La supuesta superioridad del impuesto sobre la renta
Autor: Murray Rothbard
La economía neoclásica ortodoxa hace mucho que mantiene que, desde el punto de vista de los propios contribuyentes, un impuesto de la renta es “mejor” que un impuesto especial sobre una forma particular de consumo, ya que, además de ingreso total obtenido, que se supone que es el mismo en ambos casos, el impuesto especial pone la carga más duramente en un bien de consumo concreto. Por tanto, además de la cantidad total gravada, un impuesto especial desvía y distorsiona el gasto y los recursos alejándolos de los patrones de consumo preferidos por los consumidores. Se recitan las curvas de indiferencia con florituras para dar una pátina científica de geometría a esta demostración.
Sin embargo, como en muchos otros casos en que los economistas se apresuran a juzgar las distintas formas de acción como “buena”, “superior” u “óptima”, las suposiciones de igualdad de condiciones que subyacen esos juicios (por ejemplo, en el caso de que el ingreso total sea el mismo) no siempre se mantienen en la vida real. Así que es indudablemente posible, por razones políticas o de otro tipo, que una forma concreta de impuesto probablemente no genere el mismo ingreso total que otra. La naturaleza de un impuesto concreto podría llevar a un ingreso menor o mayor que otro. Supongamos, por ejemplo, que se abolieran todos los impuestos actuales y que el mismo total se obtenga por un nuevo impuesto por cabeza que obligue a cada habitante de Estados Unidos a pagar una cantidad igual para mantener el gobierno federal, estatal y local. Esto significaría que el ingreso público total existente de Estados Unidos, que estimaremos en 1,38 billones de dólares (y aquí la cifras exactas no importan) tendría que dividirse entre un total aproximado de 243 millones de personas. Lo que significaría que a todo hombre, mujer y niño en Estados Unidos se le obligaría a pagar todos y cada uno de los años 5.680$. Por alguna razón, no creo que una suma así de grande pueda recaudarse por parte de las autoridades, sin que importe cuánto poder de aplicación se conceda a Hacienda. Un ejemplo claro en el que la suposición en igualdad de condiciones se viene abajo flagrantemente.
Pero tenemos a mano un ejemplo más importante, aunque menos dramático. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Hacienda recaudaba en un solo pago de todos los contribuyentes la cantidad completa el día 15 de marzo de cada año. (Más tarde se concedió una prórroga de un mes a los sufridos contribuyentes). Durante la Segunda Guerra Mundial, para permitir un recaudación más sencilla y más constante de los impuestos mucho más altos para financiar la guerra, el gobierno federal instituyó un plan concebido por el ubicuo Beardsley Ruml, de R.H. Macy & Co., e implantado técnicamente por un joven y brillante economista del Departamento del Tesoro, Milton Friedman. Este plan, que todos conocemos muy bien, obligaba a todos los empresarios al trabajo no remunerado de retener el impuesto cada mes en la nómina del empleado y enviarlo al Tesoro. Como consecuencia, dejó de existir la necesidad de que el contribuyente asumiera la cantidad total en un solo pago cada año.
Unos y otros nos aseguraban entonces que esta nueva retención estaba estrictamente limitada a la emergencia de tiempo de guerra y desaparecería con la llegada de la paz. Sin embargo, el resto es historia. Pero de lo que se trata es de que nadie puede mantener seriamente que un impuesto de la renta privado del poder de retener podría recaudarse a los altos niveles actuales.
Por tanto, una razón por la que un economista no puede afirmar que el impuesto de la renta, o cualquier otro impuesto, sea mejor desde el punto de vista de la persona gravada, es que el ingreso total recaudado está a menudo en función del tipo de impuesto. Y parecería que, desde el punto de vista de la persona gravada, cuanto menos le quiten, mejor. Incluso un análisis de la curva de indiferencia haría confirmar esa conclusión. Si alguien desea afirmar que una persona gravada se ve decepcionada por lo poco que se le pide pagar, esa persona es siempre libre de resolver la supuesta deficiencia haciendo una donación voluntaria a las perplejas pero felices autoridades fiscales.
Un segundo problema insuperable para un economista que recomiende cualquier tipo de impuesto desde el supuesto punto de vista del gravado es que éste bien puede hacer valoraciones subjetivas particulares de la forma de gravamen, aparte de la cantidad total recaudada. Incluso si el ingreso total obtenido de él es el mismo para el impuesto A que para el impuesto B, puede tener evaluaciones subjetivas muy distintas de los dos procesos de gravamen. Volvamos, por ejemplo, a nuestro caso de la renta comparada con un impuesto especial. Los impuestos de la renta se recaudan en el curso de un examen coactivo e incluso brutal de prácticamente cualquier aspecto de la vida del contribuyente por la todopoderosa Hacienda que todo lo ve. Además, cada contribuyente está obligado por ley a mantener registros adecuados de su renta y deducciones y luego a rellenar laboriosa y sinceramente y presentar los mismos formularios que pueden incriminarle por responsabilidades fiscales. Un impuesto especial, digamos al whisky o a las entradas de cine, no se entromete directamente en la vida y renta de nadie, sino solo en las ventas del cine o la licorería. Me atrevo a suponer que, al evaluar la “superioridad” o “inferioridad” de los distintos tipos de impuestos, incluso el bebedor o cinéfilo más recalcitrante pagaría alegremente precios más altos por el whisky o las películas de lo que consideran los economistas neoclásicos, para evitar el largo brazo de Hacienda.
Las formas de impuesto al consumo
En años recientes, la vieja idea de un impuesto al consumo en oposición al impuesto de la renta se ha planteado por parte de muchos economistas, particularmente por conservadores supuestamente a favor del libre mercado. Antes de iniciar una crítica del impuesto al consumo como sustitutivo del impuesto de la renta, debería advertirse que las propuestas actuales de un impuesto al consumo privarían a los contribuyentes de la alegría psicológica de erradicar Hacienda. Pues aunque la disucsión a menudo se realiza en términos de “esto o lo otro”, las distintas propuestas en realidad equivalen a añadir un nuevo impuesto al consumo sobre el actual arsenal masivo de poder impositivo. En resumen, viendo que los niveles del impuesto de la renta pueden haber llegado a sus límites políticos en este momento, nuestros consultores fiscales están sugiriendo una nueva y flamante arma fiscal para que la maneje el gobierno. O, en palabras inmortales del ejemplar jefe de la economía y servidor del absolutismo, Jean-Baptiste Colbert, la tarea de las autoridades fiscales es “desplumar al ganso para obtener la mayor cantidad de plumas con la menor cantidad de graznidos”. Los contribuyentes, por supuesto, somos los gansos.
Pero pongamos la mejor cara a la propuesta de impuesto al consumo y ocupémonos de ella como una sustitución completa del impuesto de la renta por un impuesto al consumo, permaneciendo igual el ingreso total. Nuestro primer tipo es una forma venerable de impuesto al consumo que no solo mantiene el despotismo de Hacienda, sino que lo hace aún peor. Es el impuesto propuesto en primer lugar de forma importante por Irving Fisher.# El impuesto de Fisher mantendría Hacienda, así como el requisito de que todos mantuvieran registros detallados y fieles y calcularan sinceramente sus propios impuestos. Pero añadiría algo más. Además de informar las rentas y deducciones, todos tendrían que informar de sus adiciones o sustracciones de activos de capital (incluyendo el efectivo) a lo largo del año. Así que todos pagarían la tasa impositiva fijada en su renta, menos su adición a los activos de capital, o consumo neto. O por el contrario, si gastara más de lo que ganara en el año, pagaría un impuesto sobre su renta además de su reducción de activos de capital, igualando de nuevo su consumo neto. Sean cuales sean los demás méritos del impuesto de Fisher, añadiría poder a Hacienda sobre todos los individuos, ya que el estado de sus activos de capital, incluyendo sus existencias de efectivo, serían ahora examinadas con la misma atención que su renta.
Una segunda propuesta de impuesto al consumo, el IVA o Impuesto sobre el Valor Añadido, impone un curioso impuesto jerárquico al “valor añadido” a cada empresa. Aquí, en lugar de cada persona, cada empresa estaría sujeta a un intenso control burocrático, pues cada una estaría obligada a informar acerca de su renta y sus gastos, pagando un impuesto concreto por la renta neta. Esto tendería a distorsionar la estructura del negocio. Para empezar, habría un incentivo para la integración vertical antieconómica, ya que cuantas menos veces se produzca una venta, menos impuestos se soportarán. Asimismo, con ha estado pasando en países europeos con experiencia en el IVA, puede aparecer una floreciente industria de emisión de facturas falsas, de forma que las empresas pueden hinchar sus supuestos gastos y reducir el valor añadido declarado. Indudablemente un impuesto a las ventas, en igualdad de condiciones, es al tiempo manifiestamente más sencillo, menos distorsionador de los recursos y enormemente menos burocrático y despótico que el IVA. En realidad el IVA no parece tener ninguna ventaja clara sobre el impuesto a las ventas, excepto, por supuesto, si se considera un beneficio multiplicar la burocracia y el poder burocrático.
El tercer tipo de impuesto al consumo es el familiar impuesto sobre las ventas al detalle. De las distintas formas de impuesto al consumo, el impuesto a las ventas indudablemente tiene la mayor ventaja, para la mayoría de nosotros, de eliminar el poder despótico del gobierno sobre la vida de todas las personas, como pasa en el impuesto de la renta, o sobre cada empresa, como en el IVA. No distorsionaría la estructura de producción como haría el IVA y no afectaría a las preferencias individuales como harían los impuestos especiales.
Consideremos ahora los méritos o deméritos de un impuesto al consumo frente a un impuesto de la renta, dejando aparte la cuestión del poder burocrático. Debería advertirse primero que el impuesto al consumo y el impuesto de la renta conllevan cada uno diferentes implicaciones filosóficas. El impuesto de la renta se basa necesariamente en el principio de la capacidad de pago, es decir, en el principio de que si un ganso tiene más plumas está más dispuesto a ser desplumado. El principio de capacidad de pago es precisamente el credo del bandolero, de tomar donde es fácil tomar, de sacar tanto como puedan soportar las víctimas. El principio de capacidad de pago es la encarnación filosófica de la memorable respuesta de Willie Sutton cuando se le preguntó, tal vez por parte de un psicólogo trabajador social, por qué robaba bancos. “Porque”, respondió Willie, “allí está el dinero”.
Por el contrario, el impuesto al consumo solo puede considerarse como un pago de un permiso para vivir. Implica que a un hombre no se le permitirá mejorar o incluso mantener su propia vida si no paga, espontáneamente, una tasa al Estado para que el permita hacerlo. El impuesto al consumo no me parece, en sus implicaciones filosóficas, ni una pizca más noble, o menos presuntuoso, que el impuesto de la renta.
Proporcionalidad y progresividad: ¿Quién? ¿A quién?
Una de las supuestas virtudes del impuesto al consumo apuntada por los conservadores es que, mientras que el impuesto de la renta puede ser y generalmente es progresivo, el impuesto al consumo es prácticamente automáticamente proporcional. También se afirma que la fiscalidad progresiva equivale al robo, con los pobres robando a los ricos, mientras que la proporcionalidad es el impuesto justo e ideal. Sin embargo, en primer lugar, el impuesto al consumo del tipo de Fisher bien podría ser en todos los aspectos tan progresivo como el impuesto de la renta. Ni siquiera el impuesto a las ventas está del todo libre de progresividad. Pues en la práctica la mayoría de los impuestos a las ventas excepcionan productos como la comida, , excepciones que distorsionan las preferencias individuales del mercado y también introducen la progresividad en los impuestos.
¿Pero el problema es realmente la progresividad? Tomemos dos individuos, uno que gana 10.000$ al año y otro que gana 100.000$. Propongamos dos sistemas impositivos alternativos: uno proporcional y otro considerablemente progresivo. En el sistema impositivo progresivo, los tipos del impuesto de la renta van del 1% para el hombre de 10.000$ al año al 15% para el hombre de la renta superior. En el subsiguiente sistema proporcional, supongamos que todos, independientemente de su renta, paga el mismo 30% de su renta. En el sistema progresivo, el hombre de renta baja para 100$ anuales en impuesto y el más rico paga 15.000$, mientras que en el supuestamente más justo sistema proporcional, el hombre más pobre paga 3.000$ en lugar de 100$, mientras que el más rico paga 30.000$ en lugar de 15.000$. Sin embargo sirve de poco consuelo para la persona con más renta que el hombre más pobre esté pagando el mismo porcentaje de renta en impuestos que él, pues la persona más rica se ve mucho más multada que antes. Por tanto, no es convincente que al hombre más rico se le diga que ahora ya no está siendo “robado” por el pobre, ya que está perdiendo mucho más que antes. Si se objeta que el nivel total de los impuestos es mucho mayor bajo nuestro sistema propuesto proporcional que en el progresivo, contestamos que se trata precisamente de eso. Pues a lo que está objetando realmente la persona de mayor renta no es al mítico robo que le infligen “los pobres”: su problema es la cantidad real que se le quita por el Estado. Así que la queja real del hombre más rico no es lo mal que se le trata en relación con otro, sino cuánto dinero se le quita de sus activos duramente ganados. Sostenemos que la progresividad de los impuestos es un señuelo: el problema real y el enfoque adecuado debería estar en la cantidad a la que una persona concreta se ve obligado a dar al Estado.
Por supuesto, el Estado gasta el dinero que recibe en varios grupos y quienes afirman que el impuesto progresivo sanciona a los ricos a favor de los pobres argumentan comparando el estado de las rentas de los contribuyentes con la generosidad del Estado con los que están en el extremo receptor. Igualmente, la Escuela de Chicago afirma que el sistema impositivo es un proceso por el que la clase media explota tanto a los ricos como a los pobres, mientras que la Nueva Izquierda insiste en que los impuestos son un proceso por el que los ricos explotan a los pobres. Todos estos intentos se equivocan al considerar injustamente como una clase a los pagadores y receptores del Estado. Quienes pagan impuestos al Estado, ya sean ricos, clase media o pobres, en el neto indudablemente son un grupo distinto de personas que esos ricos, clase media o pobres, que reciben dinero de los cofres del Estado, lo que incluye notablemente a políticos y funcionarios, así como aquellos que reciben favores de estos miembros del aparato del Estado. No tiene sentido agrupar estos conjuntos. Tiene mucho más sentido darse cuenta de que el proceso de impuestos y gastos crea dos, y solo dos, clases sociales antagonistas, alas que Calhoun identificaba brillantemente como contribuyentes (netos) y consumidores (netos) de impuestos, quienes pagan impuestos y quienes viven de ellos. Sostengo que, visto desde esta perspectiva, también se convierte en particularmente importante minimizar las cargas que el Estados y sus privilegiados consumidores de impuestos imponen a la productividad de los contribuyentes.
El problema de gravar el ahorro
El principal argumento para reemplazar un impuesto de la renta por uno al consumo es que los ahorros ya no se verían gravados. Un impuesto al consumo, afirman sus defensores, gravará el consumo y no los ahorros. El hecho de que este argumento lo aporten generalmente los economistas del libre mercado, en nuestro tiempo principalmente los “supply-siders”, nos choca como algo peculiar. Pues las personas en el libre mercado, después de todo, deciden cada una su propia asignación de rentas al consumo o al ahorro. Esta proporción del consumo respecto del ahorro, nos enseña la economía austriaca, está determinada por la tasa de preferencia temporal de cada individuo, el grado en que prefiere los bienes presentes a los futuros. Pues cada persona está continuamente asignando su renta entre el consumo ahora frente al ahorro para invertir en bienes que produzcan una renta en el futuro. T cada persona decide la asignación basándose en su preferencia temporal. Por tanto, decir que solo debería gravarse el consumo y no los ahorros es desafiar las preferencias y elecciones voluntarias de los individuos en el libre mercado, y decir que están ahorrando demasiado poco y consumiendo demasiado y que por tanto los impuestos en los ahorros deberían eliminarse y ponerse todas las cargas en el consumo presente en comparación con el futuro. Pero hacer eso es desafiar las expresiones de preferencias temporales en el libre mercado y defender la coacción del gobierno para alterar por la fuerza la expresión de dichas preferencias, para obligar a una relación de ahorro frente a consumo más alta que la que desean las personas libres.
Por tanto debemos preguntarnos: ¿Bajo qué patrones los supply-siders y otros defensores de los impuestos al consumo deciden por qué y en qué grado los ahorros son demasiado bajos y el consumo demasiado alto? ¿Cuáles son sus criterios de “demasiado bajo” y “demasiado alto” en los que basan su coacción propuesta sobre la decisión individual? Y lo que es más ¿con qué derecho se llaman a sí mismos defensores del “libre mercado” cuando proponen dictar decisiones en un ámbito tan vital como la proporción entre consumo presente y futuro?
Los supply-siders se consideran a sí mismos herederos de Adam Smith y en cierto sentido tienen razón. Pues también Smith, movido en su caso por una bien asentada hostilidad calvinista al lujo, buscaba utilizar al gobierno para aumentar la proporción social de la inversión respecto del consumo más allá de los deseos del libre mercado. Un método que defendía eran los altos impuestos sobre los productos de lujo, otro las leyes de usura, para llevar los tipos de interés por debajo del nivel del libre mercado y canalizar o racionar coactivamente los ahorros y el crédito en manos de prestatarios, principalmente empresarios sobrios e industriosos y fuera de las manos de “proyectistas” y consumidores “pródigos” que estén dispuestos a pagar altos tipos de interés. De hecho, a través del dispositivo del fantasmal Espectador Imparcial, que frente a los seres humanos, es indiferente al momento en que recibirá los bienes, Smith en la práctica sostenía como ideal un tipo cero de preferencia temporal.
En único argumento coherente ofrecido por los defensores del impuesto al consumo frente al impuesto de la renta es el de Irving Fisher, basado en sugerencias de John Stuart Mill.# Fisher argumentaba que, como el objetivo de toda la producción es el consumo y como todos los bienes de capital son solo etapas en el camino al consumo, la única renta genuina es el gasto en consumo. Se llega rápidamente a la conclusión de que por tanto solo la renta de consumo, no lo que se llama generalmente “renta”, debería ser objeto de imposición.
Más en concreto, se alega que ahorros y consumo no son realmente simétricos. Todos los ahorros se dirigen a disfrutar de más consumo en el futuro. El consumo potencial presente desaparece a cambio de un aumento esperado en el consumo futuro. El argumento concluye que por tanto cualquier retorno en la inversión solo puede considerarse como una “doble contabilización” de la renta, de la misma forma que una contabilización repetida de las ventas brutas de, digamos, el caso una caja de cereales del fabricante al intermediario al vendedor al por mayor al vendedor al detalle como parte de la renta o producto neto sería una contabilización múltiple del mismo bien.
El razonamiento es correcto en lo que se refiere a explicar el proceso de consumo y ahorro y es bastante útil para realizar una crítica de la estadística convencional de la renta o producto nacional. Pues estas estadísticas omiten cuidadosamente toda doble o múltiple contabilización para llegar a un producto neto total, pero incluyen arbitrariamente en la renta neta total la inversión en todos los bienes de capital que dure más de un año (en sí un claro ejemplo, de doble contabilización). Así que la práctica actual excluye absurdamente de la renta neta la inversión de un comerciante que dure 11 meses antes de venderse, pero incluye en la renta neta inversiones en inventario que duren 13 meses. La conclusión contundente es que una estimación de la renta social o nacional debería incluir solo el gasto en consumo.
Sin embargo, a pesar de las muchas virtudes del análisis de Fisher, es intolerable saltar a la conclusión de que solo el consumo debería gravarse, en lugar de la renta. Es verdad que los ahorros llevan a una mayor oferta de bienes de consumo en el futuro. Pero este hecho lo saben todas las personas, precisamente por eso la gente ahorra. El resumen, el mercado sabe todo acerca del poder productivo de los ahorros para el futuro y asigna sus gastos de acuerdo con ello. Aun así, aunque la gente sepa que los ahorros le proporcionarán más consumo futuro, ¿por qué no ahorran sus rentas actuales? Está claro que es por sus preferencias temporales del consumo presente frente al futuro. Estas preferencias temporales gobiernan la asignación de la gente al presente y al futuro. Toda persona, dada su “renta” monetaria (definida en términos convencionales) y su escala de valores, asignará esa renta en la proporción más deseada entre consumo e inversión. Cualquier otra asignación de dicha renta, cualquier proporción diferente, satisfará por tanto sus deseos en menor grado y rebajará su posición en su escala de valor. Por tanto, es incorrecto decir que el impuesto de la renta supone una carga extra al ahorro y la inversión: penaliza todo el nivel de vida de la persona, presente y futuro. Un impuesto de la renta no penaliza por sí mismo el ahorro más de lo que penaliza el consumo.
Por tanto, el análisis de Fisher, a pesar de toda su complejidad. Sencillamente comparte los prejuicios de los demás defensores del impuesto al consumo frente a las asignaciones voluntarias del libre mercado entre consumo e inversión. El argumento da mayor peso al ahorro y la inversión del que le da el mercado. Un impuesto al consumo es tan perjudicial para las preferencias temporales voluntarias y asignaciones del mercado como un impuesto a los ahorros. En la mayoría de las demás áreas del mercado, los economistas del libre mercado entienden que las asignaciones en el mercado tienden siempre a ser óptimas con respecto a satisfacer los deseos de los consumidores. ¿Por qué entonces todos hacen tan a menudo la excepción de las asignaciones de consumo-ahorro, rechazando respetar las tasas de preferencia temporal del mercado?
Tal vez la respuesta sea que los economistas están sujetos a las mismas tentaciones que todos los demás. Una de estas tentaciones es reclamar que tú, él y el otro trabajéis más duro y ahorréis e invirtáis más, aumentando así los propios niveles de vida presentes y futuros. Una tentación que le sigue es llamar a los gendarmes para llevar a cabo ese deseo. Comoquiera que llamemos a esta tentación, la ciencia económica no tiene nada que ver con ella.
La imposibilidad de gravar solo el consumo
Habiéndonos ocupado de los méritos del objetivo de gravar solo el consumo y liberar al ahorro de impuestos, ahora procederemos a negar la misma posibilidad de alacanzar ese objetivo, es decir, mantenemos que un impuesto al consumo se convertirá, lo queramos o no, en un impuesto sobre la renta y por tanto también en los ahorros. En resumen, que incluso si solamente quisiéramos gravar el consumo y no la renta, no podríamos hacerlo.
Tomemos primero el plan de Fisher, que aparentemente excepcionaría sencillamente el ahorro y gravaría solo el consumo. Tomemos al Sr. Jones, tiene una renta anual de 100.000$. Sus preferencias temporales le llevan a gastar el 90% de su renta en consumo y a ahorrar e invertir el 10% restante. Bajo este supuesto, gastaría 90.000$ al año en consumo los demás 10.000$ en ahorro e inversión. Supongamos ahora que el gobierno grava con un impuesto del 20% la renta de Jones y que su plan de preferencia temporal permanece igual. La relación de su consumo respecto de su ahorro seguiría siendo de 90:10 y por tanto, la renta tras impuestos sería ahora de 80.000$, siendo su gasto en consumo de 72.000 y su ahorro-inversión de 8.000$ al año.
Supongamos ahora que en lugar de un impuesto a la renta, el gobierno sigue el plan de Irving Fisher y grava con un impuesto anual del 20% el consumo de Jones. Fisher mantenía que ese impuesto recaería solo en el consumo y no en el ahorro de Jones. Pero esta afirmación es incorrecta, ya que todo el ahorro-inversión de Jones se basa únicamente en la posibilidad de su consumo futuro, que será igualmente gravado. Como se gravaría su consumo futuro, suponemos, al mismo tipo que su consumo en el presente, no podemos concluir que los ahorros a largo plazo reciban ninguna excepción fiscal o estímulo especial. Por tanto, no habría cambio de Jones a favor del ahorro e inversión debido a un impuesto al consumo.# En resumen, cualquier pago de impuestos al gobierno, ya sea al consumo o a la renta, reduce necesariamente la renta neta de Jones. Como su plan de preferencias temporales sigue siendo el mismo, Jones reduciría por tanto proporcionalmente su consumo y sus ahorros. El impuesto al consumo cambiará para Jones hasta que se haga equivalente a un tipo fiscal inferior en su propia renta. Si Jones sigue gastando en 90% de su renta neta en consumo y un 10% en ahorro-inversión, su renta neta se reduciría en 15.000$ en lugar de en 20.000$ y su consumo totalizaría ahora 76.000$ y su ahorro-inversión 9.000$. En otras palabras, el impuesto al consumo del 20% de Jones se haría equivalente a un impuesto del 15% en su renta y dispondrás sus proporciones de consumo-ahorro de acuerdo con ello.
Veíamos al inicio de este trabajo que un impuesto especial que desvíe recursos de bienes más deseables no significa necesariamente que podamos recomendar una alternativa, como un impuesto de la renta. ¿Pero qué pasa con un impuesto general a las ventas, suponiendo que pueda fijarse uno políticamente sin excepciones de bienes o servicios? ¿No sería una carga impositiva solo sobre el consumo no sobre la renta?
En primer lugar, un impuesto a las ventas estaría sujeto a los mismos problemas que el impuesto al consumo de Fisher. Como el consumo futuro y presente estarían gravados por igual, de nuevo habría cambios en cada individuo de forma que se reducirían tanto el consumo futuro como el presente. Pero además el impuesto a las ventas está sujeto a una complicación adicional: la suposición general de que un impuesto a las ventas pueda repercutirse directamente al consumidor en una completa mentira. ¡En realidad, el impuesto a las ventas no puede repercutirse en absoluto!
Pensemos: todos los precios se determinan por la interacción de la oferta, la existencia de bienes disponibles a vender y la proyección de demanda de ese bien. Si el gobierno impone una tasa del 20% en todas las ventas al por menor, es verdad que todos los vendedores incurrirán ahora en un coste adicional de un 20% en todas las ventas. ¿Pero cómo pueden subir los precios para cubrir estos costes? Los precios, en cada momento. Tienden a establecerse en el punto de máximo beneficio para cada vendedor. Si los vendedores pueden sencillamente pasar el aumento del 20% en los costes a los consumidores. ¿Por qué tendrían que esperar hasta que el impuesto a las ventas suba los precios? Los precios ya están en su nivel de rentabilidad neta máxima para cualquier empresa. Por tanto, cualquier aumento en el coste tendrá que ser absorbido por la empresa: no puede repercutirse a los consumidores. Dicho de otra manera, el gravamen de un impuesto a las ventas no ha cambiado las existencias disponibles ya disponibles para los consumidores: esas existencias ya se habían producido. Las curvas de demanda no han cambiado y no hay razón para que lo hagan. Como la oferta y la demanda no han cambiado, tampoco lo hará el precio. O, viendo la situación desde el punto de vista de la oferta y demanda de dinero, que contribuye a determinar los niveles generales de precios, la oferta de dinero ha permanecido igual y tampoco hay razón para suponer un cambio en la demanda de existencias de efectivo. Por tanto, los precios permanecerán igual.
Podría objetarse que, aunque el cambio al alza a precios superiores no se produzca inmediatamente, puede hacerlo a largo plazo, cuando los propietarios de factores y recursos tengan una posibilidad de rebajar su oferta en un momento posterior. Es verdad que un impuesto especial puede repercutirse de esta manera, a largo plazo, abandonando recursos, digamos, el sector licorero y trasladándose a otros sectores no gravados. Por tanto, después de un tiempo, el precio del licor puede aumentarse por un impuesto al licor, pero solo reduciendo la oferta futura, las existencias de licor disponibles para la venta en una fecha futura. Pero ese “cambio” no es una repercusión indolora e inmediata de un precio más alto a los consumidores: solo puede lograrse a un plazo más largo por una reducción en la oferta del bien.
Sin embargo, la carga de un impuesto a las ventas no puede repercutirse de la misma manera. Pues los recursos no pueden escapara a un impuesto a las ventas como a un impuesto especial (abandonando el sector licorero y trasladándose a otro). Estamos suponiendo que el impuesto a las ventas es general y uniforme: por tanto, los recursos no pueden escapar excepto quedándose ociosos. Por tanto no podemos mantener que el impuesto a las ventas se repercutirá a largo plazo a todas las ofertas de bienes cayendo en algo similar al 20% (dependiendo de las elasticidades). Las ofertas generales de bienes caerán y por tanto aumentarán los precios, solo en el modesto grado en que la mano de obra, buscando un aumento en el coste de oportunidad del ocio a causa de la caída de las rentas salariales, deje de ser fuerza laboral y se dedique voluntariamente al ocio (o más en general rebaje el número de horas trabajadas).
Por supuesto, a largo plazo, y ese plazo no es muy largo, las empresas de venta al por menor no serán capaces de absorber un impuesto a las ventas: no son pozos de riqueza sin límites listos para ser confiscados. Al sufrir pérdidas la empresa vendedora, sus curvas de demanda para todos los bienes intermedios y luego para todos los factores de producción, caerán abruptamente y estas disminuciones en las proyecciones de demanda se transmitirán rápidamente a todos los factores finales de producción: trabajo, tierra y renta de intereses. Y como todas las empresas tienden a obtener un interés uniforme determinado por la preferencia social temporal, la incidencia de la caída en las curvas de demanda se basará bastante rápidamente en los dos factores definitivos de la producción: tierra y trabajo.
Por tanto, la opinión aparentemente de sentido común de que un impuesto a las ventas al por menor se repercutiría al consumidor es completamente incorrecta. Por el contrario, el impacto inicial del impuesto sería en la renta neta de las empresas comerciales. Sus graves pérdidas llevarán a un cambio rápido a la baja en las curvas de demanda, remontándose a la tierra y el trabajo, es decir, los salarios y las rentas inmobiliarias. Por tanto, en lugar de repercutirse rápida e indoloramente el impuesto a las ventas al por menor, a largo plazo, se repercutirá inversamente a las rentas del trabajo e inmobiliarias. De nuevo, un supuesto impuesto al consumo se ha transmutado por el proceso de mercado en un impuesto a las rentas.
El acento general en la repercusión y el olvido de la repercusión hacia atrás en la economía se debe al desconocimiento de la teoría austriaca del valor y su idea de que el precio de mercado está determinado solo por la interacción de unas existencias ya producidas con las utilidades subjetivas y proyecciones de demanda de los consumidores sobre esas existencias. Por tanto, la curva de oferta del mercado debería ser vertical en el diagrama habitual de oferta y demanda. La curva habitual de oferta inclinada hacia delante de Marshall incorpora ilegítimamente una dimensión temporal en ella y por tanto no puede interactuar con una curva de demanda del mercado instantánea o paralizada. A curva de Marshall sostiene la ilusión de que un coste puede aumentar directamente los precios y no indirectamente reduciendo la oferta. Y aunque podemos llegar a la misma conclusión que el análisis de la curva de oferta de Marshall para un impuesto especial concreto, donde puede utilizarse un equilibrio parcial, este método estándar fracasa ante una situación de un impuesto general a las ventas.
Conclusión: La cantidad frente a la forma de gravar
Concluimos con la observación de que ha habido demasiada concentración en la forma, el tipo de gravamen, y no lo bastante en su cantidad total. El resultado ha sido un inacabable jugueteo con los tipos de impuestos. Junto con un olvido de una cuestión mucho más crítica: ¿cuánto del producto social se absorbería de los productivos? ¿O cuánta renta debería retenerse por parte de los productivos y cuánta renta y recursos desviados coactivamente en beneficio de los improductivos?
Es particularmente extraño que economistas que se refieren orgullosamente a sí mismos como defensores del libre mercado hayan abierto en años recientes esta vía equivocada. Fueron por ejemplo supuestos economistas del libre mercado los que propulsaron e hicieron propaganda de la supuesta Ley de Reforma Fiscal de 1986. Este cambio masivo se suponía que nos traería la “simplificación” de nuestros impuestos a la renta. Por supuesto, el resultado era tan simple que incluso Haciendo, no digamos la tropa de abogados y contables fiscales haya tenido dificultad en entender las nuevas disposiciones- Además, resulta peculiar que en todas las maniobras que llevaron a la Ley de Reforma Fiscal, el patrón defendido por estos economistas, un patrón supuestamente tan evidente que no necesitaba justificación, era que el total de todos los cambios impositivos era “neutral para los ingresos”. Pero nunca nos dijeron qué tiene de bueno la neutralidad en los ingresos. Y por supuesto, al seguir ese patrón, la cuestión crucial del ingreso total fue eliminada deliberadamente de la discusión.
Más atroz aún fue una primera doctrina de otro grupo de supuestos defensores del libre mercado, los supply-siders. En su manifestación original de la curva de Laffer, ahora felizmente arrojada al basurero de la historia, los supply-siders mantenían que el tipo impositivo que maximizaba el ingreso fiscal era el tipo “voluntario” y un tipo que debía buscarse diligentemente. Nunca se señaló en qué sentido es “voluntario” ese tipo impositivo o qué demonios tiene que ver el concepto de “voluntario” con los impuestos, para empezar. Los supply-siders hicieron mucho menos en su forma lafferita para enseñarnos por qué todos debemos sostener la maximización del ingreso público como nuestro ideal soñado. Indudablemente, para los defensores del libre mercado, uno podría pensar que minimizar la depredación del gobierno de la producción privada sería un poco más atractivo.
Un se vuelve con alivio a la postura tan realista como genuinamente de libre mercado de Jean-Baptiste Say, que contribuyó considerablemente más a la economía que la ley de Say. Say no estaba bajo la ilusión de que los impuestos fueran voluntarios ni de que el gasto público contribuyera a servicios productivos en la economía. Say apuntaba que, en los impuestos:
El gobierno arranca de un contribuyente el pago de un impuesto concreto en forma de dinero. Para cumplir con esta demanda, el contribuyente intercambia parte de los productos a su disposición por monedas, que paga a los recaudadores de impuestos.
El gobierno acaba gastando el dinero en sus propias necesidades, así que
al final (…) se consume este valor y luego la porción de riqueza, que pasa de las manos del contribuyente a las del recaudador de impuestos, se destruye y aniquila.
Advirtamos que, como en el caso posterior de Calhoun, Say ve que los impuestos crean dos clases en conflicto, los contribuyentes y los receptores de impuestos. Si no hubiera impuestos, el contribuyente habría gastado su dinero en su propio consumo. En esta situación, “El estado (…) disfruta de la satisfacción de que genera ese consumo”.
Say continúa denunciando la
idea prevaleciente de que los valores, pagados por la comunidad por el servicio público, vuelven a ella (…) que lo que reciben el gobierno y sus agentes, se refinancia de nuevo con sus gastos.
Say comenta con enfado que esta “gran mentira (…) ha sido productora de daños infinitos, al tiempo que ha sido el pretexto para una gran cantidad de lamentable derroche y dilapidación”.
Por el contrario, declara Say, “el valor pagado al gobierno por el contribuyente se da sin equivalente o retorno: lo gasta el gobierno en la compra de servicios personales, de objetos de consumo”.
Say continúa denunciando la “conclusión falsa y peligrosa” de los escritores de economía de que el consumo del gobierno aumenta la riqueza. Say apuntaba amargamente que “si esos principios solo se encontraran en los libros y nunca hubieran llegado a la práctica, uno podría sufrirlos sin preocupación o lamentar el crecimiento monstruoso de ese absurdo impreso”.
Pero por desgracia, apuntaba, estas ideas se habían puesto en “práctica por los agentes de la autoridad pública que pueden aplicar el error y el absurdo a punta de bayoneta o boca de cañón”.# Así que para Say los impuestos son
la transferencia de una porción del producto nacional de las manos de las personas a las del gobierno, con el fin de atender el consumo público del gasto. (…) Es en la práctica una carga impuesta a las personas, ya sea con carácter individual o corporativo, por parte del poder gobernante (…) para el fin de suministrar el consumo que pueda considerar apropiado hacer a su costa”.#
Pero los impuestos, para Say, sencillamente no son un juego de suma cero. Al imponer una carga a los productores, apunta, los impuestos, con el tiempo, perjudican a la propia producción. Say escribe:
Los impuestos privan al productor de un producto, del que de otra forma habría tendido la opción de derivar una gratificación personal (…) o generar un beneficio, si hubiera preferido dedicarlo a un empleo útil. (…) Por tanto, la sustracción de un producto debe necesariamente disminuir, no aumentar el poder productivo.
La recomendación política de J.B. Say estaba muy clara y era coherente con su análisis y con el del presente escrito. “El mejor plan de financiación [pública] es gastar tan poco como sea posible y el mejor impuesto es siempre el más bajo”.
[Este artículo es una respuesta completa a la reclamación de Alan Greenspan de un impuesto al consumo. Apareció originalmente en la Review of Austrian Economics, 1994, Volumen 7, Nº 2, pp. 75-90]
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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