Juan Ramón Rallo
El liberalismo no es la ideología del egoísmo, del individualismo cerril o de la polarización social, sino del respeto a la libertad de cada persona.
Muchos economistas suelen criticar la redistribución coactiva de la
renta por ineficiente: arrebatar la renta a quien la crea y dársela a
otra persona para que no produzca nada reduce la riqueza que
conjuntamente podríamos generar todos. Sin embargo, esta crítica es
marcadamente insuficiente para erigir una oposición fundamentada a la deshonrosa
práctica de quitarle a Pedro para darle a Pablo. A la postre, siempre que
decimos que algo es eficiente, o que no lo es, lo hacemos presuponiendo una
determinada estructura de derechos (¿eficiente para quién?); y, por si fuera
poco, los partidarios de la redistribución coactiva de la renta la han postulado
esencialmente por motivos de justicia, no de eficiencia.
Así, las razones que los distintos filósofos políticos han ofrecido a lo
largo de la historia para justificar la redistribución coactiva de la renta han
sido muy variadas: promover la igualdad (Rawls); anular los efectos de aquella
mala suerte de la que uno no es responsable (Dworkin); potenciar las capacidades
de las personas (Sen); convertir a todo individuo en miembro de pleno derecho de
la comunidad política (Sandel); reforzar el poder de negociación de las partes
para evitar situaciones sociales de dependencia (Pettit); revertir la
explotación del trabajo por parte del capital (Marx); compensar la desigual
apropiación de los recursos naturales (George); compensar el uso lucrativo del
capital social (Hardt y Negri); maximizar el bienestar social (Pigou); combatir
la pobreza (Friedman); respetar las obligaciones comunitarias básicas que nos
son consustanciales (MacIntyre).
En mi nuevo libro, Contra la renta básica, examino todas estas y muchas otras
justificaciones a favor de la redistribución coactiva de la renta (además, le
doy una especial y pormenorizada atención a las defensas intelectuales del
establecimiento de una renta básica universal) para terminar rechazándolas de
plano. No porque los fines que buscan muchas de ellas no sean nobles y loables,
sino porque el medio que propugnan –la coacción contra las libertades
personales– no resulta admisible. En el fondo, lo que todas estas corrientes
filosóficas tienen en común es que no respetan a las personas tal cual son: no
respetan la particularidad de sus proyectos vitales y de sus decisiones
individuales, sino que buscan subordinarlas y someterlas a otros proyectos
sociales reputados como más elevados, pese a que los afectados no han prestado
su consentimiento.
Semejante cheque en blanco a la coacción cuando se trata de
redistribuir la renta nos resulta claramente inadmisible en otros ámbitos,
donde, por fortuna, el respeto real y efectivo a la libertad de las
personas se ha terminado convirtiendo en piedra angular de nuestras sociedades.
Tomemos el caso de la filiación religiosa, un elemento capital en la existencia
de muchos individuos y de muchos grupos como se reconocen como tales
precisamente en función de una fe compartida. Durante siglos, la libertad en
materia de filiación religiosa no ha sido respetada: socialmente se entendía que
la fe era algo demasiado importante como para que cada persona pudiera escoger
en libertad; máxime porque, además, se pensaba que una irrestricta libertad
religiosa podía socavar los pilares básicos de la convivencia comunitaria. Por
fortuna, el liberalismo ganó en Occidente la batalla ideológica a favor de la
tolerancia religiosa y hoy se respeta la libertad para profesar cualesquiera
creencias, incluso para no profesar ninguna.
Ahora bien, los mismos motivos filosóficos que se aducen hoy a favor de la
redistribución coactiva de la renta podrían aducirse a favor de la coacción para
imponer una determinada fe a las personas: a saber, uno podría defender reprimir
la libertad religiosa para promover la universalidad igualitaria de la fe
auténtica, anular los efectos de la mala suerte derivada de haber nacido en una
familia o comunidad no religiosa, potenciar las capacidades de las personas para
vivir la fe y alcanzar la salvación, convertir a toda persona en miembro de
pleno derecho de la comunidad religiosa, reforzar el credo de las personas para
evitar que se vuelvan dependientes de los vicios terrenales o de la propaganda
de falsas religiones, revertir o prevenir la explotación de los santos por parte
de los pecadores, compensar la desigual predisposición natural a experimentar la
fe y por tanto el desigualitario acceso natural a la salvación, compensar al
Creador honrándole por el uso lucrativo que efectuamos en este mundo fruto de su
creación, maximizar el bienestar social en esta vida y en la siguiente, combatir
la pobreza de espíritu o respetar las obligaciones básicas derivadas de la
pertinencia a la comunidad religiosa en la que nos hemos criado.
Las razones anteriores podrán parecernos ridículas, pero nos lo parecen no
porque no posean cierta lógica interna –al mismo nivel que sus pares
argumentarios para defender la redistribución coactiva de la renta–, sino porque
entendemos que no constituyen motivos ni lejanamente suficientes para socavar la
libertad religiosa. Pero conste que no lo entendemos así hoy porque en
este ámbito hemos conseguido otorgar a la libertad el valor que merece, no
porque en ningún momento de nuestra historia muchas personas no abrazaran alguno
de esos argumentos para oponerse a la misma.
El propósito de Contra la renta básica es precisamente el de mostrar que una
comprensión integral de la libertad –no sólo en materia de libre elección de la
fe, sino de libre configuración general de nuestros proyectos vitales– también
vuelve inadmisible la coacción dirigida a quitar a una persona su renta para
dársela a otra. Es decir, el libro reivindica la filosofía política del
liberalismo como el mejor marco ético minimalista para conseguir la coexistencia
pacífica de personas con concepciones muy heterogéneas pero igualmente legítimas
de lo que es y de lo que no es bueno. Y, al hacerlo, trata de demostrar
que las filosofías políticas rivales del liberalismo (socialdemocracia,
republicanismo, comunismo, feminismo o utilitarismo) están equivocadas y que la
redistribución coactiva de la renta es injusta, no por lo que tiene de
redistribución sino por lo que tiene de coactivo (o dicho de otra forma: la
coacción dirigida a atentar contra las libertades personales es injusta
aun cuando tenga el propósito en muchas ocasiones noble de redistribuir la
renta).
Así expuesto, muchos creerán que una sociedad liberal
necesariamente degenera en una desgracia de ley de la selva donde sólo
los más aptos sobreviven pisoteando a un conjunto de masas depauperadas e
incapaces de prosperar en ausencia de una redistribución coactiva de la renta.
Justamente por ello, el libro no sólo explica por qué la coacción para
redistribuir la renta es éticamente rechazable, sino que también expone los
distintos niveles mediante los que una sociedad liberal proporcionaría
asistencia y seguridad a las personas que lo necesitan para evitar que quedaran
descolgadas: en concreto, el ahorro personal y los seguros, las mutualidades, la
filantropía e incluso una subsidiaria y condicionada renta mínima de inserción
estatal (que sí podría hallar encaje dentro del liberalismo con las mismas limitaciones
que exhibe hoy el deber de socorro).
El liberalismo no es la ideología del egoísmo, del
individualismo cerril o de la polarización social. Al contrario: es un marco
básico de convivencia cuya premisa fundamental es el respeto a las libertades de
cada persona pero dentro del cual, y manteniendo ese respeto esencial a la
libertad personal, pueden materializarse la solidaridad, la cooperación y la
fraternidad. Al igual que la oposición a la coacción religiosa no equivale a
querer prohibir las religiones –tampoco las minoritarias–, la oposición a la
redistribución coactiva de la renta no equivale a querer proscribir la ayuda
mutua en sociedad: sólo supone respetar la libertad de cada persona para
desarrollar su vida según su propia jerarquía de valores y su propia concepción
de bien común.
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