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domingo, 3 de mayo de 2015

Ideología e integridad




La campaña de 2016 debería estar dedicada casi por entero a los distintos problemas del país. Los partidos están muy alejados en todo, desde el medio ambiente hasta la política fiscal, pasando por la sanidad, y la historia nos dice que lo que los políticos dicen durante la campaña es una buena guía sobre su posterior forma de gobernar.
No obstante, en los medios de comunicación, muchos intentan centrar la campaña en las personalidades y el carácter. Y la personalidad no es algo que esté del todo fuera de lugar. El próximo presidente seguramente se encontrará con problemas que no están ahora en el programa de nadie, así que es importante saber cómo reaccionará probablemente. Pero el rasgo de la personalidad que más importa no es ese en el que a la prensa le gusta centrarse. De hecho, es un rasgo que intentan suprimir adrede.
Miren, da igual que un candidato sea alguien con quien nos gustaría tomarnos una cerveza. Y tampoco debería importarnos la vida sexual de los políticos, ni en qué se gastan el dinero, a menos que haya ahí un caso de corrupción evidente. No, lo que de verdad deberíamos buscar, en un mundo que no deja de darnos sorpresas desagradables, es la integridad intelectual: que alguien esté dispuesto a afrontar los hechos, aunque no concuerden con sus ideas preconcebidas, y que esté dispuesto a reconocer los errores y cambiar de rumbo.
Y esa es una virtud que escasea. Como podrán imaginar, estoy pensando concretamente en la esfera de la economía, donde las sorpresas desagradables no dejan de llegar. Si nada de lo que ha pasado durante, aproximadamente, los siete últimos años ha trastocado ninguna de sus creencias económicas, es que o no han estado prestando atención, o no han sido sinceros con ustedes mismos.
Las épocas como esta requieren una combinación de actitud abierta —estar dispuestos a admitir ideas diferentes de las nuestras— y determinación para hacer las cosas tan bien como se pueda. Como dijo Franklin Roosevelt en un célebre discurso: “El país exige una experimentación audaz e insistente. Es de sentido común adoptar un método y ponerlo a prueba: si fracasa, reconocerlo con sinceridad y probar otro. Pero, por encima de todo, probar algo”.
Sigo pensando que estas elecciones deberían girar casi por completo en torno a los problemas del país
Sin embargo, lo que vemos en cambio en muchas figuras públicas es el comportamiento que George Orwell describía en uno de sus ensayos: “Creer en cosas que sabemos que no son ciertas y luego, cuando al final se demuestra que estábamos equivocados, retorcer los hechos descaradamente para hacer ver que teníamos razón”. ¿Predije una inflación descontrolada que nunca llegó a materializarse? No pasa nada, el Gobierno está trucando los libros de cuentas y, además, nunca dije lo que dije.
Solo por dejar las cosas claras, no estoy defendiendo el fin de las ideologías políticas, porque eso es imposible. Todos tenemos una ideología, una opinión sobre el modo en que funciona y debería funcionar el mundo. De hecho, los ideólogos más temerarios y peligrosos suelen ser los que creen no estar influidos por ninguna ideología —por ejemplo, los autoproclamados centristas— y, por tanto, no son conscientes de sus propios prejuicios. Lo que deberíamos buscar, en nosotros mismos y en los demás, no es la falta de ideología, sino una mente abierta, dispuesta a plantearse la posibilidad de que haya aspectos de nuestra ideología que sean erróneos.
La prensa, lamento decirlo, tiende a castigar las actitudes abiertas, porque el periodismo centrado en denunciar los errores que se cometen es más fácil y seguro que el análisis político. Hillary Clinton apoyó los acuerdos comerciales en la década de 1990, pero ahora los critica. ¡Es un giro de 180 grados! O, posiblemente, un ejemplo de aprendizaje basado en la experiencia, algo que deberíamos elogiar, no criticar.
¿Y cuál es el estado de la integridad intelectual a estas alturas del ciclo electoral? Pues bastante malo, al menos en lo que respecta al sector republicano. Jeb Bush, por ejemplo, ha declarado que “no se deja influir” en cuestiones de política exterior, pero la lista de asesores que sus colaboradores han hecho circular contiene nombres como el de Paul Wolfowitz, quien predijo que los iraquíes nos recibirían como a libertadores y no muestra indicios de haber aprendido nada del baño de sangre que de hecho tuvo lugar.
Mientras tanto, que yo sepa, ninguna figura republicana importante ha admitido que ninguna de las terribles consecuencias que supuestamente iba a tener la reforma sanitaria —cancelación generalizada de las pólizas existentes, primas desorbitadas, destrucción de empleo— se ha hecho realidad.
El problema es que no estamos hablando solo de equivocarse en asuntos políticos concretos. Estamos hablando de no reconocer jamás ningún error, ni replantearse nunca las opiniones que uno tiene. No ser nunca capaz de decir que uno se ha equivocado es un grave problema de personalidad, aunque las consecuencias de negarse a reconocer los errores solo las sufran unos cuantos. Pero la cobardía moral debería descalificar directamente a cualquiera que se presente a un alto cargo.
Piensen en ello. Imaginemos que, como es muy posible, el próximo presidente acabe enfrentándose a algún tipo de crisis —económica, medioambiental, exterior— no contemplada en su actual filosofía política. De ningún modo querríamos que la labor de responder a una crisis así recayese en alguien que ni siquiera es capaz todavía de admitir que invadir Irak fue un desastre mientras que la reforma sanitaria no lo ha sido.
Sigo pensando que estas elecciones deberían girar casi por completo en torno a los problemas del país. Pero si hay que hablar de la personalidad, hablemos de lo que importa, es decir, de la integridad intelectual.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
© The New York Times Company, 2015.

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