanda ad infinitum y defienden una política de oferta. Sea lo que fuere, resulta excitante e interesante no solo el debate surgido sobre esta cuestión sino además sobre si realmente entramos en un futuro algo más pesimista tal y como los ejercicios de proyección nos quieren hacer ver.

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