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viernes, 6 de noviembre de 2015

El BCE, correveidile del sector financiero

 
 
 
Según publicaba recientemente el Financial Times, los miembros del Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo se reunieron con representantes de diversas entidades financieras días antes de que adoptaran decisiones claves en materia de política monetaria.
 
Aunque el BCE enmarca tales encuentros en la normalidad institucional dirigida a relatar el desarrollo práctico de sus herramientas de política monetaria y aunque las autoridades del instituto emisor prometen no haber revelado información sensible a sus interlocutores, este tipo de prácticas constituyen un más que evidente caldo de cultivo para la corrupción y el latrocinio entre los círculos financieros cercanos al poder. Si, como es sobradamente sabido, los bancos centrales son capaces de mover el mercado merced a los privilegios que les otorgan los Estados, disfrutar de acceso previo y exclusivo a sus decisiones de política monetaria necesariamente habrá de proporcionar notables ganancias.
 
Por ejemplo, tomemos el caso de BlackRock, la mayor gestora de activos del mundo. Según las actas del BCE, el representante francés en el Consejo de Gobierno del BCE, Benoît Cœuré, se reunió con miembros de esta agencia el día antes de que el banco central comunicara públicamente los detalles de su programa de flexibilización cuantitativa (volumen total de compras, tipos de activos adquiridos, duración del programa, etc.). O fijémonos en Pimco, la mayor gestora de productos de renta fija del mundo, la cual se reunió el 25 de junio con Vítor Constâncio y Peter Praet, representantes luso y belga en el Consejo de Gobierno del BCE, esto es, en plena crisis financiera griega.
 
Imaginemos por un momento cuán crucial resulta para estos gestores conocer —o siquiera llegara intuir a partir de los comentarios entre líneas de los consejeros— cuáles van a ser las líneas de actuación del banco central y, por tanto, cuáles van a ser los movimientos generales del resto del mercado: a saber, conocer si se va a dejar caer a las entidades griegas o si la magnitud de las compras de activos desbordarán las estimaciones presentes del resto de analistas. Pues eso es lo que les sirven en bandeja de plata los más altos burócratas del monopolio monetario europeo a las principales instituciones financieras privadas.
 
Acaso se diga que la solución a semejante contubernio pasa por prohibir las reuniones entre miembros del BCE y los representantes de estas instituciones financieras (tal como sucede, por ejemplo, con el Banco de Inglaterra). Mas existen obvias dificultades prácticas a poner barreras efectivas a tan extenso campo: si el BCE quiere transmitir algún tipo de mensaje velado a alguna de sus miles de entidades supervisadas, terminará pudiendo hacerlo sin luces ni taquígrafos.
 
Es más, la propia filosofía subyacente a la implementación de la política monetaria de los bancos centrales parece aconsejar que este tipo de reuniones sí tengan lugar (tal como alega el BCE para justificarlas): en la actualidad, la política monetaria de todos los bancos centrales se orienta esencialmente a influir en las expectativas de los inversores y, como es obvio, su capacidad de influencia es mayor cuando se les transmite directamente a esos grandes inversores información confidencial en forma de reuniones bilaterales.
 
En otras palabras, el sistema monetario actual está perversamente estructurado en torno al maridaje entre el banco central y las instituciones financieras: no tiene ninguna lógica tratar de limitar ese maridaje salvando al sistema que lo convierte en esencial para su funcionamiento. Si los bancos centrales toman decisiones que aspiran a alterar el comportamiento de los agentes en una determinada dirección, ¿qué sentido tiene impedir que el banco central se reúna con esos agentes para inquirirles a que, en efecto, adopten semejantes decisiones?
 
Acaso, pues, el vicio básico se halle en la configuración del sistema monetario actual: en el error intelectual de pretender centralizar la dirección financiera de toda una economía en torno a un banco central que impone deliberadamente un rumbo común y único al conjunto de agentes del sistema. Al igual que en el resto de sectores económicos admitimos con normalidad que sea la competencia la que descubra y determine el camino a seguir, lo mismo debería suceder en el ámbito monetario: y, para ello, lo primero que deberíamos hacer es suprimir los monopolios y privilegios monetarios del que goza el banco central y, a través de él, el resto de instituciones privadas con las que confluye en tratos continuados de carácter formal e informal. Las reuniones bilaterales del BCE son el síntoma, no el problema real.

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