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viernes, 12 de febrero de 2016

Acabemos con las puertas giratorias




Las puertas giratorias son un fenómeno completamente generalizado en el panorama político-empresarial español: esta misma semana, sin ir más lejos, las socialistas Trinidad Jiménez y Elena Salgado pasaron a formar parte del Consejo de Administración de Telefónica y de Nueva Pescanova. La crítica a las puertas giratorias ha constituido, de hecho, uno de los principales argumentos de Podemoscontra las instituciones políticas españolas: el contubernio entre la casta gobernante y la casta corporativa ha alumbrado una oligarquía de élites extractivas que está parasitando y rapiñado al conjunto de la ciudadanía española.

Una de las soluciones que ha planteado la formación morada contra esta alianza político-empresarial es la prohibición misma de las puertas giratorias: es decir, impedir que las personas que han desempeñado altas funciones dentro del gobierno se reciclen profesionalmente en empresas del sector al que han estado regulando. Mas, por los motivos que a continuación vamos a exponer, esta presunta solución no ataca los verdaderos problemas de fondo y, a la hora de la verdad, genera otros nuevos y graves vicios.

Puertas giratorias: corrupción legalizada y en diferido

Si un político en activo emplea el BOE para privilegiar a un empresario a cambio de una mordida, hablamos indudablemente de corrupción: el mandatario está instrumentando su poder político en beneficio propio y en contra de la sociedad. En cambio, si un gobernante en activo privilegia a un empresario a través del BOE y se cobra la mordida años después en forma de un elevado sueldo dentro de su consejo de administración, entonces hablamos de puertas giratorias. A saber, de corrupción legalizada y en diferido.

Esta corrupción legalizada y en diferido a través de las puertas giratorias no sólo es reprochable por el injusto abuso de poder que implica, sino que también por los enormes problemas de eficiencia en la distribución de los recursos que acarrea: a saber, los beneficios y las pérdidas dentro de nuestra economía pasan a ser asignados por el arbitrario capricho de unos políticos preocupados por satisfacersus necesidades en lugar de a través del proceso de competencia empresarial dirigido a satisfacer las necesidades de los ciudadanos.

Por supuesto, la única razón por la que una empresa puede contratar a un ex político no es que le haya prestado favores en el pasado: el político podría ser un buen gestor, poseer valiosas habilidades sociales como relaciones públicas, haber entablado contactos valiosos durante su etapa como gobernante o disponer de un profundo conocimiento del sector. Ahora bien, que pueda haber buenos o legítimos motivos para contratar a un ex político como directivo no significa que la mayoría de contrataciones actuales se amparen en tales buenos motivos o que, en todo caso, no existan, dentro del mercado actual, poderosos incentivos perversos a que una parte significativa de las contrataciones se vean influidas por esta corrupción legalizada y en diferido.

Una mala solución: prohibir las puertas giratorias

Combatir las enfermedades atacando sus síntomas en lugar de sus causas profundas es un error. Y eso es lo que tratamos de hacer con las puertas giratorias: en lugar de preocuparnos por el exceso de poder político arbitrario que nuestros gobernantes tienden a monetizar a través de su contubernio con el sector privado, optamos por mantener el exceso de poder político poniendo obstáculos a esa monetización. Pero, como decíamos, atacar los síntomas en lugar de las causas profundas genera otro tipo de problemas que pueden ser tan o más graves que aquellos que se pretenden solventar.

Primero, impedir que un ex político integre el consejo de administración de una empresa ubicada en un sector que reguló durante su mandato apenas limita las posibilidades para la corrupción en diferido. A la postre, las puertas giratorias no son un fenómeno que afecte a políticos individuales y aislados, sino que son favores otorgados a posteriori y de manera recurrente a bandas organizadas de mandatarios (partidos políticos). En este sentido, nada más sencillo que burlar el tipo de restricciones competenciales o temporales a las puertas giratorias. Si, por ejemplo, prohibimos que un ministro participe en un consejo de administración hasta cinco años después de dejar su cargo, basta con que lo integre al sexto año (si la empresa incumple con esta práctica, estará señalizando ante el resto de miembros del partido en el poder que no es un socio fiable al que prestarle favores a través del BOE). Si, en cambio, prohibimos que el ministro de Sanidad integre el consejo de administración de una empresa farmacéutica que se ha visto afectada por sus regulaciones, nada más sencillo que intercambiar cromos con otro ministerio: si el ministro de Sanidad le otorga favores a la farmacéutica y el de Fomento a una constructora, basta con que posteriormente el antiguo ministro de Sanidad integre el consejo de la constructora y el de Fomento el de la farmacéutica (de hecho, Trinidad Jiménez fue ministra de Sanidad, de manera que esta restricción no habría evitado que formara parte del equipo directivo de Telefónica).

Segundo, en caso de que sí fuéramos capaces de evitar eficazmente que los políticos transiten desde la función pública al sector privado, ¿qué hacemos con los políticos una vez abandonan el poder? Si entrar en política lleva aparejados costes leoninos para el futuro profesional del antiguo gobernante —esto es, un régimen de incompatibilidades muy severo—, entonces una de dos: o compensamos a los gobernantes con enormes remuneraciones públicas durante y después de su vida política (sueldos muy altos, jubilación dorada, permanencia indefinida dentro del entramado político, etc.) o aceptamos un deterioro todavía mayor de la cualificación del personal que se dedique a la política. Alternativamente, el gobernante tratará de rentabilizar fuera de la ley su paso por la vida política (corrupción) para cobrarse suficientemente los servicios prestados.

Es decir, aunque lográramos evitar el parasitismo de los políticos instrumentado a través de las puertas giratorias, tan sólo nos veríamos abocados a una nueva modalidad de parasitismo instrumentada o a través del reparto legal de elevados emolumentos (sueldos y prebendas desproporcionadas) o a través del acceso ilegal a los recursos públicos (corrupción). Aunque, ciertamente, existe otra posibilidad que es la que parece que algunos partidos políticos ambicionan: que la única puerta giratoria legalizada sea la existente entre el gobierno y la administración pública.

La puerta giratoria de la que nadie habla: la función pública

Muchos de nuestros políticos son funcionarios de carrera (registradores de la propiedad, abogados del Estado, técnicos comerciales del Estado, profesores de universidad, etc.): es decir, reclaman una excedencia de su plaza garantizada, se dedican tanto tiempo como gusten a la vida política y, con posterioridad, regresan a la plaza que el sistema les ha reservado. La puerta giratoria discurre desde la administración al gobierno y desde el gobierno a la administración.

Los problemas asociados a esta puerta giratoria interna al entramado estatal son esencialmente los mismos que los que se dan en las puertas giratorias entre el gobierno y determinadas organizaciones corporativas: abuso de poder político para otorgar beneficios a determinados grupos de presión (una empresa o una agrupación de funcionarios y burócratas) que ulteriormente redundarán en provecho privativo del propio político (en tanto en cuanto él forma parte del cuerpo funcionarial al que está favoreciendo) a costa del resto de la sociedad.

En la medida en que se pretende dificultar el circuito desde el sector privado al gobierno y desde el gobierno al sector privado, lo que se está silenciosamente potenciando es que sólo puedan dedicarse a la política aquellas personas que ya tengan su vida laboral resuelta con una plaza en la administración. Pero, en tal caso, no solventaremos los problemas de abuso de poder y de asignación distorsionada de los recursos que son propios de las puertas giratorias: sólo transitaremos desde un modelo de explotación basado en un Estado corporativo (donde las prebendas se otorgan a lobbies empresariales) a otro basado en un Estado burocratizado(donde las prebendas se otorgan a lobbies funcionariales). La víctima, sin embargo, seguirá siendo la misma: el ciudadano parasitado por las nuevas o viejas élites extractivas.

La verdadera solución: reducir el poder del Estado

Las puertas giratorias son la consecuencia del exceso de poder en manos de nuestros políticos. Éstos gozan de la legitimidad socialmente reconocida para imponer pérdidas y repartir ganancias al margen del proceso competitivo, descentralizado y voluntario del libre mercado: basta con que escriban en el BOE quiénes desean que carguen con los costes y quiénes pretenden que reciban los beneficios para que semejante redistribución se produzca.

La amplitud y la profundidad de ese poder es enorme: no sólo pueden asignar pérdidas y beneficios en casi cualquier área de nuestra sociedad, sino que pueden hacerlo de un modo cuasi ilimitado. Se trata de un inmenso poder que resulta tremendamente valioso para todo aquel que logre capitalizarlo en su provecho. Sólo necesitamos efectuar el siguiente ejercicio mental: si sacáramos a pública subasta el derecho a insertar un párrafo —cualquier párrafo— en el BOE, ¿qué precio alcanzaría? Evidentemente, todos los lobbies habidos y por haber se movilizarían para comprar ese párrafo a importes absolutamente desproporcionados para aprobar algún tipo de prebenda que les reporte ganancias todavía más desproporcionadas.

En la actualidad, los párrafos del BOE no se subastan oficialmente. Los políticos son quienes poseen el derecho presuntamente intransferible a redactar las normas con una única limitación: no pueden instrumentarlas directamente en beneficio propio. Pero esa limitación no impide que los políticos empleen su derecho a escribir en el BOE en la promoción del lucro ajeno y que, justo por eso, traten de vender semejante privilegio al mejor postor. Las puertas giratorias son sólo una forma de pago diferido e indirecto por la compra de ese derecho.

Ante esta realidad, podemos recurrir a dos estrategias: o dificultar los mecanismos con los que cuentan los políticos para cobrar por la venta a terceros de sus privilegios o limitar enormemente el privilegio político de asignar pérdidas y ganancias mediante el uso del BOE.

La primera estrategia está condenada al fracaso, por cuanto pretende ponerle puertas al campo (los políticos terminarán cobrándose de un modo u otro), genera otros problemas nuevos (la monetización de su poder político intentará canalizarse por otras vías: por ejemplo, mayores sueldos y jubilaciones por cargos públicos) o se aplica de manera asimétrica (la venta de sus derechos políticos a las burocracias funcionariales no pretende limitarse de ningún modo).

La segunda estrategia es la que realmente tiene opciones de éxito sin efectos secundarios adversos: limitar el poder político y, por tanto, la capacidad de estos para asignar pérdidas y ganancias al margen del mercado. Si reducimos la amplitud y la profundidad de competencias de nuestros gobernantes, éstos no podrán vender sus favores a terceros porque, simplemente, carecerán del derecho político a prestar favores a terceros. En tal caso, los gobernantes simplemente serán gestores taciturnos de un conjunto de asuntos tan extremadamente reducido que a nadie le interesará capturarlos (los lobbies se marchitarían rápidamente en un mercado libre).

Sí, acabemos con todas aquellas puertas giratorias que sean una modalidad de corrupción legalizada y en diferido: pero acabemos con ellas vaciando de poder a nuestros políticos. La alternativa de Podemos es simplemente desastrosa: mantener (o ampliar) las potestades de nuestros políticos confiando ingenuamente en que no abusarán de ese enorme poder para favorecer a sus lobbies preferidos… incluido aquel lobby del que nadie habla —la burocracia estatal— y al que casualmente se adscriben la mayoría de sus miembros. Engordemos y resabiemos a la bestia con la promesa de que, ahora sí, se portará bien.



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